VIGESIMOSEXTA ENTREGA
CAPÍTULO 3
Los Estados-Nación Industriales (2)
b) Múltiple equívoco de Estados-Nación que no pasan el umbral (1)
Pero ¿no existen acaso multitud de Estados-Nación? ¿Son otras especies? Sin duda. La mayoría es de menor rango que los cinco Estados-Nación Industriales ejemplares, y unos pocos son de mayor rango. Estos últimos no pueden ser más que Estados-Continentales modernos, como los Estados Unidos de Norteamérica y Rusia. Detengámonos antes en los de menor rango, que entre ellos entran los de América Latina. En el siglo xix, y luego en la Primera Guerra Mundial, la descomposición de tres vastos imperios multiétnicos antiguos (el Imperio Otomano, el Imperio de los Habsburgo y el Imperio de los Romanov) dio lugar a una proliferación de Estados-Nación. Surgieron múltiples nacionalidades, donde ninguna cumplía con el principio del umbral. Fueron multitud de pequeños Estados-Nación, predominantemente agrarios, situados al Este de Europa y en los Balcanes. A ellos se refiere Hobsbawn en el capítulo 4 de la obra antes mencionada, cuando se abandona el criterio anterior de viabilidad industrial y todo se reduce a la etnicidad y la lengua, que se vuelven centrales y hasta únicos. En nuestro concepto es como una regresión medievalista de la idea de Estado-Nación.
Esta idea empobrecida de Estado-Nación es la que manejan paradójicamente de modo similar Lenin y Woodrow Wilson, pero con fines diferentes. Para Lenin se trataba de consolidar el pasaje del viejo Imperio zarista multiétnico a un Estado-Continental moderno, afirmando la multiplicidad de autonomías nacionales para un gigantesco Estado económicamente centralizado, como el de la urss. En tanto que Wilson al multiplicar los Estados-Nación agravaba la impotencia europea de gestar un Estado-Continental moderno. Es decir, dividía preventivamente más a Europa en el momento que emergía el poder mundial del primer Estado-Continental moderno, los Estados Unidos, que presidía. Wilson fue un realista, que aplicó a la vieja Europa el principio de “divide et impera”. Multiplicó su Babel con su “principio de nacionalidades”, que poco tiene que ver con la modernidad industrial.
“El principio de nacionalidad”, en la formulación wilsoniana que dominó los tratados de paz al concluir la Primera Guerra Mundial, produjo una Europa de veintiséis Estados —veintisiete si añadimos el Estado libre de Irlanda que se fundaría poco después. Me limito a añadir que en un solo estudio reciente de movimientos regionalistas en la Europa Occidental se cuentan cuarenta y dos de ellos, demostración de lo que puede suceder cuando se abandona el principio del umbral (Hobsbawn, op. cit. p. 41). Poner todo esto en la misma olla del Estado-Nación es asegurarse ininteligibilidad y confusión para siempre.
Pero este babelismo del término Estado-Nación se multiplica aún más intensamente si salimos de Europa Occidental y pasamos a América Latina desde el siglo xix, al mundo árabe, al África negra, a los nuevos Estados asiáticos nacidos del estallido de la urss y al mundo del sudeste Asiático. La equivocidad del Estado-Nación llega al paroxismo. Nos basta ahora sólo una referencia a la originalidad de América Latina a este respecto, para retomarla más a fondo en el relato histórico del latinoamericanismo y panamericanismo. Aquí Estado-Nación tiene un origen y un sentido no equivalente a la aplicación del “principio de nacionalidades”, ni en Europa, ni en África, ni entre los árabes, ni en Asia. Tiene una acepción y un significado propios, incomparables a los demás conocidos, pues originalmente se tratan de “ciudades antiguas” que se disfrazan de Estado-Nación modernos al menos en su primera etapa.
