TRIGESIMOSEXTA ENTREGA
SEGUNDA PARTE
III (2)
-¿Eres tú, Catalina? En realidad no lo creo, ¿sabe usted? No es más que una pregunta.
-Ahora que yo tengo de qué quejarme -continuó la voz anterior-. Un hombre ha de defender su honor. Todos ustedes admiten esto, ¿verdad?
-Yo no sé nada del honor.
-Yo estaba en la cantina y el hombre de quien hablo se acercó a mí y me dijo: “Su madre de usted es una tal”. Bueno, yo no podía hacerle nada: llevaba revólver. Bebió demasiada cerveza, pude darme cuenta, y cuando salió vacilando yo le seguí. Yo tenía una botella y la estrellé contra la pared. Ya ve usted, no llevaba mi pistola. Su familia tenía influencia con el jefe; si no, yo nunca hubiera entrado aquí.
-Es terrible matar a un hombre.
-Habla usted como un cura.
-Fueron los curas los que lo hicieron -insistió el anciano-. En eso tiene usted razón.
-¿Qué quiere decir?
-¿Qué importa lo que diga un viejo como éste? Yo quisiera hablarle a usted de algo distinto...
Una voz de mujer dijo:
-Ellos le quitaron la hija.
-¿Por qué?
-Era ilegítima. Obraron correctamente.
Al oír la palabra “ilegítima” su corazón latió dolorosamente: fue como si un enamorado oyera pronunciar a un extraño un nombre de flor que también fuese nombre de mujer. “¡Ilegítima!” La palabra lo llenaba de miserable felicidad. Lo acercaba a su propia niña: la vio bajo el árbol, junto al bananero, abandonada a todos los peligros. Repitió:
-¡Ilegítima! -como pudiera repetir el nombre propio de la hija, con ternura disfrazada de
indiferencia.
-Dijeron que era un padre indigno. Pero, claro, cuando los curas huyeron, la chica tuvo que volver con él. ¿Adónde si no había de ir? -Esto parecía un final feliz, hasta que añadió ella-: Por supuesto, ella le aborrecía.
El cura imaginaba, al escucharla, la boquita compuesta de una mujer burguesa. ¿Qué estaría haciendo en la cárcel?
-¿Por qué está preso el viejo?
-Tenía un crucifijo.
La fetidez del cubo aumentaba por momentos; la noche rodeaba a todos como un muro carente de ventilación, y el cura oyó que alguno hacía aguas tamborileando en los lados de la lata.
-No tenían derecho a meterse... -empezó.
-Hicieron lo justo, desde luego. Aquello era un pecado mortal.
-No es justo hacerle aborrecer a su padre.
-Ellos saben lo que es justo.
-Fueron unos malos sacerdotes al hacer semejante cosa -manifestó él-. El pecado estaba hecho. Su obligación era enseñar..., bueno, el amor.
-Usted no sabe lo que es justo. Los curas lo saben.
Después de un momento de vacilación, confesó él con claridad:
-Yo soy sacerdote.
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