jueves

EL PODER Y LA GLORIA - GRAHAM GREENE

CUADRAGESIMOSEGUNDA ENTREGA
                        
SEGUNDA PARTE

III (8)

Empleó media hora más en limpiar las celdas, echando en cada pavimento un balde de agua; observó cómo desaparecía la mujer piadosa, como para no volver, a través del arco donde su hermana la esperaba con la multa: ambas iban envueltas en chales negros cual si fueran objetos comprados en el mercado, objetos secos, toscos y de segunda mano. Después informó al sargento, quien inspeccionó las celdas, criticó su trabajo y le ordenó tirar más agua por el suelo; y súbitamente, harto de todo aquel asunto, le dijo que podía ir a pedirle al jefe permiso para marcharse. Por lo tanto aguardó una hora más en un banco junto a la puerta del jefe, observando al centinela que se paseaba lánguido, de aquí para allá, bajo el sol tórrido.

Y cuando al fin el policía le dejó entrar, no fue el jefe a quien halló sentado ante el escritorio, sino al teniente. El cura se detuvo no lejos de su propio retrato colgado de la pared y aguardó. Llegó a echar una mirada rápida y nerviosa al retazo manoseado de periódicos antiguos y pensó con alivio: “Ahora no estoy muy parecido”. Qué insoportable criatura debió de ser en aquel tiempo; y, sin embargo, entonces era relativamente inocente. Aquel era otro misterio. A veces le parecía que los pecados veniales (impaciencia, una mentira sin importancia, orgullo, una oportunidad despreciada...) le separan a uno de la gracia más por completo que los peores pecados. Durante su inocencia no sintió amor por nadie; ahora, su corrupción le había enseñado...

-Bien -dijo el teniente-. ¿Ha limpiado las celdas? -No levantaba la vista de sus papeles. Añadió-: Dígale al sargento que necesito dos docenas de hombres con los fusiles bien limpios dentro de dos minutos. -Le miró abstraído y le preguntó-: Y bien, ¿qué aguarda usted?

-El permiso para irme, Excelencia.

-Yo no tengo excelencia. Aprenda a llamar las cosas por su nombre. -Agregó brusco-: ¿Ha estado usted aquí antes de ahora?

-Nunca.

-Se llama usted Montes. Me parece haberme tropezado con demasiadas personas llamadas así en estos últimos días. ¿Parientes de usted?


Quedó observándolo con atención como si empezara a concordar. El cura contestó apresurado:

-Mi primo fue fusilado en Concepción.

-No fue culpa mía.

-Sólo quiero decir que nos parecíamos mucho. Nuestros padres eran gemelos. No se llevaban media hora uno al otro. Creía que Vuecencia parecía creer...

-Pero el que yo recuerdo era del todo diferente de usted. Un hombre alto y delgado... estrecho de hombros...

El cura replicó con prontitud:

-Acaso tan sólo un aire de familia...

-Pero no le he visto más que una vez. -Era como si el teniente tuviese un peso en la conciencia mientras con sus manos inquietas y morenas de indio acariciaba las páginas-. ¿Adónde irá usted?

-Sabe Dios.

-Todos ustedes son lo mismo. No aprenderán nunca la verdad: Dios no sabe nada. -Un bichejo menudo como un grano de polvo, cruzó corriendo la página que tenía delante. Lo aplastó con un dedo e inquirió-: ¿No tiene usted dinero para la multa? -al mismo tiempo que veía a otro insecto escurriéndose entre las hojas en busca de refugio: con aquel calor la vida no tenía fin.

-No.

-¿De qué vivirá usted?

-Acaso encuentre algún trabajo...

-Es usted muy viejo para trabajar. -Se metió de pronto la mano en el bolsillo y sacó una moneda de cinco pesos-. Tome. Márchese de aquí y que no le vuelva a ver la cara. Acuérdese.

El cura cogió la moneda cerrando el puño. El precio de una misa. Pronunció, atónito:

-¡Usted es un buen hombre!

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