¿HASTA DÓNDE UN HOMBRE ENTIENDE A UNA MUJER? ¿HASTA DÓNDE UNA MUJER ENTIENDE A UN MACHO?
(reportaje recuperado de la revista Eco, Bogotá, 1970)
PRIMERA ENTREGA
La fama ha terminado por dar caza, al fin, a Juan Carlos Onetti. Nacido en 1909, autor de ocho novelas y algunos libros de relatos y cuentos, Onetti no sobresale los límites de su patria, el Uruguay, hasta bien entrada la década del sesenta. Entonces, poco a poco, empiezan los reconocimientos. Se le descubre y traduce en Francia, en Italia, en los Estados Unidos. En la América Latina, críticos y colegas leen, o releen, sus novelas y encuentran en ellas a un maestro de la nueva narrativa. Recientemente, la colección de sus cuentos y novelas cortas, hecha en Caracas por Monte Avila, la colección de sus novelas, en México por Aguilar, pone en ediciones accesibles e internacionales una producción que circulaba escasamente. Todas estas señales de la fama dejan, sin embargo, incambiado al escritor.
Hosco, amigo del silencio, de la meditación y diálogo consigo mismo, accesible sólo en raros momentos, Onetti no sólo ha creado un mundo novelesco sino que también ha creado la imagen de un escritor taciturno para el que dos ya son una multitud, y la soledad es suficiente compañía. La verdad que esconde esa leyenda es más compleja. Onetti es hombre de pocas pero muy sólidas amistades, es hombre de largas pasiones amorosas, de comunicación en un nivel muy hondo. Pero ese Onetti íntimo rara vez es accesible.
En agosto de 1969 tuve ocasión de pasar una tarde, que se prolongó hasta la madrugada, en casa de Onetti en Montevideo. Una frecuentación de más de 25 años había precedido esa conversación. Pero entonces, y por primera vez, llevé un grabador para captar no sólo las opiniones de Onetti sobre su propia obra, sino su tono de voz. En la conversación que sigue, tanto Onetti como yo hablamos en "uruguayo", es decir: en esa variante del español que se usa en aquella zona del Plata. Hay muchas palabras de jerga, o de lunfardo, pero las he dejado porque creo que el tono de voz no se da sino a través de las palabras mismas. Por otra parte, creo que el contexto las hace claras. Ellas certifican una presencia que, en forma más elaborada pero no menos conmovedora, se da también en su obra literaria.
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Preferiría empezar preguntándote por lo que estás escribiendo ahora.
Estoy haciendo una novela que va a ser fatalmente muy larga. Es cierto que va a ser larga. Cada vez que me pongo a escribirla se me ocurren cosas nuevas, o se imponen nuevas cosas, y entonces así empieza lo que llega por ahora a mil páginas. Eso tiene, indudablemente, una tarea de expurgación posterior. Pero no me gusta mutilar la obra cuando la estoy escribiendo. Por eso no sé lo que en definitiva va a salir.
¿Cuál es el tema?
Mirá, el hombre, el hombre que había huido de la ciudad maldita.
¿De Santa María?
Sí, pero no pienso entrar por ahora en lo de Santa María, porque detrás de Santa María están exactamente cosas harto conocidas. No, mirá: ese hombre se va de Santa María y se viene a Montevideo. Es un poco como lo que me pasó a mí, cuando volví de Buenos Aires a Montevideo, después de tantos años.
¿Y por qué volviste?
La verdad es que hice todo lo posible por venirme a Montevideo, por razones económicas también. Yo estaba viviendo en Buenos Aires, en la época de Perón, y estaba escribiendo mucho, y lo que pasaba allí, políticamente, no me tocaba para nada; quiero decir: yo no era argentino. No me resultaba, hasta tenía el orgullo de pensar: esas cosas no pasan en mi país, en el Uruguay. Un orgullo estúpido pero yo sufría, sufría espiritualmente por estar allá. Por eso me vine. Fue la vorágine de la vuelta, propuesta en el orden de lo personal por viejos amigos que han sido amigos de la juventud: Maneco Flores, Michelini, y Luis Batlle. Después del triunfo de 1954, querían que me viniera a Montevideo. A última hora decidí que lo haría: Venirme.
Y te viniste a trabajar en el Municipio, primero en una Biblioteca Infantil (sic) y después en otra dependencia. Y, además, te viniste para seguir escribiendo: El astillero, Juntacadáveres, y esa nueva novela. Pero decime: ese hombre que se escapa de la ciudad maldita, ¿quién es? ¿Cuál de los personajes de Santa María?
