CUADRAGESIMOSÉPTIMA ENTREGA
SEGUNDA PARTE
IV (5)
Tiritando, sudando y empapado de lluvia subió al borde de la meseta. Allí no había nadie; el niño muerto no era nada más que un objeto inútil abandonado al pie de una cruz; la madre había partido para su casa. Había hecho lo que deseaba. La sorpresa pareció sacarle de la fiebre antes de que esta le abatiera de nuevo. Un terrón pequeño de azúcar (todo el que quedaba) yacía junto a la boca del chiquillo... ¿por si ocurría aún un milagro o para que comiera el espíritu? Él se inclinó con una vaga sensación de vergüenza y cogió el terrón. El niño muerto no podía gruñirle como un perro lisiado; pero, ¿quién era él para no creer en los milagros? Vaciló bajo la lluvia y después se metió el azúcar en la boca. Si Dios resolvía devolver la vida, ¿no podía también dar alimento?
En cuanto se puso a comer tornó la fiebre; el azúcar se le pegó a la garganta; sentía una sed espantosa. Trató de lamer en cuclillas, el agua de los desniveles del suelo; llegó a chupar sus pantalones empapados. El chiquillo yacía bajo la lluvia torrencial como un montón oscuro de estiércol de ganado. Él se alejó de nuevo, alcanzó el borde de la meseta y bajó por el que conducía a la barrancada. Lo que sentía entonces era soledad; incluso la cara había desaparecido; se movía solo por el desierto mapa blanco, penetrando más a cada momento en la tierra abandonada.
En algún sitio, en alguna dirección, había ciudades, por supuesto; si avanzara lo suficiente alcanzaría la costa, el Pacífico, el ferrocarril para Guatemala: allí hay carreteras y automóviles. No había visto un tren desde hacía diez años. Se imaginaba la línea negra en el mapa siguiendo la costa, y veía las cincuenta, las cien millas de país desconocido. Allí era donde se hallaba: había huido de los hombres. Ahora lo mataría la naturaleza.
De todos modos, continuó. No era cosa de retroceder a la aldea desierta, a la central de plátanos con su perra moribunda y su calzador roto. No se podía hacer más que adelantar un pie y después el otro; arrastrarse hacia abajo y trepar hacia arriba; desde lo alto de la barrancada, al cesar la lluvia, no se veía más que una tierra inmensa y accidentada, bosques y montañas, sobre la cual pasaba la cortina gris de la lluvia. Miró una vez y no volvió a mirar más. Se parecía demasiado a la imagen de la desesperación.
Habrían pasado bastantes horas desde que cesó de gatear; estaba en un bosque y era por la tarde; los monos rechinaban invisibles entre los árboles dando la impresión de zafiedad y atolondramiento, y las que, al parecer, eran serpientes, silbaban como llamas de fósforos a través de la hierba. No las temía; eran una forma de vida, y él sentía la vida retrocediendo ante su persona de modo constante.
No era tan sólo la gente que se le iba: incluso los cuadrúpedos y los reptiles se alejaban; a poco se hallaría solo con su propia respiración. Se puso a recitar para sí: “¡Oh, Dios, yo he amado el decoro de tu casa!”, y el olor de hojas empapadas y podridas, la noche cálida y la oscuridad le hicieron creer que se hallaba en un pozo de mina, bajando al interior de la tierra para enterrarse. Dentro de poco hallaría su tumba.
Al acercársele un hombre con escopeta, él no se movió. El hombre se aproximó con cautela: uno no esperaba encontrarse a nadie bajo tierra.
-¿Quién es usted? -le preguntó con la escopeta preparada.
Por primera vez en diez años él dio su verdadero nombre a un extraño, porque se hallaba cansado y no parecía tener motivo para seguir viviendo.
-¿Un cura? -preguntó atónito el hombre-. ¿De dónde viene usted?
La fiebre desapareció por un momento.
-No se preocupe. No me detendré aquí. No necesito nada.
Excitó sus energías restantes y siguió andando. Una cara perpleja entraba y salía en su delirio. “Ya no habría más rehenes”, aseguró para sí en voz alta. Unas pisadas le seguían. Era como un hombre peligroso que uno conduce hasta fuera de una finca antes de volver a casa. Repitió en voz alta:
-Está bien. No voy a quedarme aquí. No necesito nada.
-¡Padre!... -llamó la voz, humilde y ansiosa.
-Me iré sin detenerme.
Procuró correr y de pronto salió del bosque a un largo declive con hierba. Abajo había luces y cabañas, y arriba, allí mismo, junto al bosque, un gran edificio encalado... ¿Un cuartel? ¿Habría soldados?
-Si es que me han visto, yo mismo me entregaré. Le aseguro que nadie sufrirá molestia por mi causa.
-Padre...
A él le agobiaba el dolor de cabeza; tropezó y apoyó las manos en la pared para sostenerse. Sentíase infinitamente cansado. Preguntó:
-¿Es el cuartel?
-Padre -respondió el hombre con voz perpleja y preocupada-, es nuestra iglesia.
-¿Una iglesia?
Él recorrió el muro con las manos como un ciego intenta reconocer una cara determinada; pero estaba muy cansado para experimentar ningún sentimiento. Oyó al hombre de la escopeta, sin verle, que parloteaba:
-Un honor como éste, Padre... Ha de sonar la campana.
Y él, de pronto, se sentó en la hierba embebida de lluvia y, apoyando la cabeza contra la blanca pared, quedose dormido con su propia casa sirviéndole de respaldo.
Sus sueños estuvieron llenos de alegres absurdidades.
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