miércoles

EL PODER Y LA GLORIA - GRAHAM GREENE


TRIGESIMOTERCERA ENTREGA
                            

SEGUNDA PARTE


II (3)


Los escarabajos habían desaparecido; la lluvia se los había llevado, al parecer. Caía perpendicular, con intensidad en cierto modo uniforme, como si clavara tachuelas en la tapa de un ataúd. Pero el aire no se purificaba: el sudor y la lluvia se mezclaban en la ropa. El cura permaneció unos segundos en el portal del hotel, con la dínamo resonando detrás suyo; se lanzó al otro portal cercano y vaciló recorriendo con la mirada el busto del general, los zarrapastrosos barcos de vela y una barcaza con chimenea de hojalata. No tenía adonde ir: la lluvia no entró en sus cálculos; se había figurado que podría pasar la noche de algún modo, durmiendo en un banco o junto al río.

Una pareja de soldados, discutiendo furiosos, bajaba por la calle hacia el muelle. Dejaban que la lluvia les cayera encima, como si no importara, como si las cosas fueran tan mal que ya no valiera la pena preocuparse... El cura empujó la puerta de madera en la cual se apoyaba (una puerta de cantina que empezaba a la altura de las rodillas) y entró para resguardarse de la lluvia. Rimeros de gaseosas y un solo billar con un tanteador de anillos ensartados: tres o cuatro hombres... Alguien había dejado la pistolera en el mostrador. El cura se movió con demasiada rapidez y empujó el codo de uno que tiraba una carambola. Éste se volvió furioso.

-¡Madre de Dios!

Era un “camisa roja”. ¿No había seguridad en parte alguna, siquiera por un instante? El cura se excusó con humildad, desfilando de costado hacia la puerta, pero también fue demasiado brusco y dio contra la pared, haciendo sonar la botella que llevaba en el bolsillo. Le miraron tres o cuatro caras con regocijo malicioso: era un forastero y se dispusieron a divertirse.

-¿Qué trae usted en el bolsillo? -preguntó el “camisa roja”, un mozalbete menor de veinte años, mostrando sus dientes de oro al hacer una mueca burlona.

-Limonada -contestó el cura.

-¿Y para qué lleva la limonada encima? -Se volvió a los demás, pomposo, y dijo-: Yo huelo los matuteros a diez pasos. -Metió la mano en el bolsillo del cura y tiró de la botella de aguardiente-: Ahí está -exclamó-. ¿No decía yo?...

El cura se echó contra la puerta oscilante e irrumpió en la calle, bajo la lluvia. Gritó una voz:

-¡Cogedlo!

Disfrutaban la sazón de su modo de vivir. Subió el cura calle arriba en dirección a la plaza, dobló a la izquierda y siguió de frente otra vez; felizmente las calles estaban oscuras y la luna se escondía. Mientras se guardaba de las ventanas iluminadas casi era invisible; les oía llamándose mutuamente. No cejaban: aquello era mejor que una partida de billar. Se oyó un silbido. La policía uníase a los perseguidores.

Esta era la ciudad adonde ambicionara que lo trasladaran abandonando en Concepción sus verdaderos deberes. Mientras hacía zigzags para despistar a sus perseguidores, se acordó de la catedral, de Montes y de un canónigo que vio una vez. Algo, enterrado muy hondo, la voluntad de salvarse, iluminó momentáneamente la situación bajo un aspecto aterrador y burlesco. Riose como un tonto, jadeó, y volvió a reírse. Caía la lluvia, corría y saltaba por la inútil fachada de lo que fue antes catedral (era demasiado caluroso el sitio para jugar a la pelota, y allí al lado alzabanse unos cuantos columpios de hierro con aspecto de patíbulos). Siguió su camino de nuevo cuesta abajo: tenía un plan.

Se acercaron los gritos y después, desde el río, se aproximó un nuevo grupo. Este perseguía la caza con método; los conoció por su andar pausado: la policía, los sabuesos oficiales. El cura se hallaba entre ambos grupos; los aficionados y los profesionales. Pero conocía la puerta, empujola, entró rápido en el patio y la cerró tras de sí.

Se detuvo en las tinieblas, jadeante, escuchando las pisadas que se acercaban calle arriba mientras corría la lluvia calle abajo. Entonces se imaginó que alguien le observaba desde una ventana, una cara pequeña, oscura y macilenta, como las cabezas reducidas que compran los turistas. Se aproximó a la reja y preguntó:

-¿Padre José?

-Al otro lado.

