miércoles

EL PODER Y LA GLORIA - GRAHAM GREENE

CUADRAGÉSIMA ENTREGA
                          
SEGUNDA PARTE


III (5)

No volvió a dormirse: todavía estaba cerrando otro convenio con Dios. Esta vez, si escapaba de la cárcel, se fugaría sin dudarlo. Iría hacia el Norte, más allá de la frontera. Su salvación era tan improbable que, si ocurría, no podía ser más que una señal, una indicación de que hacía más daño con su ejemplo que el bien que pudiera hacer con sus confesiones fortuitas. El anciano se movía contra su hombro, y las tinieblas seguían rodeándolos. La oscuridad era siempre la misma y carecían de relojes; nada indicaba el paso del tiempo. El único jalonamiento de la noche era el ruido de las micciones.

De pronto se dio cuenta de que veía una cara y después otra: había empezado a olvidar que llegaría un nuevo día, de igual modo que uno se olvida de que tiene que llegar a morirse. Un freno que chirría o un silbido en el aire le advierten súbitamente a uno que el tiempo sigue y llega a su fin.

Todas las voces poco a poco se convirtieron en caras. No tuvo sorpresa; el confesonario enseña a reconocer la forma de una voz: el labio flojo, la barbilla escasa o el falso candor de unos ojos demasiado firmes. Vio a una mujer piadosa, a pocos pies de distancia, soñando inquieta, abierta la boca remilgada, mostrando los dientes fuertes como lápidas de sepulcro; al anciano; al jaque del rincón, y a su mujer durmiendo desordenada entre sus rodillas. Ahora que por fin había llegado el día, él era el único despierto, excepto un muchachito indio acurrucado con las piernas cruzadas cerca de la puerta, con expresión de dicha inefable, cual si nunca hubiese conocido compañía agradable.

Al otro lado del patio se hizo visible el jabelgue del muro. El cura empezó formalmente a despedirse del mundo, pero no pudo hacerlo con valor. Su corrupción era menos evidente para sus sentidos que la muerte. Era casi seguro, pensaba, que una bala le atravesaría el corazón: en un piquete habría siquiera un tirador diestro. La vida se iría en una “fracción de segundo” (ésa era la frase), pero durante la noche se había dado cuenta de que el tiempo depende de los relojes y del tránsito de la luz. No había relojes y la luz no cambiaba. En realidad no sabía nadie cuan largo tiempo puede ser un segundo de dolor. Puede durar por todo un purgatorio... o por una eternidad.

Sin razón aparente, recordó un hombre a quien confesara en trance de muerte, causada por un cáncer, y cuyos parientes habían tenido que taparse la cara por la espantosa fetidez que se desprendía de la podredumbre interior. No era un santo. Nada en la vida era tan repugnante como la muerte. Una voz llamó desde el patio:

-Montes.

Se sentó sobre los pies muertos. Pensó con automatismo: “Este traje no sirve para mucho tiempo”. Estaba emporcado y pestilente por el contacto con el piso de la celda y con sus compañeros de prisión; lo había obtenido con gran riesgo en un almacén de abajo, junto al río, fingiendo ser un labriego con pretensiones sobre su posición. Entonces se recordó que no lo necesitaría por mucho tiempo; se le ocurrió con extraña emoción, como se mira la puerta de la casa propia por última vez. La voz repitió impaciente:

-¡Montes!

Se acordó de que aquél era su nombre, por el momento. Alzó la vista de su traje deslucido y vio al sargento abriendo la puerta de la celda.

-Aquí, Montes.

Dejó caer con suavidad la cabeza del anciano sobre la pared rezumante y procuró levantarse, pero sus pies se chafaban como pasteles.

-¿Es que necesita usted dormir toda la noche? -interpeló el sargento con impaciencia.

Algo le había irritado; no era tan amable como la noche anterior. Dio un puntapié a un hombre dormido y golpeó la puerta de la celda-. ¡Venga! ¡A despertarse todos! ¡Afuera, al patio!

Obedeció tan sólo el muchacho indio, deslizándose fuera con discreción y con su aspecto de felicidad inexplicable. El sargento les insultó.

