miércoles

MUJERES QUE CORREN CON LOS LOBOS - CLARISSA PINKOLA ESTÉS



OCTAGÉSIMA ENTREGA

CAPÍTULO 9


La vuelta a casa: El regreso a sí misma


Hay un tiempo humano y un tiempo salvaje. Cuando yo era pequeña en los bosques del norte, antes de aprender que el año tenía cuatro estaciones, yo creía que tenía varias docenas: el tiempo de las tormentas nocturnas, el tiempo de los relámpagos, el tiempo de las hogueras en los bosques, el tiempo de la sangre en la nieve, los tiempos de los árboles de hielo, de los árboles inclinados, de los árboles que lloran, de los árboles que brillan, de los árboles del pan, de los árboles que sólo agitan las copas y el tiempo de los árboles que sueltan a sus hijitos. Me encantaban las estaciones de la nieve que brilla como los diamantes, de la nieve que exhala vapor, de la nieve que cruje e incluso de la nieve sucia y de la nieve tan dura como las piedras, pues todas ellas anunciaban la llegada de la estación de las flores que brotaban en la orilla del río.

Las estaciones eran como unos importantes y sagrados invitados Y todas ellas enviaban a sus heraldos: las piñas abiertas, las piñas cerradas, el olor de la podredumbre de las hojas, el olor de la inminencia de la lluvia, el cabello crujiente, el cabello lacio, el cabello enmarañado, las puertas abiertas, las puertas cerradas, las puertas que no se cierran ni a la de tres, los cristales de las ventanas cubiertas de amarillo polen, los cristales de las ventanas salpicados de resina de árboles. Nuestra piel también tenía sus ciclos: reseca, sudorosa, áspera, quemada por el sol, suave.

La psique y el alma de las mujeres también tienen sus propios ciclos y estaciones de actividad y soledad, de correr y quedarse en un sitio, de participación y exclusión, de búsqueda y descanso, de creación e incubación, de pertenencia al mundo y de regreso al lugar del alma. Cuando somos niñas y jovencitas la naturaleza instintiva observa todas estas fases y ciclos. Permanece como en suspenso muy cerca de nosotras y nuestros estados de conciencia y actividad se producen a los intervalos que nosotras consideramos oportunos.

Los niños son la naturaleza salvaje y, sin necesidad de que nadie se lo diga, se preparan para la venida de todas estas estaciones, las saludan, viven con ellas y conservan recuerdos de aquellos tiempos para grabarlos en su memoria: la hoja carmesí del diccionario; los collares de semillas de arce plateado; las bolas de nieve en la despensa; la piedra, el hueso, el palo o la vaina especial; aquel caparazón de molusco tan curioso; la cinta del entierro del pájaro; un diario de los olores de aquella época; el corazón sereno; la sangre ardiente y todas las imágenes de sus mentes.

Antaño vivíamos todos estos ciclos y estas estaciones año tras año y ellos vivían en nosotras. Nos calmaban, bailaban con nosotras, nos sacudían, nos tranquilizaban, nos hacían aprender como criaturas que éramos. Formaban parte de la piel de nuestras almas -una piel que nos envolvía y envolvía también el mundo salvaje y natural-, por lo menos hasta que nos dijeron que, en realidad, el año sólo tenía cuatro estaciones y las mujeres sólo tenían tres, la infancia, la edad adulta y la madurez. Y eso era todo.

Pero no podemos caminar como unas sonámbulas, envueltas en esta endeble y descuidada mentira, pues ello da lugar a que las mujeres se desvíen de sus ciclos naturales y espirituales y sufran sequedad, cansancio y añoranza. Es mucho mejor regresar con regularidad a nuestros singulares ciclos espirituales, a todos y cada uno de ellos. El siguiente cuento se puede considerar un comentario acerca del más importante de los ciclos femeninos, el del regreso a casa, a la casa salvaje, a la casa del alma.

En todo el mundo se narran relatos de criaturas misteriosamente emparentadas con los seres humanos, pues representan un arquetipo, una ciencia universal acerca de la cuestión del alma. A veces los cuentos de hadas y los relatos populares nacen de la conciencia de lugar, concretamente de los lugares espirituales.

