miércoles

EL PODER Y LA GLORIA - GRAHAM GREENE


TRIGESIMOCUARTA ENTREGA
                            
SEGUNDA PARTE


II (4)


El grupo subía despacio la cuesta hacia la plaza. Una culata dio en el suelo al entrar ellos en el cuartelillo; una lámpara pequeña ahumaba la sucia pared encalada; en los pórticos del patio se mecían las hamacas, hinchadas de cuerpos dormidos, como redes para encerrar aves de corral.

-Puede usted sentarse -le dijo uno, y le empujó con camaradería hacia un banco.

Ya todo parecía irrevocable; el centinela pasaba y repasaba delante de la puerta, y en el patio, entre las hamacas, continuaba el incesante murmullo del sueño. Alguien le dijo algo; miró con ojos ausentes.

-¿Qué? -preguntó.

Al parecer había una controversia en curso sobre si se debía molestar a cierta persona.

-Pero, si es su deber -se obstinaba en repetir el “camisa roja”. Tenía incisivos de conejo. Añadió-: Le daré cuenta al gobernador.

Un policía preguntó:

-¿Se confiesa culpable, verdad?

-Si -contestó el cura.

-Ahí está. ¿Qué más quiere usted? Multa de cinco pesos. ¿Para qué molestar a nadie?

-¿Y quién cobra los cinco pesos, eh?

-Eso no le importa a usted.

El cura dijo de pronto:

-Nadie los cobrará.

-¿Nadie?

-No tengo en el mundo más que veinticinco centavos.

-¡En nombre de Dios! ¿Qué ruido es ese...?

Los policías se cuadraron con tosquedad y de mala gana.

-He cogido a un hombre que llevaba alcohol encima -manifestó el “camisa roja”.

El cura estaba sentado mirando al suelo... –porque fue crucificado... crucificado... crucificado... -Las palabras convencionales paralizaban sus deseos de arrepentimiento. No sentía emoción, sino miedo.

-Bien -dijo el teniente-, ¿qué le vamos a hacer? Los cogemos a docenas.

-¿Le llevamos adentro? -inquirió uno de los hombres.

El teniente echó una mirada a la encorvada y servil figura sentada en el banco.

-Levántese -dijo.

El cura se puso en pie. “Ahora -pensó-, ahora”... Y alzó los ojos. El teniente miraba a otro lado, más allá de la puerta donde se paseaba cabizbajo el centinela de aquí para allá. La cara morena y contraída tenía aspecto de extremada fatiga...

-No tiene dinero -observó uno de los policías.

-¡Madre de Dios! -gruñó el teniente-. ¿Nunca les podré enseñar...? –Dio dos pasos hacia el centinela y volvió atrás-: Registradle. Si no tiene dinero llevadle a una celda. Dadle algún trabajo...

-Salió afuera y, de pronto, alzando la mano abierta le pegó al centinela sobre un oído, diciendo-. Estás dormido. Camina como si tuvieras un poco de orgullo... orgullo -repitió mientras la pequeña lámpara de acetileno ahumaba el enjalbegado muro, y el olor de orines salía del patio donde tranquilamente dormían los hombres, aprisionados en las redes.

-¿Hemos de tomarle el nombre? -preguntó un sargento.

-Sí, claro -contestó el teniente sin mirarle, andando de prisa y nervioso hasta más allá de la lámpara, hasta salir al patio; allí permaneció sin cobijo, mirando alrededor, mientras la lluvia caía sobre su pulcro uniforme. Su aspecto era el de un hombre con una idea fija, como si estuviera bajo la influencia de una pasión secreta que rompiera la rutina de su vida. Volvió atrás. No podía estar quieto.

El sargento empujó al cura hacia el cuarto interior. Un vistoso calendario de anuncio colgaba sobre el desconchado jabelgue: una joven mestiza de piel morena en traje de baño anunciando una agua gaseosa. Alguien había escrito a lápiz, con primores de escolar aplicado, una declaración fácil y presuntuosa sobre el hombre, que no tiene otra cosa que perder sino sus cadenas.

-¿Nombre?

Sin poder reprimirse contestó:

-Montes.

-¿Residencia?

Nombró al azar un pueblo. Hallábase absorto contemplando su propio retrato. Allí estaba sentado entre los almidonados vestidos blancos de primera comunión. Alguien había trazado un círculo alrededor de su cara para destacarla. Había otro retrato en la misma pared: el del gringo de San Antonio, en Tejas, requerido por asesinato y asalto de Bancos.

-Supongo -dijo el sargento, precavido-, que ha obtenido usted esta bebida de algún forastero.

-Sí.

-¿Al cual no puede usted identificar?

-No.

-Corriente -dijo el sargento con beneplácito.

Era evidente que no deseaba levantar ningún gazapo. Cogió al cura por un brazo con toda confianza y le condujo a través del patio. Llevaba una gran llave como las que se emplean en las comedias morales o en los cuentos de hadas a modo de símbolo. Unos cuantos hombres se movieron en las hamacas; una hirsuta quijada colgaba de lado como pieza que no puede venderse sobre el mostrador de una carnicería; una gran oreja rasgada; un muslo desnudo con vello negro. El cura calculaba cuándo aparecería la cara del mestizo, engreída por haberle reconocido.

El sargento abrió una pequeña verja y apartó con la bota a alguien espatarrado delante de la entrada.

-Aquí son todos buenos compañeros, buenos compañeros -pronunció abriéndose paso a puntapiés.

Un olor espantoso flotaba en el aire y alguien lloraba en la oscuridad absoluta. El cura se demoró en el umbral intentando ver; la negrura apelmazada parecía moverse y agitarse. Dijo:

-Tengo tanta sed... ¿Podría beber agua?

La fetidez le dio en las narices y sintió náuseas.

-Por la mañana -contestó el sargento-, por hoy ya ha bebido usted bastante –y poniéndole, con miramiento, una mano en la espalda, lo empujó adentro y dio un portazo.

Pisó una mano, un brazo, y apretó la cara contra los hierros, protestando con horror desmayado:

-¡No hay sitio! ¡No veo nada! ¿Qué gente es esta?

Fuera, entre las hamacas, el sargento se echó a reír.

¡Hombre, hombre! ¿No había estado usted nunca en un calabozo?

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