miércoles

EL PODER Y LA GLORIA - GRAHAM GREENE


TRIGESIMOCTAVA ENTREGA
                            
SEGUNDA PARTE


III (4)


Era verdad: había perdido las facultades. No podía decirse a sí mismo que deseaba no haber cometido el pecado, porque, éste le parecía ya sin importancia, mientras que amaba el fruto del mismo. Le hacía falta un confesor para guiar lentamente su alma por los oscuros tránsitos que conducen al horror, al pesar y al arrepentimiento.

La mujer ya no decía nada. Él meditaba si, después de todo, no estuvo demasiado áspero con ella. Acaso su fe se hubiere afirmado creyendo que era un mártir...; pero rechazó la idea: uno se debe a la verdad. Se desplazó una pulgada o dos sobre las corvas y preguntó:

-¿A qué hora amanece?

-A las cuatro... o las cinco... -respondió uno-. ¿Cómo lo hemos de saber, Padre? No tenemos relojes.

-¿Lleva usted aquí mucho tiempo?

-Tres semanas.

-¿Les tienen aquí todo el día?

-Oh, no. Nos hacen salir a limpiar el patio.

Pensó: “Entonces será cuando me descubran; si no lo hacen más temprano, porque con seguridad uno de estos me traicionará primero”. Una larga sucesión de ideas le condujo a exclamar después de un rato:

-Ofrecen por mí un premio. Quinientos, seiscientos pesos; no estoy seguro.

Se calló de nuevo. No podía incitar a nadie para que le delatara; hubiera sido tentarle a pecar. Pero, por otra parte, si allí había un delator, no existía motivo para que a la miserable criatura le birlaran el premio. Cometer tan feo pecado, comparable a un asesinato, y no tener compensación terrenal... Creía simplemente que no sería equitativo.

Una voz dijo:

-Aquí nadie quiere ese maldito dinero.

De nuevo sintiose conmovido por un afecto extraordinario. No era más que un criminal entre un hato de criminales... Tuvo una sensación de compañerismo que nunca experimentara en tiempos antiguos, cuando las gentes, los devotos, besaban su guante de algodón negro.

La voz de la mujer piadosa gritó, histérica:

-¡Es una estupidez decirles eso! No sabe usted la clase de miserables que hay aquí, Padre. Ladrones, asesinos...

-Bueno -arguyó una voz enojada-, ¿y por qué está usted con nosotros?

-Tenía libros buenos en mi casa -proclamó ella con orgullo insoportable.

El cura no dijo nada que pudiera alterar su satisfacción. Dijo:

-Los hay en todas partes. Aquí no es diferente.

-¿Buenos libros?

Reprimió la risa.

-No, no. Ladrones, asesinos... Oh, bueno, hija mía; si tuviera usted más experiencia, sabría que se pueden hacer cosas peores.

El anciano parecía dormir sin sosiego: la cabeza caída a un lado sobre un hombro del cura, refunfuñando. Dios sabe que no hubiera sido nunca fácil moverse en aquel lugar, pero la dificultad aumentaba con el paso de la noche y el endurecimiento de las extremidades. No podía contraer los hombros sin despertar al viejo desde su sueño a otra noche de penalidad. “Bueno -pensó-, fueron los de mi clase quienes le robaron; justo es que yo esté un poco incómodo...” Estaba sentado, rígido y mudo, apoyado en la pared húmeda, con los pies muertos, como los de un leproso, debajo de los muslos. Los mosquitos seguían zumbando; era inútil defenderse de ellos azotando el aire; lo invadían todo como un elemento más. Otra persona, lo mismo que el anciano, se había dormido y estaba roncando con un tono raro de satisfacción, como si hubiese comido y bebido bien en un banquete y estuviese descabezando una siesta... Él intentó calcular la hora; ¿cuánto tiempo había pasado desde su encuentro con el mendigo en la plaza? Probablemente no era mucho más de medianoche: quedaban bastantes horas aún.

Por supuesto, aquello era el final; pero al propio tiempo uno tiene que estar preparado para todo, incluso para escapar. Si Dios le tenía destinado a salvarse, se podría evadir incluso delante del piquete de ejecución. Pero Dios era misericordioso; sin duda la única razón por la cual Él le negaría su paz (si es que la paz existe) sería porque aún fuera útil para salvar un alma; la suya o la de otro.

Pero, ¿qué utilidad era la suya ya? Le tenían acorralado; no se atrevería a entrar en un pueblo, pues alguien lo pagaría con su vida; acaso alguien en pecado mortal e impenitente; era imposible calcular cuántas almas llegarían a perderse todavía a causa de su obstinación y de su orgullo y por negarse a admitir su derrota. Ni siquiera podría volver a decir misa: no tenía vino. Todo se había ido por el gaznate sediento del jefe de Policía. La cosa era pavorosamente complicada. Todavía le amedrentaba la muerte, la temería más aún cuando amaneciese; pero ya comenzaba a sentirse atraído por su sencillez.

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