En la apertura del siglo xix, los dos primeros Imperios ultramarinos americanos de la expansión europea del siglo xvi, de España y Portugal, se derrumban. Son dos imperios anteriores a la revolución industrial maquinista inglesa. Eminentemente agrarios y de minería. Establecidos principalmente sobre una red de ciudades costeras, o relativamente cercanas a la costa. Ciudades de burócratas, hacendados, comerciantes y artesanos, edificadas sobre distintos tipos de “ilotas”, esclavos, siervos, peones, etc. Algo así como el traslado de las ciudades antiguas mediterráneas al continente americano. La caída del Imperio Hispano es el desfonde de su extraordinaria burocracia unificadora, y el traslado del poder a los comerciantes y hacendados de las principales ciudades. Diría el sociólogo chileno Pedro Morandé: las “polis oligárquicas” son la sucesión del Imperio Hispano. No es extraño que sobre la obra de Fustel de Coulanges La Ciudad Antigua se inspirara La Ciudad Indiana de Juan Agustín García al filo del 1900. Así comenzó necesariamente nuestra reflexión histórica sobre la ciudad latinoamericana. Esas polis oligárquicas cabeza de región, fueron acotando su Estado-Nación por imitación constitucional, jurídica, de los paradigmas de los Estados-Nación Industriales europeos o de Estados Unidos. Hubo una modernización constitucionalista, conservando las bases agrarias tradicionales. Entonces un mismo círculo histórico-cultural de lengua común, se fragmentó en función de “naciones” derivadas de la hegemonía de una ciudad cabeza o capital. Es evidente que estas Ciudades-Estado antiguas que se configuraron en el siglo xix latinoamericano, estarían en las antípodas de las Ciudades-Estado posmodernas que imagina el japonés Kenichi Omhae. También fue lo contrario del “principio de nacionalidades” en Europa.
En América Latina ese “principio de nacionalidades” sólo se aplicará en el siglo xx a las minorías indígenas (aun cuando casi siempre ya muy mestizadas culturalmente) y surgirá una especie de multiplicación de “naciones” indias que poco tienen que ver con la sociedad industrial, sino con grupos oprimidos agrarios, de índole tribal, clánica, aldeana, que esgrimen, en este caso, utopías modernas a años luz de las cuestiones de viabilidad o del “principio del umbral”. Son como culturas fósiles precolombinas o poco mestizadas, con una modernización retórica, donde cambiar se vuelve un crimen. Aquí hay un drama complejo que no podemos ahora abordar.
Los Estados-Nación que dividen a América Latina fragmentan un mismo y dilatado círculo histórico-cultural homogéneo aún en sus mestizajes, que permite decir a Felipe Herrera: “América Latina es una gran Nación deshecha”. Aquí quizá el análogo mayor sería la fragmentación del círculo histórico-cultural árabe (círculo cultural que en sentido muy amplio se puede llamar nación), precipitada en la descomposición del Imperio Otomano y la dominación inglesa. Pero no parece ser, como aquí, un asunto originador de polis oligárquicas en modernización escritural, nominalista. Queda así apenas esbozado el punto de partida de los Estados-Nación latinoamericanos, bien lejanos a la realidad primaria de los cinco Estados-Nación industriales modernos.
Como se ve, sería cosa de no terminar con los subtipos de Estados-Nación que no alcanzan el principio del umbral. Aunque no sea descartable que alguno pueda alcanzarlo en políticas de integración regional. Lo que sí es claro es que el babelismo secundario y multiforme del Estado-Nación, en la medida que no se esclarezca, implica renunciar a todo verdadero pensamiento político. Pues renuncia a la percepción de las realidades básicas, en función de un formalismo vacío, que incapacita para toda política real, que sabe lo que quiere y lo que puede. Qué difícil es llamar a las cosas por su nombre, condición de toda acción eficaz.
Si hemos tratado los Estados-Nación de menor rango que el paradigma de los cinco, o sea el viejo principio del umbral, ahora pasamos al nivel de los de mayor rango comparativamente con el modelo clásico de los cinco. Es decir, el nivel del problema mayor actual de la integración latinoamericana. Llegamos ya al punto de nuestro mayor interés, que nos interna en el corazón de nuestro tiempo: el Estado-Continental. Lamentablemente Hobsbawn, que fija un principio del umbral para llegar a los Estados-Nación Industriales, no usa ese umbral para lo que les sigue: el Estado-Continental moderno. Entonces Hobsbawn termina su obra también en el desconcierto. No puede dar ideas ni sobre la actualidad, ni sobre el futuro.
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