CUADRAGESIMOCTAVA ENTREGA
TERCERA PARTE
I (1)
Una mujer de mediana edad, sentada en la veranda, zurcía calcetines; usaba lentes de pinza y se había quitado los zapatos de un puntapié para mayor comodidad. Míster Lehr, su hermano, leía una revista de Nueva York que tenía tres semanas de fecha, cosa en realidad sin importancia. La escena en conjunto era sosegada.
-Sírvase agua usted mismo en cuanto le haga falta -dijo miss Lehr.
Una enorme tinaja de barro con un cazo y un vaso estaba resguardada en un rincón fresco.
-¿No hacen ustedes hervir el agua? -preguntó el cura.
-¡Oh, no! El agua “nuestra” es pura y fresca -contestó miss Lehr, muy remilgada, como si no pudiese responder del agua de nadie más.
-El agua mejor del Estado -aseguró su hermano.
Las hojas relucientes de la revista crujían al volverlas, llenas de fotografías de quijadas de mastín pulcramente afeitadas: senadores y diputados. Al otro lado de la cerca del jardín extendíase la pradera en ondulación suave hacia la montaña próxima y una magnolia florecía y se mustiaba cada día junto a la verja.
-Desde luego, tiene usted mejor aspecto, Padre -manifestó miss Lehr.
Ambos hablaban un inglés algo gutural, con ligero acento americano. Míster Lehr había salido mozo de Alemania para rehuir el servicio militar; su rostro era de hombre sutil e idealista. Se necesitaba mucha sutileza en el país para conservar cualquier clase de ideales; él empleaba su sagacidad en defensa de la vida virtuosa.
-¡Oh! -dijo-, tan sólo necesitaba descansar unos días.
Portábase con toda indiferencia con el hombre aquel, traído en una mula por su mayoral, en estado de colapso, tres días antes. Cuanto sabía se lo había dicho el mismo cura. Aquello era también una enseñanza del país: no hacer nunca preguntas ni mirar de frente.
-Pronto podré continuar -repuso el cura.
-No tiene que apresurarse -repitió miss Lehr, repasando el calcetín de su hermano en busca de agujeros.
-¡Es esto tan tranquilo!
-¡Oh! -comentó Mr. Lehr-. Hemos tenido también nuestras preocupaciones. -Volvió una página y añadió-: A ese senador, Hiram Long, deberían reprimirle. No es de ninguna utilidad el insultar a los demás países.
-¿No han intentado quitarle a usted su tierra?
El rostro idealista cambió en el acto y lució un aire de astucia inocente.
-¡Oh! Yo les di tanta como me pidieron: quinientos acres de tierra estéril. Me ahorré una buena suma de impuestos. Nunca pude lograr que allí creciera cosa alguna. -Se inclinó hacia los pilares de la veranda-. Este fue el último disturbio “auténtico”. Mire los agujeros de las balas. Tropas de Villa.
El cura volvió a levantarse y bebió más agua. No tenía mucha sed: satisfacía una sensualidad. Preguntó:
-¿Cuánto tardaría en llegar a Las Casas?
-Podría usted llegar en cuatro días -respondió Mr. Lehr.
-En “su” estado, no -objetó miss Lehr-. En seis.
-¡Me parecerá tan extraño! -suspiró el cura-. Una ciudad con iglesias, con universidad.
-Desde luego -dijo Mr. Lehr-, mi hermana y yo somos luteranos. No nos entendemos con la iglesia suya, Padre. Demasiado lujo, creo yo, mientras la gente muere de hambre.
Miss Lehr arguyó:
-Pero, querido, el Padre no tiene la culpa.
-¿Lujo? -preguntó el cura. De pie, vaso en mano, junto a la tinaja, procuraba reunir sus ideas mirando hacia las amplias laderas herbosas y sosegadas-. Quiere usted decir...
No siguió adelante. Acaso Mr. Lehr tuviera razón; él había vivido con mucho desahogo en otro tiempo y ahora ya volvía a incurrir en holganza.
-Todo el oro de las iglesias.
-A menudo no es más que pintado, ¿sabe usted? -murmuró él, conciliador.
