sábado

EL HOMBRE QUE FUE JUEVES - G. K. CHESTERTON


QUINCUAGÉSIMOPRIMERA ENTREGA

CAPÍTULO DECIMOTERCERO


EN PERSECUCIÓN DEL PRESIDENTE (1)

A la mañana siguiente, cinco camaradas tan alegres como fatigados tomaban el barbo rumbo a Dover. Al pobre Coronel le sobraban razones para quejarse, primero por haber tenido que pelear por dos bandos ficticios, y luego por el linternazo que recibió. Pero era un caballero magnánimo y, contentísimo de saber que ninguna de las dos partes tenía relaciones con la dinamita, salió a despedirlos hasta el dique con mucha gentileza. Los cinco reconciliados detectives tenían mil explicaciones mutuas que darse; el Secretario le explicaba a Syme cómo se habían enmascarado para que los anarquistas los tomaran por gente de su bando. Syme explicaba por qué él y sus amigos, aunque en país civilizado, habían optado por la fuga. Pero sobre toda esta montaña de menudencias explicables, se levantaba la cuestión central, inexplicable. ¿Qué significaba todo aquello? Si todos ellos eran unos inofensivos agentes ¿qué cosa era el Domingo? Si éste no se había apoderado del mundo -aunque parecía capaz- ¿qué era lo que hacía? Sobre este punto, el inspector Ratcliffe persistía en sus temores.

-Como ustedes -decía-, tampoco yo entiendo el juego del Domingo. Pero sea éste lo que fuere, yo aseguro que no es un ciudadano sin tacha. ¡Qué diablo! Basta recordar aquella cara.

-Confieso -contestó Syme- que a mí...

-Bueno -dijo el Secretario-, pronto lo volveremos a ver y sabremos a qué atenernos, porque mañana es la próxima junta general. Y ustedes me perdonarán -dijo con su fanática sonrisa- que esté al corriente de mis deberes de Secretario.

-Sí -reflexionó el Profesor-, creo que tiene usted razón; creo que sólo de él mismo podremos recibir la revelación de este misterio. Pero confieso que, por mi parte, me espanto ante la sola idea de preguntarle al Domingo qué casta de pájaro es él.

-¿Por qué? -preguntó el Secretario-. ¿Por miedo a las bombas?

-No -dijo el Profesor-, por miedo a que nos diga quién es.

-Es hora de beber un poco, señores -dijo el Dr. Bull después de un silencio.

Durante todo su viaje en el barco y el tren, mantuvieron una jovialidad comunicativa; pero, instintivamente, procuraban no separarse. El Dr. Bull, que era siempre el optimista de la partida, trató de persuadir a los otros, al llegar a Victoria, de que irían cómodos en un cochecillo de dos ruedas, pero no prevaleció su opinión. Decidieron tomar un coche de cuatro ruedas. El Dr. Bull iba en el pescante, cantando.

Acabaron la jornada en un hotel de Picadilly Circus, con objeto de estar cerca de Leicester Square para el almuerzo del día siguiente. Pero aún no habían terminado las aventuras de aquel día. El Dr. Bull no contento con la proposición de meterse en cama, había salido del Hotel cerca de las once, a fin de admirar y gustar las bellezas londinenses. A los veinte minutos volvió, armando un escándalo en el vestíbulo. Syme, que procuraba calmarlo, se vio obligado a escuchar los grandes cosas que el otro se empeñaba en contarle.

-¡Lo he visto! ¡Le digo a usted que lo he visto! -decía el Dr. Bull con énfasis.

-¿A quién? -le preguntó Syme-, ¿no será al Presidente?

-No, no tengo tan mala suerte -dijo el Dr. Bull con inoportuna hilaridad-. Y aquí lo traigo conmigo.

-Pero ¿a quién trae usted? -respondió Syme con interés.

-¡Al hombre peludo! -respondió el otro-. Es decir al que era peludo y ya no lo es, a Gogol. Aquí está.

Y Bull hizo entrar, casi a empellones, al joven que cinco días antes había salido del Consejo metamorfoseado en un hombre de cabellos rubios y cara pálida: e! primero de los falsos anarquistas que había sido desenmascarado. 

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