DECIMOQUINTA ENTREGA
8 / Una buena exposición de ciertas dudas que pueden suscitarse respecto a la contemplación: que la curiosidad del hombre, su saber y su natural inteligencia han de abandonarse en este trabajo; de la distinción entre los grados y las partes de la vida activa y contemplativa
Pero ahora me dices: “¿Cómo he de juzgar estas ideas que actúan sobre mí cuando rezo? ¿Son buenas o malas? Y si son malas, me extraña mucho porque despiertan grandemente mi devoción. A veces son un alivio real e incluso me hacen llorar de pena ante la Pasión de Cristo o de mis propios pecados. Por otras razones también estoy inclinado a creer que estas santas meditaciones me hacen un gran bien. Por eso, si no son malas sino positivamente buenas, no comprendo por qué me aconsejas que las deje debajo de una nube del olvido”.
Las preguntas que me haces son muy buenas y trataré de responderlas lo mejor que pueda. Quieres conocer, en primer lugar, qué clase de pensamientos son, ya que parecen ser tan útiles. A esto respondo: son las ideas claras de tu inteligencia natural que la razón concibe en tu mente. A lo de si son buenas o malas, insistiré en que son siempre buenas en sí mismas, ya que tu inteligencia es un reflejo de la inteligencia divina. Son buenas, ciertamente, cuando con la gracia de Dios te ayudan a comprender tus pecados, la Pasión de Cristo, la bondad de Dios o las maravillas que obra a través de la creación. Nada de extraño si estas reflexiones arraigan tu devoción. Pero son malas cuando, hinchadas por el orgullo, la curiosidad intelectual y el egoísmo, corrompen tu mente. Pues entonces has dejado a un lado la mente humilde de un sabio, de un maestro en teología y ascética para ser como esos sabios orgullosos del demonio, expertos en vanidades y mentiras. Lo digo como una advertencia para todo. La inteligencia natural se inclina al mal siempre que se llena de orgullo y de curiosidad innecesaria sobre negocios mundanos y vanidades humanas o cuando egoístamente anhela las dignidades mundanas, las riquezas, los placeres vanos, o la vanidad.
Me preguntas ahora: si estos pensamientos no sólo son buenos en sí mismos sino que además pueden usarse para el bien, ¿por qué los debo dejar bajo una nube de olvido? Responder a esto precisa cierta explicación. Comenzaré diciendo que en la Iglesia hay dos clases o formas de vida, la activa y la contemplativa. La vida activa es inferior, y la contemplativa superior. Dentro de la vida activa también hay dos grados, uno bajo y otro más alto. Pero estas dos vidas con tan complementarias que, si bien son totalmente diferentes entre sí, ninguna de las dos puede existir independientemente de la otra. Pues el grado superior de la vida activa se introduce en el grado inferior de la contemplativa, de manera que, por activa que sea una persona, es también al mismo tiempo parcialmente cntemplativa. Y cuando el hombre es tan contemplativo como puede ser en esta vida, en cierta medida sigue siendo activo.
La vida activa es de tal naturaleza que comienza y termina en la tierra. La contemplativa, sin embargo, puede ciertamente comenzar en la tierra pero continuará sin fin en la eternidad. Y ello porque la vida contemplativa es la parte de María que no lo será quitada. La vida activa, en cambio, se ve turbada y preocupada por muchas cosas, pero la contemplativa se sienta en paz con la única cosa necesaria.
En el grado inferior de la vida activa la persona hace bien ocupándose en buenas acciones y obras de misericordia. En el grado superior de la vida activa (que se funde con el grado inferior de la vida contemplativa) el hombre comienza a meditar en las cosas del espíritu. Ahora es cuando puede ponderar con lágrimas la maldad del hombre hasta adentrarse en la Pasión de Cristo y los sufrimientos de sus santos con ternura y compasión. Es ahora también cuando crece en el aprecio de la bondad de Dios y de sus dones y comienza a alabarle y darle gracias por las maravillosas maneras con que actúa en su creación. Pero en el grado más alto de la contemplación -tal como la conocemos en esta vida- todo es oscuridad y una nube del no-saber. Aquí uno se vuelve a Dios con deseo amoroso de sólo Él mismo y permanece en la ciega conciencia de su desnudo ser.
Las actividades del grado inferior de la vida activa dejan gran parte del potencial humano natural del hombre sin explotar. En esta etapa vive, como si dijéramos, fuera de sí mismo o por debajo de sí mismo. A medida que avanza hacia el grado superior de la vida activa (que se funde con el grado inferior de la vida contemplativa) se va haciendo más interior, viviendo más desde las profundidades de sí mismo y haciéndose más verdaderamente humano. Pero en el grado superior de la vida contemplativa se trasciende a sí mismo porque consigue por la gracia lo que por naturaleza está por encima de él. Pues ahora se encuentra unido a Dios espiritualmente en una comunión de amor y de deseo. La experiencia enseña que es necesario dejar a un lado por un tiempo las obras de grado inferior de la vida activa, a fin de adentrarse en el grado superior de la vida activa, que, como dijimos, se funde en el grado inferior de la vida contemplativa. De la misma manera, llega un momento en que es necesario dar de lado estas obras también a finde avanzar hacia el grado superior de la vida contemplativa. Y así como es error que una persona que se sienta a meditar piense en las cosas que ha hecho o que hará sin mrar si son buenas y dignas en sí mismas, de la misma manera no está bien que una persona que deberá estar ocupada en la obra de la contemplación en la oscuridad de la nube del no-saber deje que las ideas sobre Dios, sus dones maravillosos, su bondad o sus obras lo distraigan de la atención a Dios mismo. Es esta una cuestión distinta del hecho de que se trate de pensamientos buenos que reportan confort y gozo. ¡No tienen lugar aquí!
Por ello te apremio a que deseches todo pensamiento sabio o sutil por santo o valioso que sea. Cúbrelo con la espesa nube del olvido porque en esta vida sólo el amor puede alcanzar a Dios, tal cual es en sí mismo, nunca el conocimiento. Mientras vivimos en estos cuerpos mortales, la agudeza de nuestro entendimiento permanece embotada por limitaciones materiales siempre que se trata con las realidades espirituales y más especialmente con Dios. Nuestro razonamiento, pues, no es jamás puro pensamiento, y sin la asistencia de la misericordia divina nos llevaría muy pronto al error.
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