por María Esther Gilio
III
Al día siguiente, cuando llegué a las 8 de la noche, estaba despierto y su rezongo me sonó a música celestial: “¿Por qué dijiste que venías a las 7? Hace una hora que te esperamos”. ¿Sería ése, tal vez, el día para preguntas concretas e incluso indiscretas?
Contame sobre tu último libro.
Contame sobre tu último libro.
Se llamará algo así como Recuerdos Sanmarianos. Trata de cosas que suceden en una Santa María distinta, años después.
¿Una Santa María resucitada?
Creo que el único que resucita es el doctor Díaz Grey.
¿Y las calles, los árboles y las casas?
No, porque es un lugar casi desierto. Un lugar donde me contrataron para hacer una represa. Está el río ahí. Y hay también un boliche famoso llamado Chamamé, que ya mencioné en un libro anterior.
Que existe.
Sí, yo lo vi hace años en La Boca, instalado en un galpón, sujeto por unas vigas. Daba la impresión de que en cualquier momento se venía abajo. Tenía también un hermoso letrero que no se me olvida. Decía, sin ninguna falta de ortografía: “Prohibido el porte y uso de armas”.
¿En qué año existía un boliche así, en los ’50?
Andá a saber –dijo mientras hojeaba Poemas de amor, de Idea–. Aquí está el poema que buscábamos ayer. Leelo –me dijo.
¿Por qué dice Idea que nunca sabrás quién es ella? “Nunca sabrás quién fui, porque me amaron otros.”
No sé... Yo nunca sentí que ella estuviera enamorada de mí.
No entiendo, ¿cómo que nunca estuvo enamorada?, ¿y los poemas que te escribió?
Yo no digo que no estuvo sino que nunca sentí que estuvo. Yo creo que lo suyo es algo muy cerebral, intelectual.
¿Nada más?
También es cama.
Y la suma de todo eso, ¿no da amor o lo que los simples mortales llamamos amor? Pero supongamos que sea verdad, que ella no te amó. ¿Y tú a ella?
Andá a saber. Sé que ahí hubo un alto porcentaje de cosa sexual.
¿Fue Dolly la mujer que más te amó?
Preguntale a ella.
-Cómo puedo saber. Yo sé lo que te quiero yo –dice Dolly–. Qué sé yo lo que te quisieron otras.
Y luego, mirándome con esa expresión directa e inocente que no la abandona: “Juan tuvo muchas mujeres”. Y cuando ya casi disparaba la otra pregunta, Onetti gritó: “Párenla, párenla”, con tal cara de “párenla” que paramos. Dolly se levantó y le sirvió más whisky y más hielo, una manera de aventar enojos. Y yo le conté una anécdota sobre Borges y su cuento La intrusa que era otra manera de aventarlos.
¿Sabés que en Buenos Aires hicieron una película sobre La intrusa? Ahí, el guionista y el director insinuaron que hay una relación homosexual entre los dos hermanos. Borges se puso furioso, enojadísimo. ¿Tú qué pensás?
Que había, sí, una atracción muy fuerte entre los dos hermanos. Para mí, es indudable. Pero no se puede pedir a Borges que vea eso. Recuerdo cuando Sur publicó su cuento Ema. Yo me encontré con Mallea por la calle y hablamos sobre el cuento. “Ese es el realismo al que puede llegar Borges”, dijo Mallea.
¿Y tú qué dijiste?
Que el error estaba en lo que doña Victoria había dicho en la propaganda: “Un cuento realista de Borges”. Y no. Es otro cuento fantástico de Borges.
¿Por qué fantástico?
Porque cuando un individuo es asesinado de un tiro, lo llevan derecho a la morgue a que le hagan la autopsia y ahí se descubre de inmediato que no hubo eyaculación previa al balazo. Y la revisación de ella habría demostrado que la violación había ocurrido hacía más de 48 horas.
A él no le gustaba mucho ese cuento; yo oí decir que lo había escrito porque una amiga se lo contó y le pidió que lo escribiera.
Cecilia Ingenieros, pero no se lo contó, le dio los hilos de la trama.
Tú has dicho que “Hombre de la esquina rosada” es su cuento que más te gusta.
Sí, es el que más me gusta. Yo siento ahí el amor de Borges por el hombre porteño. Su identificación o su deseo de identificación con ese hombre.
¿No estuviste con Borges aquí en España?
Sí, estuvimos cenando juntos en Barcelona, invitados por Editorial Bruguera, una editorial tan buena que se fundió. Él tenía a su lado a la japonesa que le daba la sopa en la boca.
Y estaba ciego.
Sí. Ciego pero con unas piernas de fierro. Se había roto el ascensor en el edificio donde debía dar su conferencia y subió sin chistar los 80 escalones. Yo me negué, a pesar de tener 10 años menos que él.
A usted le encanta hacer drama, señor Onetti.
No podía, ¡coño! –dijo, y quedó silencioso con expresión de fastidio que no duró mucho. Un estante de la biblioteca, que cubre la pared frente a su cama, comenzó a atraer toda su atención. Finalmente dijo–. ¿Ves esos libros? Son 100 que seleccionó Bruguera. ¿Sabés qué decía Borges? “Unos se enorgullecen por libros que han escrito. Yo me envanezco por los que he leído.”
Y tú, ¿de qué te envanecés?