Este cuento se suele narrar en los fríos países del norte, en cualquier país donde haya mares helados. Circulan distintas versiones entre los celtas, los escoceses, las tribus del noroeste de Norteamérica y entre los siberianos e islandeses.

Su título suele ser "La doncella Foca" o "Selkie-o, Pamrauk", es decir, Foquita; "Eyalirtaq", Carne de Foca. Esta Versión especialmente literaria que escribí para mis pacientes y para su uso en las representaciones teatrales la he titulado "Piel de foca, piel del alma". El cuento gira en torno al lugar de donde procedemos, a aquello de lo que estamos hechas y a la necesidad de que todas utilicemos nuestro instinto con regularidad para poder encontrar el camino de vuelta a casa (1).
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Piel de foca, piel del alma


En una época pasada que ahora ya desapareció para siempre y que muy pronto regresará, día tras día se suceden el blanco cielo, la blanca nieve, y todas las minúsculas manchas que se ven en la distancia son personas, perros u osos.

Aquí nada prospera gratis. Los vientos soplan con tal fuerza que ahora la gente se pone deliberadamente del revés las parkas y las mamleks, las botas.

Aquí las palabras se congelan en el aire y las frases se tienen que romper en los labios del que habla y fundir a la vera del fuego para que la gente pueda comprender lo que ha dicho. Aquí la gente vive en el blanco y espeso cabello de la anciana Annuluk, la vieja abuela, la vieja bruja que es la mismísima Tierra. Y fue precisamente en esta tierra donde una vez vivió un hombre, un hombre tan solitario que, con el paso de los años, las lágrimas habían labrado unos profundos surcos en sus mejillas.

Un día estuvo cazando hasta después de anochecido pero no encontró nada. Cuando la luna apareció en el cielo y los témpanos de hielo brillaron, llegó a una gran roca moteada que sobresalía en el mar y su aguda mirada creyó ver en la parte superior de aquella roca un movimiento extremadamente delicado. Se acercó remando muy despacio a ella y observó que en lo alto de la impresionante roca danzaban unas mujeres tan desnudas como sus madres las trajeron al mundo. Pues bien, puesto que era un hombre solitario y no tenía amigos humanos más que en su recuerdo, se quedó a mirar. Las mujeres parecían seres hechos de leche de luna, en su piel brillaban unos puntitos plateados como los que tiene el salmón en primavera y sus manos y pies eran alargados y hermosos.

Eran tan bellas que el hombre permaneció embobado en su embarcación acariciada por el agua que lo iba acercando cada vez más a la roca. Oía las risas de las soberbias mujeres, o eso le parecía; ¿o acaso era el agua la que se reía alrededor de la roca? El hombre estaba confuso y aturdido, pero, aun así, la soledad que pesaba sobre su pecho como un pellejo mojado se disipó y, casi sin pensar, como si eso fuera lo que tuviera que hacer, el hombre saltó a la roca y robó una de las pieles de foca que allí había. Se ocultó detrás de una formación rocosa y escondió la piel de foca en su qutnguq, su parka.

Muy pronto una de las mujeres llamó con una voz que era casi lo más bello que el hombre jamás en su vida hubiera escuchado, como los gritos de las ballenas al amanecer, no, quizá como los lobeznos recién nacidos que bajaban rodando por la pendiente en primavera o, pero no, era algo mucho mejor que todo eso, aunque, en realidad, daba igual porque, ¿qué estaban haciendo ahora las mujeres?

Pues ni más ni menos que cubrirse con sus pieles de foca y deslizarse una a una hacia el mar entre alegres gritos de felicidad.

Todas menos una. La más alta de ellas buscaba por todas partes su piel de foca, pero no había manera de encontrarla. El hombre se armó de valor sin saber por qué. Salió de detrás de la roca y llamó a la mujer.

-Mujer.. sé... mi... esposa. Soy… un hombre... solitario.

-No puedo ser tu mujer -le contestó ella-, yo soy de las otras, de las que viven temeqvanek, debajo.

-Sé... mi... esposa -insistió el hombre-. Dentro de siete veranos te devolveré tu piel de foca y podrás irte o quedarte, como tú prefieras.

