domingo

EL HOMBRE QUE FUE JUEVES - G. K. CHESTERTON

CUADRAGÉSIMOTERCERA ENTREGA

CAPÍTULO DECIMOTERCERO


LA TIERRA EN ANARQUÍA (2)


El Dr. Renard habitaba una casa alta y confortable al lado de una calle pendiente.  Cuando los jinetes desmontaron a su puerta, pudieron ver desde la calle las ondulantes colinas y el camino blanco sobre los techos de la ciudad. Se detuvieron para comprobar que aun no había bultos por el camino y luego sonaron la campanilla.

Era el Dr. Renard un hombre radiante, barbas negras, buen ejemplo de esa clase profesional, silenciosa y saturada, que en Francia se ha preservado mucho mejor que en Inglaterra. Cuando le explicaron el asunto, comenzó por reírse del pánico del ex Marqués.

Con sólido escepticismo galo, declaró que un levantamiento anarquista general era inconcebible.

-¡Anarquía! -dijo encogiéndose de hombros-. ¡Disparate!

-Et ça? -exclamó el coronel señalándole un punto que quedaba a su espalda-. Eso también es disparate, ¿verdad?

Todos miraron hacia allá. Una curva de caballería negra salía, galopando, por la cima de la colina, con el ímpetu de las hordas de Atila. Aunque caminaban de prisa, mantenían las filas unidas, y la primera fila de faldas de sombreros guardaba un nivel uniforme y militar. El cuadro principal era el mismo de antes, pero la pendiente de la colina permitió apreciar una diferencia. Frente a la masa de jinetes, cabalgaba uno, fustigando su caballo con pies y manos. Más parecía perseguido que perseguidor. Aunque distante, había en su porte y actitud algo tan fanático, tan inconfundible, que reconociera en él al Secretario.

-Lamento tener que cortar esta interesante discusión -dijo el Coronel-. ¿Puede usted prestarnos su motor ahora mismo?

-Me está pareciendo que todos ustedes se han vuelto locos -dijo el Dr. Renard, con una amable sonrisa-. Pero Dios no quiera que la locura sea un obstáculo a la amistad: vamos al garage.

El Dr. Renard era un hombre bondadoso y riquísimo. Su casa era un museo de Cluny. Poseía tres automóviles. Parecía usarlos con mucha mesura: tenía los gustos sencillos de la clase media francesa. Cuando sus impacientes amigos se acercaron a examinarlos, hubo que gastar un rato en convencerse de que uno de los tres automóviles por lo menos estaba a disponibilidad. Con alguna dificultad lo arrastraron a la calle, frente a la puerta del doctor.

Al salir del sombrío garage, vieron con sorpresa que el crepúsculo adelantaba con la rapidez de la noche en los trópicos. O habían permanecido en aquel sitio más tiempo del que se figuraron, o había caído sobre el pueblo algún nubarrón inesperado, como un dosel. A lo largo de la calle, les pareció que empezaba al alzarse la niebla marina.

-Ahora o nunca -dijo el Dr. Bull-. Oigo caballos.

-No, -corrigió el Profesor- se oye un caballo

Escucharon. Evidentemente, aquel ruido no era el de una cabalgata, sino del jinete que se había adelantado a los otros: era el frenético Secretario.

La familia de Syme, como la mayor parte de los que acaban en la "vida sencilla", había tenido automóvil en otro tiempo, y Syme sabía guiar con mucha destreza. Saltó al asiento del chauffeur y empezó, congestionado y forcejeante, a estrujar y remover la abandonada máquina. Concentró toda su energía sobre una palanca, y luego declaró tranquilamente:

-Me parece que no anda.

Apenas hubo dicho esto, cuando apareció por la esquina un hombre rígido sobre su volador corcel, como es rígida y veloz una flecha. Una sonrisa pareció dislocar su barba. Se acercó al coche estacionario, donde los otros estaban amontonados, y puso su mano sobre la testera. Era el Secretario: la solemnidad del triunfo casi puso recta su boca.

Syme continuaba forcejeando sobre el volante. No se oía más ruido que el de los demás perseguidores que ya entraban, cabalgando, por la ciudad. De pronto, con un chirrido de hierros enmohecidos, el auto saltó. El Secretario fue arrancado de la montura como cuchillo que sale de la vaina; y, arrastrado por el movimiento del auto por espacio de veinte pasos, entre terribles sacudidas, quedó al fin tendido en mitad de la carretera, lejos del espantado caballo. Cuando, con espléndida curva, el auto dobló la esquina, se vio salir por el otro extremo la fuerza anarquista, que en un instante llenó la calle y acudió en socorro de su jefe.

-No me explico cómo ha oscurecido tanto -dijo al fin el Profesor en voz baja.

-Probablemente va a caer un chubasco -contestó el Dr. Bull-. Es lástima que no traigamos linterna en el auto para alumbrar el camino.

-Sí, traemos una -dijo el Coronel, y sacó de bajo los asientos una linterna pesada, anticuada, de hierro forjado. Era una verdadera antigüedad. Se veía que había servido para algún objeto religioso; en una de sus caras tenía una tosca cruz.

-¿De dónde ha sacado usted eso? -preguntó el Profesor.

-De donde he sacado el auto -contestó el Coronel sonriendo-, de la casa de mi mejor amigo. Mientras que nuestro amigo Syme estaba luchando con el volante, corrí a la puerta de la casa, donde, como usted recordará, Renard nos veía partir. "¿No habrá tiempo de conseguir una linterna?", le pregunté. Él, siempre amable, alzó los ojos hacia el hermoso arco del vestíbulo. Allí suspendida de una rica cadena de hierro, estaba esta linterna, que es uno de los muchos tesoros de la casa Renard. Me la dio, y yo la metí en el auto. ¿Tenía yo razón al asegurar a ustedes que valía la pena acercarse al Dr. Renard?

-Tenía usted razón -dijo Syme, y colgó la linterna en la testera. El moderno automóvil, guiado por la luz de la linterna eclesiástica, era, a la vez que un contraste, toda una alegoría. 

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