domingo

EN LA CAMA CON ONETTI - 3 ROUNDS DE CARIÑO EN MADRID (segunda entrega)

por María Esther Gilio

II

Juan Carlos Onetti, como casi todos saben, ha pasado gran parte de su vida en la cama. Allí leyó todos los libros que ha leído y también escribió todos los que hoy se venden en el mundo con su firma. Reclinado sobre el lado derecho, sosteniendo el infinito cigarrillo con la mano izquierda, llenó con la derecha cuartillas y cuartillas de letra clara y ligeramente cuadrada. “Se cumplió el sueño de tu vida. Pasar 24 horas en la cama”, le dije a modo de saludo. “No exageres, apenas 23”, dijo.
                                                                                              
No, no, cosas políticas no. Recibo diarios de allá. Sé tanto como vos. Sé más que vos. Gente. Hablame de gente.

Por un largo rato hablamos de gente, hasta que Onetti terminó el jugo de frutas y pidió un whisky.

¡Cómo! ¿Whisky en el desayuno?                             

La mejor educación inglesa permite tomar whisky más allá del atardecer.

Aprovechando la sonrisa que le provocaba la llegada de la bebida le pregunté si podía grabar, al tiempo que me ponía de pie para tomar el grabador. Ante este gesto, Beatrice, la perra, que resentía mi presencia rezongando interminablemente, comenzó a ladrar furiosa. “Ni siquiera Beatrice quiere que grabés –dijo Onetti con evidente satisfacción–. ¿Vos sabés qué dijo Gassman de los periodistas? ‘Voy a tener que inventarme preguntas porque ningún periodista me hace las que me interesan’.”

Lo mismo dice Marguerite Yourcenar. Yo no tengo inconveniente en que tú te preguntes y te respondas. Sería un placer firmar un diálogo así. Todo hecho por ti. Pero, ya que hablas de Gassman, ¿no dijo él algo de ti en un libro que acaba de publicar?

Dolly, buscá el libro de Gassman y mostrale lo que dice. Si es que aparece, porque esta biblioteca es el pozo de las Bermudas: lo que cae ahí, desaparece.

En la 208, Gassman se preguntaba a sí mismo qué personajes públicos admiraba y él mismo respondía: “Admiro a Saul Bellow y a Elsa Morante, a Ricardo Mutti, al novelista Onetti y al futbolista Platini. A mi jardinero setentón que se llama Armando, al Sai Baba, a Lucio Lombardo Radiccia, a Ella Fitzgerald, a todos los científicos y también a algunos periodistas”.

Veo que esta declaración de Gassman te alegra.

Sí, me gustó eso de estar junto al futbolista Platini. Me llena de ilusión la idea de que un día, cuando hasta vos estés muerta, seamos “el futbolista Onetti y el novelista Platini”. Porque con el correr del tiempo se van a entreverar los términos y no faltará alguno que diga: “Aquel gol de Onetti... ¡Inolvidable!”.

Si puedo hacer algo en ese sentido yo trataré de colaborar en la confusión. Decís que esa media hora que te ofrezco en Uruguay la pasarías en el café Metro. ¿Con quién? ¿A quién querrías ver del otro lado de la mesa?

Uhhh... Toda la barra vieja de la alegre caravana.

¿Maggi?
Sí, Maggi me gustaría, pero cuando decís café Metro... Mirá, un tipo me viene a la cabeza porque no hay más remedio.

¿Por qué no hay más remedio?

Yo qué sé, porque no hay. Se trata de Picatto. Picatto se llamaba, era jorobado y poeta. Publicó... publicó... A ver, Beatrice –dijo dirigiéndose a la perra que dejó de rezongar y fijó sus ojos en él mientras movía la cola–. Vos que tenés buena memoria, ¿cómo se llamaba aquel libro de poemas que publicó Picatto? Ya sé, ya sé, se llamaba Poema del ángel amargo. Picatto estaba enamorado, fue rechazado y se suicidó. Es una historia que te doy en síntesis –dijo, y quedó en silencio mirando a Beatrice, que seguía mirándolo con ojos enamorados.

