En Uruguay, como en el resto de los países sudamericanos, basta una tapita de refresco, una pelota de papel o incluso una botella de plástico para que al menos dos niños improvisen un partido de fútbol en el patio de una escuela, en la vereda, en una plaza. Esa fascinación, que es llevada a cabo con lo mínimo indispensable –algo que patear– atraviesa varias generaciones. Si bien hoy los juegos de fútbol en las consolas y la interminable oferta a la que invitan los canales de cable mostrando una amplísima gama de partidos en diferentes rincones del mundo, han sacado a muchos de esos niños y muchachos de la calle, se mantiene ese afán de mover piernas y brazos, de dar alaridos, de pedirla, de intentar meterla entre la línea imaginaria que forman dos piedras.
Hace veinte o treinta años cualquier excusa era buena para salir a la calle con una pelota sencilla de cueros pegados. Nuestros padres sabían que no había peor penitencia que prohibirnos salir a jugar. Cuando a través de la ventana o en los gritos lejanos uno adivinaba los pases, las moñas de los pibes de la barra, hundía la cabeza dentro de la almohada con toda la rabia del mundo. También esos vecinos amargos que se negaban a que cada tanto la pelota diera en las paredes de sus casas, como un arrítmico corazón que confabulaba contra la siesta, lo sabían. Entendían que detrás de nuestros ojos brillantes, la mugre de nuestras piernas y el ojo atento para evitar los coches, estaba naciendo una pasión que culturalmente nos hermanaba. Esos vecinos –doy fe– más de una vez rompieron la pelota que caía en sus techos enterrándole un cuchillo y devolviéndola a la calle como una masa sin forma. Supimos de la tristeza y de la impotencia viendo aquél amasijo de goma y cuero. Algunos de esos niños practicaba fútbol en alguno de los clubes del barrio, otros seguían con sus padres o tíos el rumbo del campeonato uruguayo, y otros más solo jugaban en las esquinas cada tanto, sintiéndose un poco pataduras, pero confiados en aquella popular cancioncita que decía: “Ganamos, perdimos, igual nos divertimos”. Unos querían ser como el delantero de Nacional, otros como el arquero de Peñarol, como el mediocampista de Cerro, o el zaguero de Defensor. Tarde o temprano, ante partidos internacionales y frente a la inminencia de un nuevo Mundial, nos unía a todos el celeste en el pecho y el negro en los pantalones. No había entonces algo que tuviera la fuerza con la que se nos aparecía en los sueños un jugador mundialista. Y si Uruguay quedaba fuera de la competencia demasiado rápido, cada uno sabía si se pasaría con los argentinos o con los brasileños, por una cuestión de cercanía. Aunque también cabía la posibilidad de que algún jugador destacado de cualquiera de los países participantes se ganara, por sus habilidades o sus locuras, toda nuestra admiración: pienso en las maravillas circenses de René Higuita, por ejemplo, que hizo que muchos de los niños que jugaban de porteros decidieran salir a la cancha. O Chilavert, pateando aquellos tiros libres que en caso de errarlos lo ponían en desventaja atravesando el campo de juego a toda velocidad, confiado en que los jugadores de su equipo lo protegerían a capa y espada.
Aunque el fervor por la Selección Nacional no ha cambiado, durante años de magras actuaciones, los uruguayos sufrimos en primera instancia para clasificar para un Mundial y en segunda por no mantenernos en la competencia más que tres o cuatro partidos. En los últimos años la devoción creció con base en ciertos logros conseguidos, algunos en el ámbito técnico y otros en destacadas individualidades que acabaron por funcionar en colectivo. Si para mi generación y las anteriores el mito del Maracaná empezaba a convertirse en un inalcanzable que oíamos una y cien veces en las mesas del bar de boca de quienes habían vivido, o bien, a quienes se los habían contado de primera mano, el momento más alto de la Selección uruguaya que acompañé fue el partido de Sudáfrica 2010 contra la selección de Ghana. Un partido peleado que bien le habría costado la derrota a nuestro equipo si no existiera eso que por acá siempre se llamó la viveza criolla, y que en este caso traía una cuota de suerte: el partido que está por terminar en empate, un ataque de Ghana y Luis Suárez que evita en la línea de gol que la pelota entre usando las manos. La duda, los nervios. Fucile que en un gesto altruista finge ser quien la tocó con la mano para que no expulsen a Suárez. La repetición. Suárez sacando la pelota con la mano como si fuera Fernando Muslera. La roja y el tiro de penal. El mostrador del comercio donde trabajo con los cuatro empleados en silencio. Tres. Uno decide ir al baño. No soporta la presión. Prefiere no ver. El tiro en el travesaño y la pelota afuera. El festejo de Suárez camino a los vestuarios. Unos minutos más y los otros tiros de penal, los que definían la permanencia o no en el campeonato. El empleado que por cábala vuelve al baño. El grito de gol cuando Abreu pica la pelota al centro del arco y un ómnibus cruza por la calle Galicia. Ese segundo donde los rostros que aparecen en la ventana del ómnibus y el mío se encuentran con los brazos en el aire. Esos rostros junto a una bandera que flamea y que no volveré a ver, o que no reconoceré, cuando volvamos a ser tipos normales y nos crucemos en una feria, en una calle, cuando contemos cada uno a su manera aquella tarde donde estalló un grito ronco en cada bar, donde las veredas se cubrieron de gente con la cara pintada, y los automóviles se llenaron de banderines, con la certeza de que nuestro Mundial podía terminar ahí, de que eso era suficiente, de que podríamos contarlo mil veces aun sabiendo que de ninguna forma podríamos transmitir lo que en verdad sentimos aquella tardecita.
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