sábado

EL HOMBRE QUE FUE JUEVES - G. K. CHESTERTON


QUINCUAGESIMOQUINTA ENTREGA

CAPÍTULO DECIMOTERCERO


EN PERSECUCIÓN DEL PRESIDENTE (5)

Corrieron hacia el punto por donde se había escapado el elefante. Syme descubrió al  paso todo un panorama de animales enjaulados. Más tarde se sorprendió de haberlos  distinguido tan bien. Y recordaba, sobre todo, los pelícanos con su inmenso buche colgante, preguntándose por qué los pelícanos serían el símbolo de la caridad, a no ser por la caridad que se necesita para admirar a un pelícano. También recordaba un enorme cálao que parecía un gigantesco pico amarillo, pegado a un cuerpo insignificante de pájaro. El conjunto le impresionó vivamente, haciéndole pensar en la asiduidad con que la naturaleza se dedica a hacer caprichosos juegos. El Domingo les había dicho que descubrirían su secreto cuanto hubieran descubierto el secreto de todas las estrellas del cielo. Pero a Syme le parecía que el secreto del cálao, ni los arcángeles podían entenderlo.

Los seis desdichados policías distribuidos en los coches, se pusieron a seguir al elefante, compartiendo el terror que éste iba sembrando por las calles. Esta vez Domingo no volvió la cara, y ofreció a sus perseguidores la sólida extensión de sus espaldas, cosa más molesta aún que las burlas de antes. Al llegar a la calle Baker, sin embargo, se vio que arrojaba algo con ademán del chico que arroja la pelota al aire para volverla a atrapar. Pero dada la velocidad de la carrera, el objeto arrojado vino a caer junto al coche de Gogol. Y, con esperanza de hallar en él la solución del enigma, o por un impulso instintivo, Gogol hizo parar el coche para recogerlo. Era un paquete voluminoso dirigido a Gogol. Pero, examinado, resultó ser un amasijo de treinta y tres hojas de papel. Dentro de la última, que era ya una cinta diminuta, había esta inscripción: "Creo que la palabra adecuada es: rosa".

El antes llamado Gogol no dijo nada, pero movió manos y pies como el jinete que arrea el caballo. Calle tras calle, barrio tras barrio, iba pasando el prodigioso elefante volador. La gente salía a las ventanas, el tráfico se desbandaba a uno y otro lado. Y como los tres coches iban a la zaga del elefante, al fin los tomaron por una procesión, tal vez por un anuncio de circo.

Iban tan de prisa, que toda distancia se abreviaba considerablemente, y Syme vio aparecer el Albert Hall de Kensington cuando esperaba encontrarse todavía en Paddington. Por las calles algo solitarias y aristocráticas del sur de Kensington, el elefante pudo correr con más libertad, y finalmente se encaminó hacia aquella parte del horizonte donde se veía la enorme rueda de Earl's Court. La rueda fue creciendo al aproximarse, hasta que llenó todo el cielo como si fuera la misma rueda de los astros. 

El elefante había dejado muy atrás a los coches. Ya éstos lo habían perdido de vista en muchas esquinas. Cuando llegaron a la puerta de la Exposición de Earl's Court, se encontraron como bloqueados. Enorme multitud se agolpaba frente a ellos, en torno al enorme elefante que se estremecía y sacudía como suelen hacerlo. Pero el Presidente había desaparecido.

-¿Dónde se ha metido? -preguntó Syme bajando del coche.

-Entró corriendo a la Exposición, caballero -le dijo un guardia asombrado. Y después añadió como hombre muy ofendido-. ¡Qué señor más loco! Me dijo que le guardara el caballo y me dio esto.

Y, con aire disgustado, le mostró un papel dirigido "Al Secretario del Consejo Central Anarquista".

El Secretario, furioso, lo abrió y leyó lo siguiente:

"Cuando el arenque corre una milla, bien está que el Secretario sonría. Cuando el arenque se lanza y vuela, bien está que el secretario muera. Proverbio rústico".

-¿Por qué diablos ha dejado usted entrar a ese hombre -exclamó el Secretario-. ¿Acaso es frecuente venir aquí montado en un elefante rabioso? ¿Acaso?...

-¡Atención! —gritó Syme-. Vean ustedes aquello.

-¿Qué cosa? -preguntó el Secretario.

-¡El globo cautivo! -dijo Syme señalándolo con un ademán frenético.

-¿Qué me importa el globo cautivo? -preguntó el Secretario-. ¿Qué le pasa al globo cautivo?

-Nada, sino que no está cautivo.

Todos alzaron los ojos. El globo se balanceaba sobre ellos, prendido a su hilo como el globito de los niños. Un segundo después el hilo quedó cortado en dos, debajo de la canastilla, y, suelto ya, el globo ascendió como una pompa de jabón.

-¡Con diez mil demonios! -chirrió el Secretario-. ¡Escapó en el globo! -Y levantaba los puños al cielo. 

El globo, empujado por un viento propicio, vino a colocarse exactamente encima de los detectives, y éstos pudieron ver la cabezota blanca del Presidente, que se inclinaba en la canastilla y los contemplaba con un aire benévolo.

-Juraría yo -dijo el Profesor con aquel tono de decrepitud que no podía separar de sus barbas canosas y de su cara apergaminada-, juraría yo que algo me ha caído en el sombrero.

Y, con temblorosa mano, se decubrió y encontró en el sombrero un papelito muy bien doblado. Lo desdobló: había un lacito de enamorado, y estas palabras:

"Vuestra belleza no me ha dejado indiferente. -De parte de Copito de nieve".

Corto silencio. Syme, mordiéndose la barbilla, dice al fin:

-Aún no estoy vencido. El condenado globo tiene que caer en alguna parte. ¡Sigámosle!

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