miércoles

EL PODER Y LA GLORIA - GRAHAM GREENE

VIGESIMOCTAVA ENTREGA
                           

SEGUNDA PARTE


II (1)

En la noche calurosa y cargada de electricidad los jóvenes de ambos sexos paseaban alrededor de la plaza: los hombres en una dirección, las mujeres en la opuesta, sin hablar nunca entre sí. Hacia el Norte los relámpagos surcaban el cielo. Aquello era como una ceremonia religiosa cuyo significado se hubiera perdido, pero en la cual todos lucían todavía la ropa mejor. A veces un grupo de mujeres mayores se unía a la procesión, un algo más excitadas y risueñas, cual si conservaran el recuerdo de cómo solía transcurrir la ceremonia antes de que se perdieran todos los textos. Un hombre con revólver en la cadera, vigilaba desde los escalones de la Tesorería y un soldado menudo y macilento sentábase a la puerta de la cárcel con el fusil entre las rodillas; las sombras de las palmeras le señalaban como un cerco de sables. Las luces ardían en la ventana de un dentista, rielando en la silla giratoria, en los almohadones de felpa encarnada, en el vaso para enjuagarse colocado en su pequeño soporte y en la vitrina llena de herramientas. Detrás de las ventanas con alambrera de las casas particulares, las abuelas se columpiaban en sus mecedoras, entre fotografías familiares... sin nada que hacer ni que decir, vestidas con demasiada ropa, un poco sudorosas. Aquello era la ciudad, capital de un Estado.

Un hombre con traje de dril raído lo miraba todo desde un banco. Un pelotón de policía armada pasaba en dirección a su cuartel, marchando sin llevar el paso, con los fusiles de cualquier modo. La plaza se iluminaba en cada ángulo con grupos de tres globos unidos por feos alambres aéreos, y un mendigo hacía su recorrido de asiento en asiento sin éxito.

Sentose cerca del hombre vestido de dril y empezó una larga explicación. En sus maneras había un algo confidencial y al mismo tiempo amenazador. Por todas partes las calles bajaban al río, al puerto y a la llanura pantanosa. Contaba el mendigo que tenía mujer y muchos hijos, y que durante las últimas semanas casi no había comido...; se interrumpió palpando el dril del otro.

-Y ¿cuánto le ha costado esto? -preguntó.

-Le sorprenderá a usted cuan poco.

De pronto, en cuanto un reloj dio las nueve y media, se apagaron todas las luces. El mendigo dijo:

-Es suficiente para desesperarle a uno.

Se refería al procedimiento y a que la concurrencia desfilaba cuesta abajo. El hombre vestido de dril se levantó, el otro se puso en pie también pisándole los talones hacia el límite de la plaza; sus pies desnudos y achatados iban dando trompicones en el adoquinado. Suplicó:

-Unos cuantos pesos no representarían nada para usted...

-¡Ah, si supiera cuánta diferencia harían!

El mendigo quedó cortado. Se expresó así:

-Un hombre como yo a veces siente que haría cualquier cosa por unos pocos pesos. -Ahora que se habían apagado las luces en toda la ciudad, ambos intimaban más entre las sombras. Añadió-: ¿Me lo censura usted?

-No, no. Sería lo último que hiciera.

Parecía que todas las cosas alimentaban la cólera del mendigo:

-A veces me siento capaz de matar...

-Eso, por supuesto, estaría muy mal.

-¿Estaría mal que cogiera a un hombre por la garganta...?

-Bueno, un hombre que se muere de hambre, tiene derecho a defender su vida, ciertamente.

El mendigo atisbaba con avidez, mientras el otro seguía hablando como si discutiese una cuestión académica.

-En mi caso, desde luego, apenas valdría la pena. Poseo exactamente quince pesos y setenta y cinco centavos en el mundo. No he comido desde hace cuarenta y ocho horas.

-¡Madre de Dios! -exclamó el mendigo-. Es usted duro como una piedra. ¿No tiene usted corazón?

El hombre vestido de dril se rió de pronto sin motivo. El otro rezongó:

-Está usted mintiendo. ¿Por qué no ha comido usted, si tiene quince pesos?

-Ya ve usted; quiero gastarlos en bebida.

-¿Qué clase de bebida?

-La que un forastero no sabe cómo lograr en un sitio como éste.

-¿Quiere usted decir, alcohol?

-Sí... y vino.

El mendigo se le acercó mucho. Su pierna tocaba la suya; le puso una mano sobre la manga. Pudieran pasar por amigos íntimos hablando en la oscuridad; incluso las luces de las casas se iban apagando, y los taxis que durante el día esperaban a media cuesta un cliente que parecía no llegar nunca, ya se dispersaban. Un farolillo parpadeaba y extinguiose más allá del cuartel de policía.

-Hombre, hoy está de suerte. ¿Cuánto me daría usted...?

-¿Por alguna bebida?

-Por presentarle a quien pudiera proporcionarle a usted un poco de aguardiente, un auténtico y estupendo aguardiente de Veracruz.

-Con una garganta como la mía -explicó el hombre vestido de dril-, lo que necesito en realidad es vino.

Pulque o mezcal2; él tiene de todo.

-¿Y vino?

-Vino de membrillo.

-Daría cuanto tengo -juró el otro con solemnidad y precisión- excepto los centavos, quiero decir, por algún vino de uva verdadero.

En alguna parte, cuesta abajo, junto al río, sonaba un tambor: ram-plam, ram-plam, y unas pisadas que guardaban un ritmo más o menos regular. Los soldados o la policía volvían al cuartel para acostarse.

-¿Cuánto? -repitió impaciente el mendigo.

-Pues, yo le daría a usted los quince pesos y usted compraría el vino correspondiente a lo que quisiera gastar.

-Venga usted conmigo.

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