martes

LA RUEDA DE LA VIDA - ELIZABETH KÜBLER-ROSS


TRIGESIMOSEXTA ENTREGA

SEGUNDA PARTE
                                                                                              

"EL OSO".


21. MI MADRE. (1)



Mi vida debería haberme parecido perfecta puesto que era el cuadro mismo de la dicha. En 1969 nos mudamos a una preciosa casa diseñada por Frank Lloyd Wright en Flossmoor, un barrio de clase alta. Mi nuevo jardín huerta era bastante extenso, por lo que Manny y los niños me regalaron un minitractor para mi cumpleaños. Manny estaba encantado con su nuevo estudio e instaló un fabuloso equipo estereofónico para que yo escuchara música country desde mi cocina de ensueño.

Los niños estaban internos en un destacado colegio privado. Pero a mí me parecía casi demasiado perfecto para ser cierto. Era como un sueño del que suponía iba a despertar. Una buena mañana desperté sabiendo el origen de mi inquietud. Estábamos en la tierra de la abundancia, donde no nos faltaba nada, y yo no había transmitido a mis hijos justamente aquello que había sido lo más importante durante mi infancia. Quería que supieran lo que era levantarse temprano, hacer excursiones por las colinas y montañas, apreciar y reconocer las flores, las diferentes hierbas, los grillos y las mariposas. Quería que recogieran flores y piedras de colores durante el día, y que por la noche dejaran que las estrellas les llenaran de sueños la cabeza.

No me detuve a pensar lo que debía hacer. Ésa no era mi manera de actuar. Tomé la decisión rápidamente: la semana siguiente saqué a Kenneth y Barbara del colegio y nos marchamos en avión a Suiza. Mi madre se reunió con nosotros en Zermatt, una encantadora aldea alpina donde estaban prohibidos los coches y la vida era bastante parecida a lo que había sido hacía cien años. Eso era lo que deseaba. El tiempo estaba divino. Hicimos excursiones con los niños, en las cuales subieron montañas, corrieron a lo largo de los riachuelos y persiguieron animales. Recogían flores y se llevaban piedrecillas a casa. Tenían las mejillas sonrosadas, tostadas por el sol. Fue una experiencia inolvidable.

Pero resultó que no fue inolvidable por eso. La última noche, entre mi madre y yo acostamos a los niños. Ella se quedó para darles besos y abrazos extra de buenas noches mientras yo salía al balcón. Me estaba columpiando en una vieja mecedora hecha a mano cuando se abrió la puerta corredera del dormitorio y mi madre se unió a mí para disfrutar del aire fresco de la noche.

Las dos contemplamos maravilladas la luna, que parecía flotar sobre el Matterhorn. Mi madre se sentó a mi lado; estuvimos en silencio durante un buen rato, cada una sumida en sus pensamientos. La semana había sido mejor de lo que yo había imaginado. No podía haberme sentido más feliz. Pensé en los habitantes de todas las ciudades del mundo que jamás hacían un esfuerzo por contemplar un cielo tan precioso. Soportaban la vida mirando la televisión y bebiendo alcohol. Mi madre aparentaba sentirse tan feliz como yo, tanto en ese momento como con su vida.

No sé cuánto rato estuvimos sentadas en silencio, gozando de la mutua compañía, pero mi madre rompió finalmente el hechizo. Podría haber dicho millones de cosas en esos instantes, cualquier cosa,  pero dijo:


-Elisabeth, no vivimos eternamente.

Hay motivos para que las personas digan ciertas cosas en ciertos momentos. Yo no tenía idea de por qué mi madre me decía eso entonces y en ese lugar. Tal vez se debía a la enormidad del firmamento; tal vez porque se sentía relajada y más unida a mí después de haber pasado esa semana juntas.

Tal vez, como creo ahora, tuvo una premonición, un atisbo del futuro. En todo caso, continuó:

-Tú eres el único médico de la familia y si se presentara una urgencia, cuento contigo.

¿Qué urgencia? Pese a sus setenta y siete años, había participado en todas las excursiones sin ningún problema, ningún achaque. Estaba perfectamente sana. No supe qué decir. Sentí deseos de gritarle algo, pero en realidad ella no me dejó lugar. Continuó en esa morbosa dirección:

-Si alguna vez me convierto en vegetal, quiero que pongas fin a mi vida.