La joven foca le miró largo rato a la cara con unos ojos que, de no haber sido por sus verdaderos orígenes, hubieran podido parecer humanos, y le dijo a regañadientes:

-Iré contigo. Pasados los siete veranos, tomaré una decisión.

Así pues, a su debido tiempo tuvieron un hijo al que llamaron Ooruk. El niño era ágil y gordo. En invierno su madre le contaba a Ooruk cuentos acerca de las criaturas que vivían bajo el mar mientras su padre cortaba en pedazos un oso o un lobo con su largo cuchillo. Cuando la madre llevaba al niño Ooruk a la cama le mostraba las nubes del cielo y todas sus formas a través de la abertura para la salida del humo. Sólo que, en lugar de hablarle de las formas del cuervo, el oso y el lobo, le contaba historias de la morsa, la ballena, la foca y el salmón... pues esas eran las criaturas que ella conocía.

Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo, la carne de la madre empezó a secarse. Primero se le formaron escamas y después grietas. La piel de los párpados empezó a desprenderse. Los cabellos de la cabeza se le empezaron a caer al suelo. Se volvió naluaq, de un blanco palidísimo. Su gordura empezó a marchitarse.

Trató de disimular su cojera. Cada día, y sin que ella lo quisiera, sus ojos se iban apagando. Empezó a extender la mano para buscar a tientas el camino, pues se le estaba nublando la vista. Y llegó una noche en que unos gritos despertaron al niño Ooruk y este se incorporó en la cama, envuelto en sus pieles de dormir. Oyó un rugido como el de un oso, pero era su padre regañando a su madre. Oyó un llanto como de plata restregada contra la piedra, pero era su madre.

-Me escondiste la piel de foca hace siete largos años y ahora se acerca el octavo invierno. Quiero que me devuelvas aquello de lo que estoy hecha -gritó la mujer foca.

-Pero tú me abandonarías si te la diera, mujer -tronó el marido.

-No sé lo que haría. Sólo sé que necesito lo que me corresponde.

-Me dejarías sin esposa y dejarías huérfano de madre al niño. Eres mala.

Dicho lo cual, el marido apartó a un lado el faldón de cuero de la entrada y se perdió en la noche.

El niño quería mucho a su madre. Temía perderla y se durmió llorando... hasta que el viento lo despertó. Era un viento muy raro... y parecía llamarlo, "Oooruk, Oooruuuuk".

Saltó de la cama tan precipitadamente que se puso la parka al revés y se subió las botas de piel de foca sólo hasta media pierna. Al oír su nombre una y otra vez, salió a toda prisa a la noche estrellada.

-Oooooooruuuuk.

El niño se dirigió corriendo al acantilado que miraba al agua y allí, en medio del mar agitado por el viento, vio una enorme y peluda foca plateada... la cabeza era muy grande, los bigotes le caían hasta el pecho y los ojos eran de un intenso color amarillo.

-Oooooooruuuuk.

El niño bajó del acantilado y, al llegar abajo, tropezó con una piedra -mejor dicho, un bulto- que había caído rodando desde una hendidura de la roca. Los cabellos de su cabeza le azotaban el rostro cual si fueran mil riendas de hielo.

-Oooooooruuuuk.

El niño rascó el bulto para abrirlo y lo sacudió... era la piel de foca de su madre. Percibió el olor de su madre. Mientras se acercaba la piel de foca al rostro y aspiraba el perfume, el alma de su madre lo azotó cual si fuera un repentino viento estival.

-Oooh -exclamó con una mezcla de pena y alegría, acercando de nuevo la piel a su rostro. Una vez más el alma de su madre la traspasó.

-Oooh -volvió a exclamar, rebosante de infinito amor por su madre.

Y, a lo lejos, la vieja foca plateada... se hundió lentamente bajo el agua. El niño saltó de la roca y regresó a toda prisa a casa con la piel de foca volando a su espalda y cayó al suelo al entrar. Su madre lo levantó junto con la piel de foca y cerró los ojos agradecida por haberlos recuperado a los dos sanos y salvos.

 Después se puso la piel de foca.

-¡Oh, madre, no lo hagas! -le suplicó el niño.