Es un personaje apenas esbozado en El astillero, un tipo que no llega a Jefe de policía, es jefe del destacamento de policías. Apenas tiene una escena en la novela, cuando se ahoga uno de los socios de Larsen, Gálvez, ¿te acordás?, y que lo llevan a Larsen a la morgue en seguida, del destacamento, para que lo identifique. Ahí tienen los dos un diálogo amable, entre tira y macró... Bueno, este hombre es el que dispara de allí. Bueno, dispara porque tiene cierta libertad, porque él quiere ser otra cosa, no eso que es allá. Y dispara hacia algo que podemos llamar Montevideo. Puede ser que sea Montevideo.
¿En la novela se identifica como Montevideo?
Se reconoce que es Montevideo, se puede declarar que es Montevideo. Lo que me pasa es que no quiero seguir hablando de esto... Sabés, hay un consejo que anda por ahí y es que no conviene contar el argumento de una novela que estás escribiendo. Es una superstición: el que cuenta el argumento, después no lo escribe más. Pero esto no sé si ponerlo como superstición o como hecho. Es lo que le pasa a Paco Espínola.
Estaba pensando justamente que Paco se pasa contando sus cuentos sin escribirlos.
Tendría que escribirlos, aunque me imagino que psíquicamente tendrá la sensación de que cumplió, que ya escribió el cuento de tanto contarlo.
Sí, creo que tenés razón. Y, además, creo que hay que respetar siempre la superstición de los autores, sea o no justificada. Pero en vez de contarme el argumento me gustaría que me dijeses a qué parte del ciclo de novelas tuyas, lo que se ha dado en llamar la Saga de Santa María, pertenece esta nueva novela. Es decir: cronológicamente, ¿dónde la ubicarías tú?
Y creo que va a posteriori de todo lo escrito hasta ahora. Sí, va realmente después. Muy pocos personajes de las otras novelas están en ésta, muy pocos.
En cierto sentido, llegaría a completar un poco el ciclo ya conocido.
Sí, sí, y además me sirve para contar muchas cosas que me ocurrieron cuando todavía vivía en Montevideo, antes de irme a Buenos Aires; cosas que me interesaron como tema literario. Como el personaje también estuvo antes en Montevideo, puedo usar esas cosas. ¿No sé si llegó a tus oídos la fabulosa historia de las mellizas?
No, no la conozco.
Es increíble.
¿Por qué no me la contás?
Podría ser largo para contarla... Bueno... Eran dos mellizas menores de edad. Andarían por los 17 años. Las llamaban la melliza mayor y la melliza menor. Había una discusión nunca aclarada entre ellas, porque parece que el mellizo que nace primero es el mayor en realidad, según la ciencia médica.
No, creo que es al revés. Según la ciencia médica, el mayor es el que nace segundo. Pero del punto de vista del derecho, se considera al que nace primero como el mayor.
Mirá, no vamos a entrar en discusiones. Ahora, las dos, muertas de hambre, evidentemente, se dedicaban a la prostitución. Una prostitución muy curiosa, porque la melliza mayor, a pesar de tener sólo 17 años, sabía manejarse, sabía cobrar. Ahora, la otra, la melliza menor, la que me acuerdo que era rubia, esquelética, facialmente parecida a Loretta Young... ¿no sé si te acordás de Loretta Young?
¿Y vos no te acordás que soy crítico de cine?
Esa chica, se venía de un lugar en las afueras de Montevideo llamado Punta de Rieles, donde íbamos a veces por el camino Maldonado... Como te digo: la mayor ejercía y cobraba. La otra, no cobraba ni un cobre. La mayor se ponía furiosa, la retaba, la insultaba... La pobrecita decía: ¿Y qué querés que haga?, si cuando les digo que me paguen se ponen a reír.
Es un buen cuento.
¿Cuento? Llamá a testigos.
Bueno, los mejores cuentos son los de testigos.
Toda la barra del café Metro te puede servir de testigo. Por esa época, yo iba mucho al café Metro, porque ahí era el punto de reunión de los amigos, allá por la media noche. Yo trabajaba, y vivía en Reuter prácticamente. Te estoy hablando de cuando empezó la guerra, allá por el año 39. Y Reuter estaba al lado del café Metro.
Sí, que estaba en una esquina de la Plaza Libertad, cerca de donde está ahora la administración de El País.
Ahí mismo. Bueno, yo me pasaba la noche en el café. Me acuerdo que una noche llegué a encontrarme con la melliza, la menor. No lo vas a creer pero fatalmente ella perdía el último ómnibus, o tranvía. Entonces tenía que quedarse acá. Tampoco podía ir a un hotel. La única solución era pasarse la noche en una casa de citas. Me acuerdo que era imposible la relación, muy extraña. Y siempre pasaba lo mismo. Ella se quedaba conmigo, o me seguía por los cafés. Una noche, por ejemplo, estábamos en un restaurante que quedaba cerca del Tupi Nambá, te hablo del viejo, es claro, y yo estaba metido en una discusión con uno de la barra del Metro. Era sobre Joyce. Yo lo estaba defendiendo, y alguien dijo que el Ulises era un mamarracho.
