CAPITULO III (2)
De los principados mixtos
Si, en vez de colonias, se tienen tropas en estos nuevos Estados, se expende mucho, porque es menester consumir, para mantenerlos, cuantas rentas se sacan de semejantes Estados. La adquisición suya que se ha hecho, se convierte entonces en pérdida, y ofende mucho más, porque ella perjudica a todo el país con los ejércitos que es menester alojar allí en las casas particulares. Cada habitante experimenta la incomodidad suya; y son unos enemigos que pueden perjudicarle, aun permaneciendo sojuzgados dentro de su casa. Este medio para guardar un Estado es, pues, bajo todos los aspectos, tan inútil como el de las colonias es útil.
El príncipe que adquiere una provincia cuyas costumbres y lenguaje no son los mismos que los de su Estado principal, debe hacerse también allí el jefe y protector de los príncipes vecinos que son menos poderosos que él, e ingeniarse para debilitar a los más poderosos de ellos. Debe, además, hace de un modo que un extranjero tan poderoso como él no entre en su nueva provincia; porque acaecerá entonces que llamarán allí a este extranjero los que se hallen descontentos con motivo de su mucha ambición o de sus temores. Así fue como etolios introdujeron a los romanos en Grecia y demás provincias en que estos entraron; los llamaban allí siempre los habitantes.
En orden común de las causas es que luego que un poderoso extranjero entra en un país, todos los demás príncipes que son allí menos poderosos, se le unan por un efecto de la envidia que había concebido contra el que los sobrepujaba en poder, y a los que él ha despojado. En cuanto a estos príncipes menos poderosos, no hay mucho trabajo en ganarlos; porque todos juntos formarán gustosos cuerpo con el Estado que él ha conquistado. El único cuidado que ha de tenerse, es el de impedir que ellos adquieran mucha fuerza y autoridad. El nuevo príncipe, con el favor de ellos y sus propias armas, podrá abatir fácilmente a los que son poderosos, a fin de permanecer en todo el árbitro de aquel país.
El que no gobierne hábilmente esta parte, perderá bien pronto lo que él adquirió; y mientras que lo tenga, hallará en ello una infinidad de dificultades y sentimientos.
Los romanos guardaban bien estas precauciones en las provincias que ellos habían conquistado. Enviaron allá colonias, mantuvieron a los príncipes de las inmediaciones menos poderosos que ellos, sin aumentar su fuerza; debilitaron a los que tenían tanta como ellos mismos, y no permitieron que las potencias extranjeras adquiriesen allí consideración ninguna. Me basta citar por ejemplo de esto la Grecia en que ellos conservaron a los acayos y etolios, humillaron el reino de Macedonia y echaron a Antioco. El mérito que los acayos y etolios contrajeron en el concepto de los romanos, no fue suficiente nunca para que estos les permitiesen engrandecer ninguno de sus Estados. Nunca los redujeron los discursos de Filipo hasta el grado de tratarle como amigo sin abatirle; ni nunca el poder de Antíoco pudo reducirlos a permitir que él tuviera ningún Estado en aquel país.
Los romanos hicieron en aquellas circunstancias lo que todos los príncipes cuerdos deben hacer cuando tienen miramiento, no solamente con los actuales perjuicios, sino también con los venideros, y que quieren remediarlos con destreza. Es posible hacerlo precaviéndolos de antemano; pero si se aguarda a que sobrevengan, no es ya tiempo de remediarlos, porque la enfermedad se ha vuelto incurable. Sucede, en este particular, lo que los médicos dicen de la tisis, que, en los principios es fácil de curar y difícil de conocer; pero que, en lo sucesivo, si no la conocieron en su principio, ni le aplicaron remedio ninguno, se hace, en verdad, fácil de conocer, pero difícil de curar. Sucede lo mismos con las cosas del Estado: si se conocen anticipadamente los males que pueden manifestarse, lo que no es acordado más que a un hombre sabio y bien prevenido, quedan curados bien pronto; pero cuando, por no haberlos conocido, les dejan tomar incremento de modo que llegan al conocimiento de todas las gentes, no hay ya arbitrio ninguno para remediarlos. Por esto, previendo los romanos de lejos los inconvenientes, les aplicaron el remedio siempre en su principio, y no les dejaron seguir nunca su curso por el temor de una guerra. Sabían que esta no se evita; y que si la diferimos, es siempre con provecho ajeno. Cuando ellos quisieran hacerla contra Filipo y Antíoco en Grecia, era para no tener que hacérsela en Italia. Podían evitar ellos entonces a uno y a otro; pero no quisieron, ni les agradó aquel consejo de gozar de los beneficios del tiempo, que no se les cae nunca de la boca a los sabios de nuestra era. Les acomodó más el consejo de su valor y prudencia, el tiempo que echa abajo cuanto subsiste, puede acarrear consigo tanto el bien como el mal, pro igualmente tanto el mal como el bien.
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