H. G. V.
El martes 29 de abril se presentó en el Teatro Solís el Proyecto Multitud, que dirige Tamara Cubas desde 2011, y una desbordante tribu intergeneracional pudo zafar desahogadamente del tontovideanismo campal que venimos padeciendo hace décadas, para contemplar y comulgar con una danza desde donde manó la todopoderosa plenitud del ser comunitario: un verdadero símbolo no demagógico y demostrativo a rajatablas, para hablarlo en Paul Eluard, de que los hombres estamos hechos para entendernos.
El spot difusorio de este relumbrón épico donde participaron 60 bailarines de arquetípica estirpe juglaresca contó con una sola y definitoria consigna: EL TODO ES MÁS QUE LA SUMA DE LAS PARTES, lo que implicaba la proposición de un desafío muy jugado en estos tiempos de tantos discursos caóticos (también está de moda denominarlos líquidos) prestidigitados cambalachescamente por el consumismo salvaje.
Como ya conocíamos una versión del espectáculo realizada en el Espacio de Arte Contemporáneo (ex-cárcel del Miguelete), y además ayer mismo publicamos una entrevista que nos concedió una integrante ya histórica del grupo, Noel Langone, nos pareció oportuno el repaso previo de dos referentes teóricos que enfocan con magistral exactitud el nodo de la puesta que veríamos en el Solís. 1) Para Carl G. Jung, el concepto de colectividad puede definirse como los muchos comparados con el uno. 2) Para Clarissa Pinkola Estés, Nosotras tenemos que decidir qué puentes deberán ser fuertes y estar bien transitados y qué otros puentes deberán mantenerse vacíos e incompletos. Y las colectividades con las que nos relacionemos deberán ser las que ofrezcan el máximo de apoyo a nuestra alma y nuestra vida creativa.
Y el luminoso y sosegado friso que nos ofreció el Proyecto Multitud al final de la función fue celebrado por un público que había sido transfusionado en su vena más íntima: la de la heroica desgarradura diaria que nos impone construir una habitabilidad digna para la desnudez integral del amor.
Nueva York y el Ayuí
Es a partir del París del 800, insuperablemente diseccionado en el laberinto novelesco balzaciano que el mismísimo Marx transitó con lupa propia para sondear el salvajismo hiperrealista de la lucha de clases, que irrumpe la urbe aplastadora como escenario clave de la modernidad.
Y lo que propone Proyecto Multitud es un gigantesco escenario baldío donde la aglomeración humana se va transformando en una especie de hormiguero primero carcajeantemente uniformizado por un andar más ciego que rutinario hasta que termina por sobregirarse entre un tsunami aullante donde cada criatura no tiene más remedio que parir su imprescindible y penosa heroicidad.
Lo que la puesta no pierde nunca, sin embargo, son las simetrías rítmicas grupales (que van estructurando transiciones y variables muy bien dosificadas entre atmósferas lumínicas y sonidísticas que pueden llegar a ser tan chocantes como abrigadoras) aptas para la emergencia de individuos capaces de liderarse a sí mismos sin hegemonizar imperativamente a nadie.
Y entonces va entretejiéndose, con mucho sacrificio, los que podríamos definir como una maraña de vínculos salvíficos surgidos desde la desnudez ofrecida o arrancada desde una minusválida miseria de amor (para hablarlo en Vallejo) y asistimos a una conmovedora vorágine donde la delicadeza termina por imponerse, definitivamente, sobre lo orgiástico.
Agonía, agonía, sueño, fermento y sueño, vociferaba García Lorca en la Nueva York de fines de los 20: Este es el mundo, amigo, agonía, agonía.
Y refiriéndose a la pureza de Walt Whitman, clarinó la elegía de su angelicalidad irreversiblemente extraviada en la mejilla muerta de Wall Street: Tú buscabas un desnudo que fuera como un río, / toro y sueño que junte la rueda con el alga, / padre de tu agonía, camelia de tu muerte, / y gimiera en las llamas de tu ecuador oculto.
En el paisaje final construido frontalmente por los protagonistas de Proyecto Multitud, en cambio, no se nos ofrece en absoluto el derrumbe panorámico de la esperanza, y yo me sorprendí imaginando que así pudieron haber resplandecido los jirones de nuestra comunidad fundacional sobreviviente en el Ayuí.
Porque en nuestro aguerrido sur pervive el atesoramiento de un mestizaje siempre en cueros que Marguerite Yourcenar parece haber definido en la célebre carta de Adriano a Marco: (…) Clavado en el cuerpo querido como un crucificado a su cruz, he aprendido algunos secretos de la vida (…) He soñado a veces con elaborar un sistema de conocimiento humano basado en lo erótico, una teoría del contacto en la cual el misterio y la dignidad del prójimo consistirían precisamente en ofrecer al Yo el punto de apoyo de ese otro mundo. En una filosofía semejante, la voluptuosidad sería una forma más completa, pero también más especializada de ese acercamiento al Otro, una técnica al servicio del conocimiento de aquello que no es uno mismo. Aun en los encuentros menos sensuales, la emoción nace o se alcanza por el contacto (…) si cada parcela de un cuerpo se llena para nosotros de tantas significaciones trastornadoras como los rastros de un rostro; si un solo ser, en vez de inspirarnos irritación, placer o hastío, nos hostiga como una música y nos atormenta como un problema, si pasa de la periferia a su centro, llegando a ser más indispensable que nuestro propio ser, entonces tiene lugar el asombroso prodigio en el que veo, más que un simple juego de la carne, una invasión de la carne por el espíritu.
Y es en este enraizamiento que radica la clave de una vocación de redención artiguista que no ha sido vencida por ningún poscoletazo de la posmodernidad.
Por eso fue, precisamente, que el martes 29 de abril se instaló con tanto éxito en el Solís una patriada cultural anunciadora de que nuestra gente está hambrienta de un arte popular que purifique de una vez por todas a la hipócrita imposición de un establishment chatarrero.
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