viernes

PEDRO PÁRAMO - JUAN RULFO


TRIGESIMOSÉPTIMA ENTREGA


En el comienzo del amanecer, el día va dándose vuelta, a pausas; casi se oyen los goznes de la tierra que giran enmohecidos; la vibración de esta tierra vieja que vuelca su oscuridad.

-¿Verdad que la noche está llena de pecados, Justina?

-Sí, Susana.

-¿Y es verdad?

-Debe serlo, Susana.

-¿Y qué crees que es la vida, Justina, sino un pecado? ¿No oyes? ¿No oyes cómo rechina la tierra?

-No, Susana, no alcanzo a oír nada. Mi suerte no es tan grande como la tuya.

-Te asombrarías. Te digo que te asombrarías de oír lo que yo oigo. Justina siguió poniendo orden en el cuarto. Repasó una y otra vez la jerga sobre los tablones húmedos del piso. Limpió el agua del florero roto. Recogió las flores. Puso los vidrios en el balde lleno de agua.

-¿Cuántos pájaros has matado en tu vida, Justina?

-Muchos, Susana.

-¿Y no has sentido tristeza?

-Sí, Susana.

-Entonces ¿qué esperas para morirte?

-La muerte, Susana.

-Si es nada más eso, ya vendrá. No te preocupes.

Susana San Juan estaba incorporada sobre sus almohadas. Los ojos inquietos, mirando hacia todos lados. Las manos sobre el vientre, prendidas a su vientre como una concha protectora. Había ligeros zumbidos que cruzaban como alas por encima de su cabeza. Y el ruido de las poleas en la noria. El rumor que hace la gente al despertar.

-¿Tú crees en el infierno, Justina?

-Sí, Susana. Y también en el cielo.

-Yo sólo creo en el infierno -dijo. Y cerró los ojos. 

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