Pensaba: “Sí, tres días sin hacer nada. Nada”. Y se miró los pies calzados con un elegante par de zapatos de Mr. Lehr, las piernas embutidas en unos pantalones desechados del mismo señor. Mr.Lehr aclaró:
-A él no le molesta que yo exponga mi opinión. Somos todos cristianos.
-Desde luego. Me gusta oír...
-A mí me parece que su gente alborota mucho por cosas no esenciales.
-¿Sí? Quiere usted decir...
-Los ayunos... el pescado en viernes...
Sí, recordaba, como cosa lejana, que hubo un tiempo en que observó tales reglas. Dijo:
-Después de todo, Mr. Lehr, usted es alemán. Una gran nación militar...
-Nunca fui soldado... Yo no apruebo...
-Sí, desde luego; sin embargo, usted comprende que la disciplina es necesaria. Las maniobras acaso no sirvan en las batallas, pero forman el carácter. Sin ella no se logra más que... bueno, más que gente como yo. -Miró con súbita inquina a los zapatos: eran como la divisa del desertor-. ¡Gente como yo! -repitió con furia.
Transcurrió un rato embarazoso. Miss Lehr empezó a decir algo; pero su hermano le tomó la voz dejando la revista con el cargamento de políticos bien afeitados. Pronunció con su acento germanoamericano y su gutural precisión:
-Bueno, sospecho que es hora de tomar un baño. ¿Quiere usted venir, Padre?
El cura le siguió dócilmente al dormitorio de ambos. Se quitó la ropa que él le había dado y se puso su impermeable. Luego le siguió con los pies desnudos a través de la veranda y el campo exterior. El día antes había preguntado con aprensión:
-¿No hay serpientes?
Y él había gruñido, desdeñoso, que de haberlas habido, pronto las hubiera quitado de en medio. Él y su hermana habían resuelto desterrar la barbarie simplemente con ignorar cuanto estuviera en pugna con un hogar corriente germano-americano. Era, en su género, un admirable sistema de vida.
En el fondo de la hondonada corría un arroyo poco profundo sobre un lecho de guijas pardas. Mr. Lehr se quitó la bata y se echó de espaldas. Incluso en sus magras piernas de cincuentón, con sus músculos secos, había ecuanimidad e idealismo. Los pececillos jugaban sobre su pecho y daban ligeros tirones a sus tetillas. Aquello era el esbozo del mozalbete que había reprobado el militarismo hasta el punto de fugarse. Al poco rato se sentó y empezó a enjabonarse los delgados muslos. Después el cura cogió el jabón y le imitó. Comprendía que esperaban esto de él, si bien no podía evitar la idea de que malgastaba el tiempo. El sudor limpia tan eficazmente como el agua. Pero aquella era la raza inventora del proverbio de que la limpieza es hermana de la santidad: la limpieza; no la pureza.
De todos modos, uno experimentaba un gran bienestar tumbado allí en el arroyo fresco mientras el sol aplanaba... Se acordó de la celda carcelaria con el anciano y la beata; del mestizo acostado ante la puerta de la choza; del chiquillo muerto y de la central bananera abandonada. Pensó con vergüenza en su hija, desamparada, en su conocimiento y en su ignorancia, junto al vertedero de basura. El padre no tenía derecho a semejante regalo. Míster Lehr le pidió:
-¿Me hace el favor... el jabón?
Se había fregado de frente y ahora emprendía la tarea en la espalda. El cura pronunció:
-Creo que acaso debía decírselo a usted... Mañana digo misa en el pueblo. ¿Preferiría usted que me fuera de su casa? No deseo causarle ningún contratiempo.
Mr. Lehr chapoteaba gravemente, lavoteándose. Contestó:
-¡Oh, a mí no me hostigarán! Pero usted sería mejor que tuviera cuidado. Por supuesto, usted sabe que eso va contra la ley.
-Sí -asintió el cura-, lo sé.
-Conocí un cura al cual multaron en cuatrocientos pesos. No pudo pagar y lo metieron en la cárcel por una semana. ¿De qué se sonríe usted?
-Solamente de que aquí parecen muy... apacibles. ¡Una semana de prisión!
-Bien; siempre he oído decir que ustedes se desquitan en la colecta. ¿Quiere usted el jabón?
-No, gracias. He terminado.
-Sería mejor que nos secáramos. Miss Lehr prefiere bañarse antes de ponerse el sol.
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