-¡Perros asquerosos! ¿Querrán que los lavemos nosotros? Usted, Montes...

La vida volvía a sus doloridos pies. Se las arregló para llegar a la puerta. El patio se desperezaba cobrando vida. Una cola de hombres se lavaba la cara en el único grifo; uno, sentado en el suelo, en camiseta y calzoncillos, acariciaba un fusil.

-¡Salgan al patio! ¡A lavarse! -aulló el sargento, pero cuando el cura pisaba el umbral, le agarró-: Usted no.

-¿Yo no?

-Tenemos otros planes para usted.

El cura esperó mientras sus compañeros de cárcel desfilaban hacia el patio. Uno tras otro pasaron junto a él, que mirábalos a los pies y no a la cara, de pie como una tentación junto a la puerta.

Ninguno dijo una palabra. Unos pies de mujer con zapatos negros gastados, de tacón bajo, pasaron arrastrando. Estaba el cura desalentado por la sensación de su propia inutilidad. Murmuró sin alzar la vista:

-Rece por mí.

-¿Qué ha dicho usted, Montes?

No podía discurrir una mentira; notaba como si en los últimos diez años hubiese agotado todas sus reservas de engaño.

-¿Qué ha dicho usted?

Los zapatos se habían detenido. La voz de mujer dijo:

-Mendigaba -añadió, despiadada-: Debería tener más sentido. No tengo nada para él.

Luego continuó hacia el patio con sus pies achaparrados.

-¿Durmió usted bien, Montes? -preguntó el sargento con ganas de hostigarle.

-No muy bien.

-¿Qué esperaba usted? -se mofó el otro-. Eso le enseñará a no ser tan aficionado al aguardiente, ¿no es así?

-Sí.

Consideraba el exceso de tiempo que tales preliminares ocuparían.

-Bien, puesto que se gasta todo el dinero en aguardiente, ha de trabajar un poquito a cambio del alojamiento de una noche. Saque usted los cubos de las celdas y tenga cuidado con no derramarlos; este lugar apesta ya lo suficiente.

-¿Adónde los llevo?

El sargento señaló la puerta de los excusados más allá del grifo.

-Deme cuenta cuando haya terminado con eso -dijo, y volvió al patio vociferando órdenes.

Él se inclinó y cogió el cubo; estaba lleno y pesaba mucho. Atravesó el patio encorvado por la carga; el sudor le cubría los ojos. Se los despejó secándolos y vio dos caras conocidas, una tras otra, en la cola de los que se lavaban: eran los rehenes. Allí estaba Miguel, al cual viera prender; recordó los gritos de la madre, la ira cansada del teniente y el sol que ascendía. Los rehenes le vieron a él al mismo tiempo. Dejó en el suelo el pesado cubo y los miró. No reconocerlos hubiera sido como una insinuación, un ruego, una petición, de que siguieran sufriendo y le dejaran escapar. A Miguel lo habían azotado: debajo de un ojo se le veían lastimaduras; las moscas zumbaban en torno de la herida como lo harían alrededor de los flancos desollados de un mulo. Luego la cola se puso en movimiento; los rehenes miraron al suelo y pasaron de largo; unos desconocidos ocuparon su sitio.

Oró en silencio: “Oh, Dios mío: envíales a otro más digno de que sufran por él”. Le parecía una burla infame que se sacrificaran por un “pater-whisky”, padre de un bastardo. El soldado en calzoncillos sentado en el suelo, tenía el fusil entre las rodillas, y se cortaba las uñas arrancando con los dientes el pellejo sobrante. El cura sintiose extrañamente abandonado al ver que los rehenes no habían hecho mención de reconocerle.

Los excusados eran un sumidero con dos tablones atravesados donde podía subirse un hombre. Vació y volvió a la fila de celdas a través del patio. En total eran seis; recogió los cubos uno después de otro. Una vez tuvo que detenerse con náuseas y luego volvió a su tarea. Llegó a la última celda. No estaba vacía: un hombre yacía de espaldas junto a la pared. El sol mañanero le llegaba a los pies. Las moscas zumbaban en torno de una vomitona en el suelo. Abrió los ojos y se fijaron en el cura encorvado sobre el cubo: tenía dos colmillos salientes...

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