Diez o más minutos más tarde dijo:

Bueno, también estaba Cabrerita, Parrilla. Y yo trabajaba en Reuter, a unos pasos del Metro, lo cual me permitía atender las dos cosas: el café y la agencia. Si venía algún cable importante, me avisaban. Era tiempo de guerra.

Tiempo de escribir Para esta noche.

-Claro –dijo Dolly. Y en voz muy baja–: Aprovechá a preguntarle ahora.

Pero Onetti la oyó y se revolvió en la cama:

Cien entrevistas me hiciste ya en tu vida, cien por lo menos, ¿qué más querés que te diga?
Si tuvieras que elegir una poesía de las que Idea te dedicó...

Elegiría Ya no.

-Ahora me van a pedir que encuentre los poemas de Idea –dijo Dolly–. Yo en esta casa soy una archivista. Aquí están. (Onetti tomó los poemas y comenzó a ojearlos.)

Qué cosas tiene, qué buenos. Lo único que no me gusta de esta edición es que ya no me los dedica.

Bueno, ella añadió ahí poemas que no son para ti. Si quería publicar juntos todos sus poemas de amor, tú tenías que desaparecer de la dedicatoria. ¿O te parece que podía poner para fulano y fulano?

No me interesan las explicaciones racionales. Me interesa que ya no estoy más allí.
Tú sabes bien cuáles te corresponden y cuáles no. Ya no te corresponde; “No lavaré tu ropa, no te veré morir”, es a ti a quien lo dice.

Sí, claro.              

¿Cómo supiste que ese poema era para ti?

M’hijita, en ese período de nuestras relaciones todos los poemas de amor eran para mí. Y deje en paz mi vida privada. Dolly, poné el informativo.

El locutor decía: “La alocución de Saddam Hussein emitida a través de Radio Bagdad, en su línea habitual, ha afirmado que el triunfo de Irak significará el fin del imperialismo y el colonialismo en el Golfo Pérsico. Asimismo reiteró su deseo de liberar a los palestinos de la ocupación israelí, y ha calificado a Arabia Saudita como el hogar de los infieles desde que aceptó ser la base de la fuerza militar aliada”. Durante 10 minutos todos quedamos en silencio oyendo las noticias. Onetti dijo que aquellas eran noticias viejas y contó que Fidel había mandado a Perú 20 toneladas de medicinas hidratantes.
Ya sé que no estás de acuerdo con Bush. ¿Tal vez estás con Saddam?

Pero no. Para mí que se mueran los dos.

¿No te parece extraño lo que pasa con Semprún, ministro de Educación de Felipe González, apoyando esta guerra con alma y vida?

Y eso pasa con los conversos. Siempre se van para el otro extremo.

-¿E Yves Montand? –dijo Dolly–. Da vergüenza leer las cosas que declara.

¿Qué les pasa? ¿Están viejos?

No sé, m’hija. Porque yo estoy más viejo que ellos y sigo fiel a mis ideas de juventud –dijo Onetti añadiendo con gesto rápido más whisky a su whisky, como si esa fidelidad mereciera un premio especial.

Vamos a suponer que estás escribiendo. ¿Qué es lo que te decide dejar?

Es algo automático, no sé. Pero también hay razones físicas, a veces mis ojos no dan más. Tengo que dejar.

¿No dejás, en general, cuando sabés perfectamente cómo vas a seguir?

Sí, siempre. Eso aconsejaba Hemingway.

Y esa angustia de la que hablan algunos escritores, la de la página en blanco, ¿la sentís?
Onetti soltó un no tan largo e indignado que la mejor posibilidad de una situación así se desvaneció.
Jamás –dijo–. Jamás. Puede ser que muy al principio, cuando las cosas no están del todo claras. Pero sólo al principio –dijo, y me miró con los ojos entrecerrados–. ¿Vos no conocés un poema de Neruda que dice: “Me gusta cuando callas porque estás como ausente”?
Esa indirecta carece totalmente de sutileza.

No busqué sutileza sino claridad. Estoy cansado –dijo bajando la voz y cerrando los ojos. Y unos segundos más tarde, sin abrirlos–: Váyanse a hablar de pavadas al cuarto de al lado.

Nos fuimos, pero sólo Dolly y yo, porque Beatrice quedó ahí sola y triunfante. Reinando junto al dueño de su corazón.

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