¿Habían tomado ellos la precaución de leerlo por lo menos? Entonces no estaba traducido en español.
Yo lo había leído en inglés, con ayuda. Y también había leído la traducción francesa que es bellísima Los otros no sé. Creo que sí, pero no sé. Eso no importa. Lo que te quiero contar no es eso. Me acuerdo que la melliza menor, o sea mi amor, estaba limpiando los anteojos, que eran suyos, mientras yo discutía con los otros. Entonces, de pronto, tiró los anteojos y dijo: "Ustedes, se callan, imbéciles; ustedes qué saben de Ulises, qué saben de Onetti". Eso es amor, sabés.
Eso es amor, y además sentido común, porque seguramente era bien claro que tú sabías más que los otros de lo que estaban hablando.
No, no es eso. Aunque tal vez yo lo había leído entero.
Y habías entendido de qué se trataba.
No sé si lo había entendido. Pero había sentido el conjunto de la cosa y la extensión viva que todos esos no veían.
Este período que estás evocando ahora, y que es el período en que tú estabas escribiendo El pozo y trabajando como secretario de redacción en la recién fundada Marcha; todo este período ¿aparece reflejado de alguna manera en la novela que estás haciendo?
Claro, este período montevideano aparece cuando el hombre logra escapar de la ciudad maldita. Entonces lo vive. Mejor dicho: no lo vive, lo tiene dentro, y así aparecen una cantidad de peripecias que yo viví, o de las que fui testigo.
¿Se puede preguntar en qué terminó la melliza que se parecía a Loretta Young, o es una indiscreción la pregunta?
Desapareció. Yo conseguí que una amiga le consiguiera un puesto no de sirvienta, sino más bien de compañía. Mi amiga tenía una casa muy grande, frente a la Caja de Jubilaciones. Le había explicado toda la historia, cómo llegué al punto de querer casarme con la melliza como única solución para ella, y única solución para mi conciencia. Aquel sufrimiento permanente de estar hasta las doce o la una, todos los días, estar perdiendo siempre el último tranvía o el ómnibus... Bueno, se había arreglado todo para que yo le pagara el sueldo a mi amiga y ella se lo diera a la melliza, que no se enteraba de nada. Pero hubo una entrevista y parecía que la melliza estaba muy contenta. Después, cuando salimos a la calle, la melliza me dijo: "Para mí, es un truco. Te vas a la gran puta. Ya me di cuenta cómo te mira esa mujer..." Yo creí que había solucionado una existencia, ¿te das cuenta? Por lo menos, le había encontrado un motivo para que no anduviera yirando.
Y a propósito de esta melliza, hace tiempo que quería preguntarte una cosa. Aunque hay muchas mujeres en tu obra, no hay ninguna novela cuyo personaje central sea una mujer. ¿Por qué?
Es cierto. No hay ninguna novela mía cuyo personaje central sea una mujer pero en La vida breve hay eso que llaman un monólogo interior pero donde están respetuosamente puestos todos los puntos y comas, en que una mujer está hablando de un hombre. Ahí se muestra a la mujer por dentro, desde el punto de vista de ella.
A eso voy. Lo que se te plantea allí es precisamente el problema del narrador hombre que trata de mostrar al personaje mujer por dentro. Muchos escritores lo pueden hacer. Otros lo intentan y fracasan, como Quiroga en Historia de un amor turbio. Otros ni siquiera se toman el trabajo.
Para mí el mejor ejemplo es el de Joyce. El monólogo final del Ulises, de Marion Bloom, yo no sé qué fuerza de autenticidad tiene pero confío muchísimo en que la tiene. ¿Hasta dónde un hombre entiende a una mujer? ¿Hasta dónde una mujer entiende a un macho? Además, una mujer entiende a un hombre de una manera muy objetiva, lo digo muy en el sentido de pasión, aparte del amor. A un hombre le debería importar una mujer exclusivamente del punto de vista subjetivo, es decir, de su propio punto de vista de hombre. No hablo de las excepciones. Y eso creo que es lo que se ve en mi obra.
Sí, y en tu cuento de la melliza menor. Pero ya que mencionas Ulises por segunda vez, se me ocurre: ¿Nunca discutiste con alguna mujer el monólogo de Marion Bloom? Es decir: si a ella le parecía o no el verdadero monólogo interior de una mujer.
No, eso no, pero llegué a una cosa muy divertida con una niña de Buenos Aires que me pidió que le regalara el Ulises traducido. Entonces yo le dije: Te lo regalo si voz me lees las cuarenta páginas del monólogo a solas y en voz alta. Y ella me dijo: Claro que sí. Pero creo que no había pasado de las diez primeras páginas cuando se acabó la historia literaria.
Querés decir, como dijo Dante primero que vos, que aquel día no leyeron más.
La anécdota termina ahí.
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