Una segunda cara iluminada por la incierta luz de una vela surgió detrás de los hombros de la primera; después una tercera. Los rostros brotaban como setas. Los sentía vigilándole, mientras chapoteaba cruzando el patio y llamaba a una puerta.

Durante unos segundos no reconoció al Padre José que, vestido con un absurdo camisón inflado por el viento, sostenía una lámpara. La vez anterior que le viera fue en la conferencia, sentado en la última fila, mordiéndose las uñas, temeroso de ser advertido. No había motivo: ninguno de los atareados clérigos de la catedral sabía siquiera su nombre. Resultaba extraño que ahora hubiese cobrado una cierta fama superior a la de aquellos.

-José -dijo con suavidad, guiñando un ojo desde la oscuridad cenagosa.

-¿Quién es usted?

-¿No me recuerda? Desde luego, hace ya tiempo... ¿No recuerda la conferencia en la catedral?

-¡Oh, Dios mío! -exclamó el Padre José.

-Andan buscándome. Pensé que acaso, sólo por esta noche, usted tal vez podría...

-¡Márchese! -exclamó el Padre José-, ¡márchese!

-No saben quién soy. Me creen un contrabandista; pero en el puesto de policía, sí que me conocen.

-No hable tan alto. Mi esposa...

-Escóndame aunque sea en un rincón -susurró.

Empezaba otra vez a tener miedo. Acaso se disipaba el efecto del aguardiente (en aquel clima cálido y húmedo la borrachera no podía durar; el alcohol se eliminaba por las axilas, chorreaba por la frente), o acaso sería que el deseo de vivir, que va por rachas, estaba volviendo a él: vivir cualquiera clase de vida.

A la luz de la lámpara, la cara del Padre José expresaba odio.

-¿Por qué ha acudido a mí? ¿Por qué se cree usted?... Llamaré a la policía si no se marcha usted. Ya sabe usted la clase de hombre que soy.

El otro abogaba con dulzura.

-Es usted un buen hombre, José. Siempre lo he creído así.

-Gritaré si no se marcha usted.

Procuraba recordar algún motivo de rencor que justificara tanta enemistad. En la calle se oían voces, discusiones, un aldabonazo. ¿Estarían registrando las casas? Dijo:

-Si alguna vez le ofendí, José, perdóneme. Yo era presumido, orgulloso, dominante: un mal sacerdote. Siempre sentí en mi corazón que usted valía más que yo.

-¡Váyase! -chilló el Padre José-. ¡Váyase! No quiero mártires aquí. Ya no soy de los vuestros. Déjeme solo. Estoy muy bien tal como soy. -Procuró concentrar en saliva su rencor y lo disparó débilmente a la cara del otro; ni siquiera le alcanzó el salivazo, que cayó impotente entre ambos.

Añadió-: Váyase y muérase pronto. Es su oficio -y cerró de un portazo.

La puerta de la calle se abrió súbitamente y entró la policía. El perseguido echó un vistazo al Padre José, que miraba tras la ventana. En seguida una forma enorme envuelta en camisón blanco lo cogió llevándoselo; lo retiró, cual espíritu guardián, de las desastrosas luchas humanas. Una voz dijo:

-Ahí está.

Era el joven “camisa roja”. El perseguido abrió la mano y dejó caer junto a la pared del Padre José una pelotita de papel: fue como el abandono definitivo de todo su pasado. Comprendió que aquello era el principio del fin. Empezó a decir mentalmente un acto de contrición, mientras le sacaban del bolsillo la botella de aguardiente, pero no pudo poner voluntad en la oración. Era la falacia del arrepentimiento en el lecho de muerte. La contrición es el fruto de un largo ejercicio, de una prolongada disciplina; el temor no es suficiente. Procuró pensar en su hija con vergüenza, pero tan sólo pudo pensar en ella con una especie de amor hambriento; ¿qué habría sido de ella? Y el pecado mismo era tan antiguo, que como en un cuadro viejo la deformidad se esfumaba y quedaba reemplazada por cierto encanto. El “camisa roja” estrelló la botella en el empedrado y el olor a alcohol les rodeó a todos, pero no con gran intensidad: realmente no quedaba mucho.

Después se llevaron al detenido. Ya que le habían cogido le trataban de manera amistosa, mofándose de su intento de fuga, exceptuando el “camisa roja” cuya carambola estropeara. El detenido no hallaba contestación para los chistes de ellos: la propia conservación se atravesaba en su cerebro con una obsesión aterradora. ¿Cuándo descubrirían su personalidad verdadera? ¿Cuándo se toparía con el mestizo o con el teniente que ya le había interrogado? 

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