Yo me sentía cada vez más molesta y le dije algo así como "Deja de hablar así", pero ella repitió la petición. Por el motivo que fuera, me estaba estropeando la noche y tal vez todas las vacaciones.

-Déjate de tonterías -le supliqué-. No va a ocurrir nada de eso.

Al parecer a ella la traía sin cuidado lo que yo pensara en esos momentos; además, era cierto que yo no podía asegurarle que no iba a acabar como un vegetal. En fin, esa conversación me fastidiaba. Finalmente me incorporé y le dije que yo estaba en contra del suicidio y que nunca, nunca jamás, ayudaría a alguien en eso, y mucho menos a mi madre, la persona cariñosa que me dio a luz y me mantuvo con vida.

-Si te ocurre algo, haré por ti lo mismo que hago por todos mis pacientes, te ayudaré a vivir hasta que mueras.

Más o menos así se terminó esa perturbardora conversación. No había nada más que decir. Me levanté y la abracé. A las dos nos corrían lágrimas por las mejillas. Ya era tarde, hora de ir a acostarnos. Al día siguiente volveríamos a Zurich. Yo sólo deseaba pensar en los momentos agradables, no en el futuro.

Por la mañana ya se había roto el hechizo. Mi madre era la misma de siempre y disfrutamos del trayecto en tren a Zurich. Allí se nos reunió Manny y nos alojamos en un hotel de lujo, que era más del estilo de mi marido. A mí no me importó, puesto que tenía "mi tanque" lleno de aire fresco y flores silvestres. Estuvimos una semana más en Zurich y luego volamos de vuelta a Chicago. Me sentía absolutamente rejuvenecida, aunque no podía quitarme de la cabeza la conversación con mi madre. Traté de no hacerle caso, pero me pesaba como un nubarrón negro en la conciencia.

Tres días más tarde me llamó Eva a casa para comunicarme que el cartero había encontrado inconsciente a nuestra madre en el cuarto de baño. Había sufrido un derrame cerebral. Cogí el siguiente avión y desde el aeropuerto fui directamente al hospital donde estaba mi madre. Incapacitada para moverse o hablar, me miró con cientos de palabras en sus profundos ojos apenados y asustados. Todas se resumían en una sola súplica, que yo entendí. Pero en ese momento sabía, como había sabido antes, que jamás podría cumplir su petición. Jamás podría ser un instrumento de su muerte.

Los días siguientes fueron difíciles. Permanecí a su lado, sentada o atendiéndola y manteniendo con ella un monólogo. Aunque no podía moverse, me contestaba con los ojos. Cerraba un ojo para decir sí, los dos para decir no. A veces lograba apretarme la mano con la mano izquierda.

Hacia el final de la semana sufrió otros derrames menos graves. Perdió el control de la vejiga. Con eso se la consideró un vegetal.

-¿Estás cómoda?

Guiño de un ojo.

-¿Quieres seguir aquí?

Los dos ojos.

-Te quiero.

Un apretón en la mano.

Era exactamente la situación que ella había temido durante las vacaciones de la semana anterior. Incluso me lo había advertido: "Si alguna vez me convierto en vegetal, quiero que pongas fin a mi vida." Su súplica en el balcón resonaba en mi memoria. ¿Sabía ella que se aproximaba esto? ¿Tendría una premonición? ¿Era posible un conocimiento interior? ¿De qué manera podía hacerle más soportable, más agradable, la vida que le quedaba? Muchas preguntas, muy pocas respuestas.

Si yo fuera Dios, me decía en silencio, este sería el momento para introducirme en su vida, para agradecerle el haber amado generosamente a su familia, el haber criado a sus hijos a fin de que fueran seres humanos respetables, dignos, productivos.

Por la noche tenía largas conversaciones con Él. Una tarde incluso entré en una iglesia y le hablé a la cruz. "Dios, ¿dónde estás? -le pregunté amargamente-. ¿Me oyes? ¿Existes siquiera? 

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