Ella lo levantó del suelo, se lo colocó bajo el brazo y se fue medio corriendo y medio tropezando hacia el rugiente mar.

-¡Oh, madre! ¡No! ¡No me dejes! -gritó Ooruk.

Y, de repente, pareció que la madre quería quedarse junto a su hijo, pero algo la llamaba, algo más viejo que ella, más viejo que él, más viejo que el tiempo.

-Oh, madre, no, no, no -gritó el niño.

Ella se volvió a mirarle con unos ojos rebosantes de inmenso amor. Tomó el rostro del niño entre sus manos e infundió su dulce aliento en sus pulmones una, dos, tres veces. Después, llevándolo bajo el brazo como si fuera un valioso fardo, se zambulló en el mar y se hundió cada vez más en él. La mujer foca y su hijo respiraban sin ninguna dificultad bajo el agua.

Ambos siguieron nadando cada vez más hondo hasta entrar en la ensenada submarina de las focas, en la que toda suerte de criaturas comían, cantaban, bailaban y hablaban. La gran foca macho plateada que había llamado a Ooruk desde el mar nocturno lo abrazó y lo llamó "nieto".

-¿Cómo te fue allí arriba, hija mía? -preguntó la gran foca plateada.

La mujer foca apartó la mirada y contestó:

-Hice daño a un ser humano, a un hombre que lo dio todo para tenerme. Pero no puedo regresar junto a él, pues me convertiría en prisionera si lo hiciera.

-¿Y el niño? -preguntó la vieja foca-. ¿Y mi nieto? -continuó la vieja foca macho.

Lo dijo con tanto orgullo que hasta le tembló la voz.

-Tiene que regresar, padre. No puede quedarse aquí. Aún no ha llegado el momento de que esté aquí con nosotros.

Y se echó a llorar. Y juntos lloraron los dos.

Transcurrieron unos cuantos días y noches, siete para ser más exactos, durante los cuales el cabello y los ojos de la mujer foca recuperaron el brillo. Adquirió un precioso color oscuro, recobró la vista y las redondeces del cuerpo y pudo nadar sin ninguna dificultad. Pero llegó el día del regreso del niño a la tierra.

Aquella noche el viejo abuelo foca y la hermosa madre del niño, nadaron flanqueando al niño. Regresaron subiendo cada vez más alto hasta llegar al mundo de arriba. Allí depositaron suavemente a Ooruk en la pedregosa orilla bajo la luz de la luna. Su madre le aseguró:

-Yo estoy siempre contigo. Te bastará con tocar lo que yo haya tocado, mis palillos de encender el fuego, mi ulu, cuchillo, mis nutrias y mis focas labradas en piedra para que yo infunda en tus pulmones un aliento que te permita cantar tus canciones.

La vieja foca macho y su hija besaron varias veces al niño. Al final, se apartaron de él y se adentraron nadando en el mar. Tras mirar por última vez al niño, desaparecieron bajo las aguas. Y Ooruk se quedó porque todavía no había llegado su hora.

Con el paso del tiempo el niño se convirtió en un gran cantor e inventor de cuentos que, además, tocaba muy bien el tambor y decía la gente que todo se debía a que de pequeño había sobrevivido a la experiencia de ser transportado al mar por los grandes espíritus de las focas. Ahora, en medio de las grises brumas matinales, se le puede ver algunas veces con su kayak amarrado, arrodillado en cierta roca del mar, hablando al parecer con cierta foca que a menudo se acerca a la orilla. Aunque muchos han intentado cazarla, han fracasado una y otra vez. La llaman Tanqigcaq, la resplandeciente, la sagrada, y dicen que, a pesar de ser una foca, sus ojos son capaces de reproducir las miradas humanas, aquellas sabias, salvajes y amorosas miradas.
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Notas

(1) El tema central de este cuento, el hallazgo del amor y el hogar, y el enfrentamiento con la naturaleza de la muerte es uno de los muchos que están presentes en todo el mundo. (Los países fríos de todo el mundo también tienen en común el dicho "tener que romper las palabras congeladas en los labios del que habla y derretirlas junto al fuego para comprender lo que ha dicho".)

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