domingo

JACOB Y EL OTRO - JUAN CARLOS ONETTI (1909 – 1993)


PRIMERA ENTREGA


I. Cuenta el médico (1)

Media ciudad debió haber estado anoche en el Cine Apolo, viendo la cosa y participando también del tumultuoso final. Yo estaba aburriéndome en la mesa de poker del club y sólo intervine cuando el portero me anunció el llamado urgente del hospital. El club no tiene más que una línea telefónica; pero cuando salí de la cabina todos conocían la noticia mucho mejor que yo. Volví a la mesa para cambiar las fichas y pagar las cajas perdidas. 

Burmestein no se había movido; baboseó un poco más el habano y me dijo con su voz gorda y pareja: 

-En su lugar, perdone, me quedaría para aprovechar la racha. Total, aquí mismo puede firmar el certificado de defunción. 

-Todavía no, parece -contesté tratando de reír. Me miré las manos mientras manejaban fichas y billetes; estaban tranquilas, algo cansadas. Había dormido apenas un par de horas la noche anterior, pero esto era ya casi una costumbre; había bebido dos cognacs en esta noche y agua mineral en la comida. 

La gente del hospital conocía de memoria mi coche y todas sus enfermedades. Así que me estaba esperando la ambulancia en la puerta del club. Me senté al lado del gallego y sólo le oí el saludo; estaba esperando en silencio, por respeto o por emoción, que yo empezara el diálogo. Me puse a fumar y no hablé hasta que doblamos la curva de Tabarez y la ambulancia entró en la noche de primavera del camino de cemento, blanca y ventosa, fría y tibia, con nubes desordenadas que rozaban el molino y los árboles altos.

-Herminio -dije-, ¿cuál es el diagnóstico? 

Vi la alegría que trataba de esconder el gallego, imaginé el suspiro con que celebrara el retomo a lo habitual, a los viejos ritos sagrados. Empezó a decir, con el más humilde de sus tonos; comprendí que el caso era serio o estaba perdido. 

-Apenas si lo vi, doctor. Lo levanté del teatro en la ambulancia, lo llevé al hospital a noventa o cien porque el chico Fernández me apuraba y también era mi deber. Ayudé a bajarlo y en seguida me ordenaron que fuera por usted al club. 

-Fernández, bueno. ¿Pero quién está de guardia? 

-El doctor Rius, doctor. 

-¿Por qué no opera Rius? -pregunté en voz alta. 

-Bien -dijo Herminio y se tomó tiempo esquivando un bache lleno de agua brillante-. Debe haberse puesto a operar en seguida, digo. Pero si lo tiene a usted al lado...

-Usted cargó y descargó. Con eso le basta. ¿Cuál es el diagnóstico? 

-Qué doctor... -sonrió el gallego con cariño. Empezábamos a ver las luces del hospital, la blancura de las paredes bajo la luna-. No se movía ni se quejaba, empezaba a inflarse como un globo, costillas en el pulmón, una tibia al aire, conmoción casi segura. Pero cayó de espaldas arriba de dos sillas y, perdóneme, el asunto debe estar en la vertebral. Si hay o no hay fractura. 

-¿Se muere o no? Usted nunca se equivocó, Herminio. 

Se había equivocado muchas veces pero siempre con excusas. 

-Esta vez no hablo -cabeceó mientras frenaba. 

Me cambié la ropa y empezaba a lavarme las manos cuando entró Rius. 

-Si quiere trabajar -dijo-, lo tiene listo en dos minutos. No hice casi nada porque no hay nada que hacer. Morfina, en todo caso, para que él y nosotros nos quedemos tranquilos. Sólo tirando una monedita al aire se puede saber por dónde conviene empezar.

-¿Tanto?

-Politraumatizado, coma profundo, palidez, pulso filiforme, gran polipnea y cianosis. El hemitórax derecho no respira. Colapsado. Crepitación y angulación de la sexta costilla derecha. Macidez en la base pulmonar derecha con hipersonoridad en el ápex pulmonar. El coma se hace cada vez más profundo y se acentúa el síndrome de anemia aguda. Hay posibilidad de ruptura de arterias intercostales. ¿Alcanza? Yo lo dejaría en paz.

Entonces recurrí a mi gastada frase de mediocre heroicidad, a la leyenda que me rodea como la de una moneda o medalla circunscribe la efigie y que tal vez continúe próxima a mi nombre algunos años después de mi muerte. Pero aquella noche yo no tenía ya ni veinticinco ni treinta años; estaba viejo y cansado, y ante Rius, la frase tantas veces repetida, no era más que una broma familiar. La dije con la nostalgia de la fe perdida, mientras me ponía los guantes. La repetí escuchándome, como un niño que cumple con la fórmula mágica y absurda que le permite entrar o pemanecer en el juego. 

-A mí, los enfermos se me mueren en la mesa. 

Rius se rió como siempre, me apretó un brazo y se fue. Pero casi en seguida, mientras yo trataba de averiguar cuál era el caño roto que goteaba en los lavatorios, se asomó para decirme. 

