domingo

EL HOMBRE QUE FUE JUEVES - G. K. CHESTERTON

QUINCUAGESIMOCUARTA ENTREGA

CAPÍTULO DECIMOTERCERO

EN PERSECUCIÓN DEL PRESIDENTE (4)

Syme mandó para su coche con un gesto de furia. Descendió. Trepó a su vez a la reja.  Ya había pasado una pierna al otro lado, y los otros se disponían a seguirlo, cuando volvió hacia ellos el rostro pálida y descompuesto:

-¿Qué sitio es este? ¿Será la casa del maldito viejo? He oído decir que tenía una casa en el norte de Londres.

-Tanto mejor -dijo el amargo Secretario poniendo el pie en una barra-, lo cogeremos en su casa.

-No, no es eso -dijo Syme frunciendo el entrecejo-. Es que oigo un ruido horrible, como si se rieran todos los diablos y estornudaran y se sonaran las endiabladas narices.

-Serán sus perros que gruñen -dijo el Secretario.

-¿Y por qué no dice usted que son sus escarabajos que gruñen? -dijo Syme furioso- ¿O sus caracoles que gruñen? ¿O sus geranios que gruñen? ¿Ha oído usted alguna vez que los perros gruñan de este modo?

Levantó la mano para imponer silencio, y de la espesura salió un largo rugido que parecía meterse bajo la epidermis y congelar la carne: un rugido siniestro que producía una palpitación en el aire.

-Los perros del Domingo no son perros ordinarios -dijo Gogol estremecido.

Syme ya había saltado adentro, pero aún escuchaba con inquietud .

-Oigan ustedes. ¿Puede ser esto un perro?

Cundió por el aire un grito de protesta, luego un doloroso clamor; y después, lejos como un eco, algo como una trompeta nasal.

-Bien: esta casa parece ser un infierno -dijo el Secretario-. Aunque sea el mismo infierno yo he de entrar.

Y saltó la alta reja casi de un impulso. Los otros le siguieron. Cayeron en una maraña de plantas y arbustos, y después salieron a un andador. No se veía nada extraordinario. De pronto el Dr. Bull gritó:

-¡Qué estupidos somos! ¡Si estamos en el Jardín Zoológico!

En tanto que miraban a todas partes buscando un rastro de su presa, un guardia pasó corriendo por la avenida, acompañado de un paisano.

-¿Ha pasado por aquí? -preguntó.

-¿Quién? -le dijo Syme.

-El elefante -contestó el guardia-. Un elefante que se ha puesto rabioso y ha escapado.

-Y ha escapado llevando en el lomo a un anciano -dijo el otro que apenas podía resollar-. ¡Un pobre señor de cabellos blancos!

-¿Qué clase de anciano? -preguntó Syme intrigado.

-Un anciano muy corpulento y muy gordo, que llevaba un traje gris -explicó el guardia.

-¡Ah! -dijo Syme-. Si es ése, si está usted seguro de que es un anciano gordo y  corpulento vestido de gris, puede usted creer que el elefante no ha escapado con él. Es él  quien ha escapado con el elefante. Dios no ha hecho todavía un elefante que pueda  arrastrar a ese hombre contra su voluntad... ¡Rayos y truenos! Helo allí.

No cabía duda. En el prado, a unos doscientos pasos, seguido por una multitud que gritaba y gesticulaba, corría un enorme elefante gris con grandes zancadas, las trompa más rígida que el bauprés de un barco, y trompeteando como la trompeta del Juicio. Sobre los lomos del rugiente y presuroso animal, el Presidente Domingo iba sentado con toda placidez de un sultán, azuzando furiosamente a la bestia con algún objeto agudo que llevaba en la mano.

-¡Detenedlo, que se sale del jardín! -gritaba la gente.

-¿Quién va a detener un derrumbamiento -contestó el guardia-. Es inútil: ¡ya está fuera del jardín!

Y, en efecto, un tremendo rechinido y un vasto alarido de terror anunciaron que el elefante gris acababa de romper la puerta del Jardín Zoológico. Y después se echó por la calle Albany como un ómnibus nunca visto.

-¡Dios poderoso! -gritó Bull-. Nunca creí que un elefante corriera tanto, A los coches  otra vez, sí queremos no perderlo de vista.

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