Cuando salió Justina del cuarto, Susana San Juan estaba nuevamente dormida y afuera chisporroteaba el sol. Se encontró con Pedro Páramo en el camino.
-¿Cómo está la señora?
-Mal -le dijo agachando la cabeza.
-¿Se queja?
-No, señor, no se queja de nada; pero dicen que los muertos ya no se quejan. La señora está perdida para todos.
-¿No ha venido el padre Rentería a verla?
-Anoche vino y la confesó. Hoy debía de haber comulgado, pero no debe estar en gracia porque el padre Rentería no le ha traído la comunión. Dijo que lo haría a hora temprana, y ya ve usted, el sol ya está aquí y no ha venido. No debe estar en gracia.
-¿En gracia de quién?
-De Dios, señor.
-No seas tonta, Justina.
-Como usted lo diga, señor.
Pedro Páramo abrió la puerta y se estuvo junto a ella, dejando que un rayo de luz cayera sobre Susana San Juan. Vio sus ojos apretados como cuando se siente un dolor interno; la boca humedecida, entreabierta, y las sábanas siendo recorridas por manos inconscientes hasta mostrar la desnudez de su cuerpo que comenzó a retorcerse en convulsiones.
Recorrió el pequeño espacio que lo separaba de la cama y cubrió el cuerpo desnudo, que siguió debatiéndose como un gusano en espasmos cada vez más violentos. Se acercó asu oído y le habló: «¡Susana!» . Y volvió a repetir: «¡Susana!».
Se abrió la puerta y entró el padre Rentería en silencio moviendo brevemente los labios:
-Te voy a dar la comunión, hija mía.
Esperó a que Pedro Páramo la levantara recostándola contra el respaldo de la cama. Susana San Juan, semidormida, estiró la lengua y se tragó la hostia. Después dijo: «Hemos pasado un rato muy feliz, Florencio». Y se volvió a hundir entre la sepultura de sus sábanas.
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