martes

LA RUEDA DE LA VIDA - ELIZABETH KÜBLER-ROSS


TRIGESIMOSÉPTIMA ENTREGA

SEGUNDA PARTE
                                                                                             

"EL OSO".

21. MI MADRE. (2)

Mi madre ha sido una mujer buena, trabajadora, dedicada. ¿Qué piensas hacer por ella ahora que de verdad te necesita?" Pero no hubo respuesta, ni una sola señal.

Nada, sólo silencio.

Al ver a mi madre languidecer en su capullo de impotencia y tormento, casi pedía a gritos una intervención divina. En silencio le ordenaba a Dios que hiciera algo y lo hiciera rápido. Pero si Dios me oía, por lo visto no tenía ninguna prisa. Yo le dirigía palabras insultantes en suizo y en inglés. Pero continuó sin impresionarse.

Aunque tuvimos largas discusiones con los médicos del hospital y de fuera, sólo teníamos dos opciones. O bien mi madre continuaba en ese hospital docente, donde le aplicarían todos los tratamientos posibles, aunque eran pocas las probabilidades de mejoría; o bien la llevábamos a una residencia menos cara donde recibiría esmerada atención médica pero no se emplearía ningún medio artificial para prolongarle la vida, es decir, no la conectarían a máquinas para respirar ni para otra cosa.

Con mis hermanas tuvimos una conversación muy emotiva. Las tres sabíamos qué habría elegido nuestra madre. Manny, que la consideraba su segunda madre, nos hacía llegar su experta opinión desde Estados Unidos. Afortunadamente Eva ya había localizado una excelente residencia dirigida por monjas protestantes en Riehen, cerca de Basilea, donde ella y su mando se habían construido una casa. En aquella época no existían todavía los hogares para moribundos, pero las monjas consagraban sus vidas a atender a estos pacientes especiales.


Utilizando todas nuestras influencias, conseguimos que la admitieran. Cuando mi permiso en el hospital estaba próximo a acabarse, decidí acompañarla en la ambulancia desde Zurich a Riehen. Para darnos ánimo y valor, llevé conmigo una botella de Eiercognac, ponche de huevo preparado con coñac. También hice una lista, más bien corta, de las pertenencias más queridas de mi madre, y una lista de los familiares y las personas más importantes en su vida, sobre todo de aquellas que la ayudaron durante los años posteriores a la muerte de mi padre; ésta era más larga.

Durante el trayecto ambas fuimos adjudicando las cosas a las personas más adecuadas. Nos llevó mucho tiempo determinar qué convenía a quién, por ejemplo la estola y el gorro de armiño que le habíamos enviado desde Nueva York. Cada vez que encontrábamos lo que convenía a una persona, bebíamos un trago de Eiercognac. El encargado de la ambulancia tenía sus dudas respecto a eso, pero yo lo tranquilicé diciéndole: "No pasa nada, soy médico."

No sólo realizamos algo que a mi madre le procuró paz mental sino que cuando llegamos a la residencia nuestro estado de ánimo era alegre.

La habitación de mi madre daba a un jardín. Se sintió a gusto allí. Durante el día podría oír el canto de los pájaros en los árboles, y por la noche tendría una buena vista del cielo. Antes de despedirme le metí un pañuelo perfumado en la mano semibuena. Generalmente le gustaba sostener un pañuelo en la mano. Comprobé que estaba relajada y contenta en una residencia donde ella sabía que la calidad de su vida era la consideración principal.

Por alguna razón, a Dios le pareció bien mantenerla viva cuatro años más. Su estado negaba cualquier probabilidad de supervivencia. Mis hermanas se ocupaban de que estuviera bien y cómoda y jamás sola. Yo iba a visitarla con frecuencia. Mis pensamientos siempre volvían a esa fatídica noche en Zermatt. La oía suplicarme que pusiera fin a su vida si acababa como un vegetal. Tuvo que haber sido una premonición, porque justamente estaba en el estado que había temido. Era trágico.

De todos modos, yo sabía que no era el final. Mi madre continuaba recibiendo y dando amor. A su mañera estaba creciendo espiritualmente y aprendiendo las lecciones que necesitaba aprender.

Eso deberíamos saberlo todos. La vida acaba cuando hemos aprendido todo lo que tenemos que aprender. Por lo tanto, cualquier idea de poner fin a su vida, como ella había pedido, era aún más inimaginable que antes.

Yo quería saber por qué mi madre iba a acabar así. Continuamente me preguntaba qué lección querría enseñarle Dios a esa amante mujer. Incluso pensaba si tal vez ella nos estaría enseñando algo a los demás. Pero mientras continuara sobreviviendo sin ningún apoyo artificial, no había nada que hacer aparte de amarla.

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