QUINCUAGESIMOSEGUNDA ENTREGA
CAPÍTULO DECIMOTERCERO
EN PERSECUCIÓN DEL PRESIDENTE (2)
-¿Para qué me molestan? -exclamó-. ¿No me han desterrado ya de su círculo, por espía?
-¡Si todos somos espías! -cuchiceó Syme a su oído.
-¡Si todos somos espías! -gritó el Dr. Bull-. Venga usted a echar un trago con nosotros.
A la mañana siguiente, el batallón de los seis aliados se encamina impasible hacia el hotel de Leicester Square.
-Esto ya va mejor -dijo el Dr. Bull-. Somos seis para pedirle a uno que confiese claramente sus verdaderos propósitos.
-No lo veo tan fácil -dijo Syme-, somos seis para pedirle a uno que nos explique lo que realmente nos proponemos nosotros.
Entraron en silencio en la plaza de Leicester, y aunque el Hotel quedaba en la esquina opuesta, pudieron distinguir el balcón-terraza, y en él un bulto de hombre excesivo para las dimensiones del hotel. Aquel hombre estaba solo, sentado junto a una mesa, leyendo su periódico, con la cabeza ligeramente inclinada, al descuido. Pero sus consejeros, congregados para derrocarlo, cruzaron la plaza como si los estuviera acechando con un centenar de ojos.
Habían estado discutiendo mucho la línea de conducta que habían de seguir: si convendría dejar fuera al desenmascarado Gogol y comenzar diplomáticamente, o si lo traerían consigo, acercando de una vez la pólvora al fuego. Esta última táctica, mantenida por Syme y Bull, fue la que prevaleció al fin, aunque el Secretario estuvo alegando hasta el último instante que no había por qué atacar al Domingo con tanta temeridad.
-Mis razones son muy sencillas -había dicho Syme-. Lo ataco con tanta temeridad, por lo mismo que le temo tanto.
Todos siguieron silenciosamente a Syme por la oscura escalera, y todos irrumpieron a un tiempo a la luz del sol matinal y a la luz de la sonrisa del Domingo.
-¡Encantado! -exclamó éste-. ¡Encantado de ver a todos reunidos! Qué día más espléndido, ¿verdad? Y qué ¿ha muerto el Zar?
El Secretario, que había quedado frente a él, concretó su espíritu para responder con dignidad:
-No, señor -dijo enérgicamente-. No ha habido efusión de sangre. No le traigo a usted noticias de tan desagradables espectáculos.
-¿Tan desagradables espectáculos? -preguntó el Presidente con brillante e inquisitiva sonrisa-. ¿Se refiere usted a las gafas del Dr. Bull?
El Secretario se quedó un instante desconcertado, y en tanto el Presidente dijo con tono conciliador:
-Sí, todos tenemos nuestras opiniones y nuestra manera de ver las cosas; pero, francamente, llamarles desagradables delante del interesado...
El Dr. Bull se quitó las gafas, y rompiéndolas sobre la mesa, exclamó:
-Mis gafas serán todo lo abominables que se quiera, pero yo no: míreme usted a la cara.
-Sí, tiene usted la cara que la naturaleza le da a uno: la que la naturaleza le ha dado a usted. No he de ser yo quien discuta los frutos silvestres del Árbol de la Vida. También a mí se me puede poner así un día la cara...
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