-Hermano, falta algo en el cuadro. No le hablé de la mujer, no sé quién es, que estuvo pateando, o trató de patear al próximo cadáver en la sala del cine y que se acercó a la ambulancia para escupirlo cuando el gallego y Fernández lo cargaban. Estuvo rondando por aquí y la hice echar; pero juró que volvía mañana y que tiene derecho a ver al difunto, tal vez a escupirlo sin apuro. 

Trabajé con Rius hasta las cinco de la mañana y pedí un litro de café para ayudarnos a esperar. A las siete apareció Fernández en la oficina con la cara de desconfianza que Dios le impone para enfrentar los grandes sucesos. La cara estrecha e infantil entorna entonces los ojos, se inclina un poco con la boca en guardia y dice: “Alguien me estafa, la vida no es más que una vasta conspiración para engañarme.” 

Se acercó a la mesa y quedó allí de pie, blanco y torcido, sin hablarnos. 

Rius dejó de improvisar sobre injertos, se abstuvo de mirarlo y manoteó el último sandwich del plato; después se limpió los labios con un papel y preguntó al tintero de hierro, con águila y dos depósitos secos:

-¿Ya?

Fernández respiró para oírse y puso una mano sobre la mesa; movimos las cabezas y le miramos el desconcierto y la sospecha, la delgadez y el cansancio. Idiotizado por el hambre y el sueño, el muchacho se irguió para seguir fiel a la manía de alterar el orden de las cosas, del mundo en que podemos entendernos. 

-La mujer está en el corredor, en un banco, con un termo y un mate. Se olvidaron y pudo pasar. Dice que no le importa esperar, que tiene que verlo. A él. 

-Sí, hermanito -dijo lentamente Rius; le reconocí en la voz la malignidad habitual de las noches de fatiga, la excitación que gradúa con destreza-. ¿Trajo flores, por lo menos? Se acaba el invierno y cada zanja de Santa María debe estar llena de yuyos. Me gustaría romperle la jeta y dentro de un momento le voy a pedir permiso al jefe para darme una vuelta por los corredores. Pero entre tanto la yegua esa podría visitar al difunto y tirarle una florcita y después una escupida y después otra flor. 

El jefe era yo; de modo que pregunté: 

-¿Qué pasó? 

Fernández se acarició velozmente la cara flaca, comprobó sin esfuerzo la existencia de todos los huesos que le había prometido Testut y se puso a mirarme como si yo fuera el responsable de todas las estafas y los engaños que saltaban para sorprenderlo con misteriosa regularidad. Sin odio, sin violencia, descartó a Rius, mantuvo sus ojos suspicaces en mi cara y recitó: 

-Mejoría del pulso, respiración y cianosis. Recupera esporádicamente su lucidez. 

Aquello era mucho mejor que lo que yo esperaba oír a, las siete de la mañana. Pero no tenía base para la seguridad; así que me limité a dar las gracias moviendo la cabeza y elegí turno para mirar el águila bronceada del tintero. 

-Hace un rato llegó Dimas -dijo Fernández-. Ya le pasé todo. ¿Puedo irme? 

-Sí, claro -Rius se había echado contra el respaldo del sillón y empezaba a sonreír mirándome; tal vez nunca me vio tan viejo, acaso nunca me quiso tanto como aquella mañana de primavera, tal vez estaba averiguando quién era yo y por qué me quería.

-No, hermano -dijo cuando estuvimos solos-. Conmigo, cualquier farsa; pero no la farsa de la modestia, de la indiferencia, la inmundicia que se traduce sobriamente en “una vez más cumplí con mi deber”. Usted lo hizo, jefe. Si esa bestia no reventó todavía, no revienta más. Si en el Club le aconsejaron limitarse a un certificado de defunción -es lo que yo hubiera hecho, con mucha morfina, claro, si usted por cualquier razón no estuviera en Santa María-, yo le aconsejo ahora darle al tipo un certificado de inmortalidad. Con la conciencia tranquila y la firma endosada por el doctor Rius. Hágalo, jefe. Y robe en seguida del laboratorio un cóctel de hipnóticos y váyase a dormir veinticuatro horas. Yo me encargo de atender al juez y a la policía, me comprometo a organizar los salivazos de la mujer que espera mateando en el corredor. 

Se levantó y vino a palmearme, una sola vez, pero demorando el peso y el valor de la mano.

-Está bien -le dije-. Usted resolverá si hay que mandar a despertarme. 

Mientras me quitaba la túnica, con una lentitud y una dignidad que no provenían exclusivamente del cansancio, admití que el éxito de la operación, de las operaciones, me importaba tanto como el cumplimiento de un viejo sueño irrealizable: arreglar con mis propias manos, y para siempre, el motor de mi viejo automóvil. Pero no podía decirle esto a Rius porque lo comprendería sin esfuerzo y con entusiasmo; no podía decírselo a Fernández porque, afortunadamente, no podría creerme. 

De modo que me callé la boca y en el viaje de regreso en la ambulancia oí con ecuanimidad las malas palabras admirativas del gallego Herminio y acepté con mi silencio, ante la historia, que la resurrección que acababa de suceder en el Hospital de Santa María no hubiera sido lograda ni por los mismos médicos de la capital. 

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