¿Yo? De nada. De nada –dijo y masculló algunas palabras que parecían deshacerse y religarse y que, en definitiva, debían significar, aunque no puedo asegurarlo, ¿de qué me voy a envanecer yo? Todo eso con una expresión en que se mezclaban un fastidio grande y un leve pesar–. Eso me ha salvado en la vida o me ha retardado un camino hacia la literatura –dijo en tono irónico–. Pero sobre todo hay en mí una indiferencia tan grande. (Y esta vez su acento era melancólico y sincero.)
¿Es verdad eso? ¿Finalmente habrá que creerte?
Sí, hay que creerme. Me llegan de aquí y de allá cheques de mucho dinero. Y yo no me conmuevo.
¿Alguna vez te conmovió el dinero?
No. Pero esos cheques no son sólo dinero, son lectores. Miles de lectores. Pero es igual, no me conmuevo. A veces me viene un vago pensamiento: “¿Por qué no me ocurrió esto cuando tenía 20 años?”.
¿Qué pensás que habría cambiado eso en tu vida?
Encendió un cigarrillo y quedó en silencio. Había fumado más de la mitad cuando dijo:
A veces pienso que yo, como escritor, no existo, ni existí nunca.
Dios mío, crisis de autoestima. ¿Cuánto tiempo te duran?
Dolly puso a un lado el té que tomaba y lo miró. Esperaba tan interesada como yo una respuesta que aventara aquella pesada nube de melancolía que de pronto oscurecía el cuarto. Pero Onetti se resistía. “No existo”, volvió a decir. Y apagó el cigarrillo. Al cabo de dos o tres minutos añadió: “La única que existe es Carmen Balcells. Mi adorada Carmen Balcells, ella fue quien fabricó y extendió mi fama”. La nube había pasado.
Dolly soltó una carcajada, Beatrice ladró y Onetti bebió un largo trago. “Por la catalana”, dijo.
–La recuerdo cuando vino a Montevideo a conocer a Juan –dijo Dolly–. Era en julio o junio y ella llegó a casa sin avisar. Juan y yo estábamos los dos con gripe. Los dos en la cama y toda la casa, allá en Gonzalo Ramírez, patas para arriba. El ascensor roto, el viento helado del mar colándose por las ventanas. Y ni una silla vacía para que la pobre Carmen, llegada desde más allá del océano, se sentara.
Sí, es verdad, hubo que vaciar una silla para que se sentara. Recuerdo que yo, para curarme la gripe, tomaba crema de whisky.
Dolly se sirvió otro té y dijo: “Carmen entró y no sé qué pasaba, pero sé que estaba enojada. Decía: ‘Como pelillos al mar, como pelillos al mar’”.
Decía eso porque yo, entre otras varias burradas, le había vendido mis obras completas a Aguilar por mil dólares. Se agarraba la cabeza. No podía creerlo. Es verdad que decía “Como pelillos al mar”. En esa época yo hacía cualquier cosa –dijo Onetti y pidió a Dolly que encendiera la televisión porque no quería perderse el informativo.
Durante 10 o 15 minutos el locutor habló del Scud que había caído en Tel Aviv. “Ningún muerto, sólo heridos”, decía. Onetti dijo: “No me asusta morirme”.
¿Cuál fue la asociación que te trajo hasta aquí?
Vos, que me preguntaste si tenía miedo a la muerte.
¿Yo? Yo no.
Entonces no sé. Lo que sé es que le tengo asco.
¿A la muerte?
No a la muerte. A la agonía. Le tengo repugnancia física. Todo es por haber visto agonizar a personas queridas.
¿A quién viste?
“No sabe, no contesta.”
Sos un payaso.
Me gustaría saber si estos hijos de puta, norteamericanos, ingleses y socios, van a soltar Kuwait después que lo hayan tomado. Quiero verlo –dijo, pero una fuerte tos interrumpió la frase–. Esta tos me llevará a la tumba. ¿No se nota?
No. Tenés la cara tan fresca y sonrosada como si la expusieras durante varias horas diarias al sol del Mediterráneo.
No te creo. Pero no pienso comprobarlo. Hace muchos años que no me miro al espejo –volvió a decir.
Pregunté a Onetti qué escritores nuevos había leído. “Cuando quiero leer cosas bellas, agarro a Proust”, dijo. Y luego: “Qué maravilla, qué inteligencia. Claro que el otro es Faulkner”.
¿Volvés a leer a Faulkner?
No, es curioso. El que tengo apartado ahí para leer es Absalon, Absalon, pero lo empiezo y lo tengo que largar.
¿Por qué?, ¿qué te pasa?
Qué bueno es... ¡Qué lo parió!
¿Qué sentís?
Admiración y envidia... todo mezclado. Leo la primera escena y ya... –dijo arrastrando las palabras con acento falsamente dramático. Tanto que Beatrice, asustada, apoyó las patas delanteras sobre la cama y comenzó a lloriquear–. Es así, Beatrice, aunque tú no lo creas –agregó Onetti dándole unos golpecitos en la cabeza.
Eran las doce de la noche, los ruidos que subían de la avenida habían amainado.
“¿Puedo volver mañana?”, pregunté.
Sí, volvé. A visitar a Dolly. Yo me reservo el derecho de admisión –dijo levantando la cara para que lo besara.
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