domingo

MARLON BRANDO versus TRUMAN CAPOTE


EL DUQUE EN SUS DOMINIOS

TERCERA ENTREGA
En ese momento, en el Miyako, a Brando se le presentó algo de Japón para disfrutar: un emisario de la gerencia del hotel que, inclinándose y frotándose las manos, entró a la habitación diciendo “Ah, Señorr Marron Brando…” y luego se quedó callado, con un nudo en la garganta por la incomodidad que le generaba su recado. Había llegado para reclamar los paquetes de regalo de dulces y tortas de arroz que Brando ya había abierto y probado con ganas. “Ah Señorr Marron Brando, es un error. Eran para entregar en otra habitación. ¡Discurpas! ¡Discurpas!”. Riendo, Brando devolvió las cajas. Los ojos del emisario se agigantaron al ver los paquetes saqueados, pero su sonrisa se mantuvo –de hecho, quedó allí congelada. Era una situación que ponía a prueba la famosa cortesía japonesa. “Ah”, suspiró al dar con una solución que alivió su sonrisa, “ya que gusta tanto, debe quedarse con un paquete”. Le entregó nuevamente las tortas de arroz. “Y ellos” –al parecer, los dueños verdaderos– “pueden quedar con otra. Así todos contentos”.
Fue bueno que dejara las tortas de arroz, pues la cena a fuego lento se estaba haciendo esperar. Cuando llegó, yo respondía las preguntas que Brando me hacía acerca de un conocido mío, un joven norteamericano practicante de budismo que durante cinco años venía llevando una vida contemplativa, cuando no totalmente fuera de este mundo, puertas adentro en el Templo Nishi-Hoganji, en Kioto. La idea de una persona aislándose del mundo para llevar una existencia espiritual –al menos en el sentido oriental– hizo que el rostro de Brando se congelara en pose soñadora. Escuchó con sorprendente atención lo que le conté acerca de la vida que entonces llevaba este joven, y quedó intrigado –o más bien desilusionado– con el hecho de que no se tratara de una renuncia absoluta, de silencios y rodillas lastimadas por tantas plegarias. Por el contrario, detrás de los muros de Nishi-Hoganji mi amigo budista ocupaba tres cuartos soleados, acogedores, llenos de libros y discos de fonógrafo; así como podía asistir a sus ceremonias del té o sus plegarias, era muy capaz de preparar un Martini; tenía dos sirvientes y un Chevrolet con el que se transportaba a sí mismo con asiduidad a los cines locales. Y, hablando de eso, había leído que Marlon Brando estaba en la ciudad, y ansiaba conocerlo. Brando no estaba muy convencido. Su lado puritano, de considerable tamaño, se sintió tocado. Su concepción del verdadero devoto no abarcaba alguien tan du monde como el joven que acababa de describirle. “Es como el otro día en el set”, dijo. “Estábamos trabajando en un templo, y uno de los monjes me pidió una foto autografiada. Ahora, ¿para qué querría un monje mi autógrafo? ¿Y una foto mía?”.
Miró inquisitivamente sus libros desparramados, tantos de los cuales trataban con temas místicos. En su primera conferencia de prensa en Tokio le había dicho a los periodistas que estaba contento de estar de vuelta en Japón, porque le daba la chance de “investigar la influencia del budismo en el pensamiento japonés, su factor cultural determinante”. El material de lectura a la vista ofrecía la prueba de que mantenía este programa, tal vez algo oscuro, de erudición. “Lo que me gustaría hacer”, me dijo, “es hablar con alguien que sepa de estas cosas. Porque…”. Pero su explicación se vio retrasada. La mucama, que acababa de entrar balanceando varias bandejas, dispuso la mesa de laca y nosotros nos arrodillamos en almohadones junto a cada uno de sus extremos.

“Porque…”, retomó, limpiando sus manos en una pequeña toalla al vapor, “he considerado seriamente, y he pensado muy seriamente al respecto, el hecho de dejar todo. Este negocio de ser un actor exitoso. ¿Cuál es el punto, si no evoluciona hacia nada? Está bien, sos un éxito. Al menos sos aceptado, sos bienvenido en cualquier lado. Pero eso es todo, ahí termina la cosa, no lleva a ningún lado. Sólo estás sentado sobre una montaña de dulces sumando gruesas capas de… de cáscara”. Se frotó la pera con la toalla, como si se estuviera sacando maquillaje viejo. “Tener demasiado éxito puede arruinarte tanto como tener demasiado fracaso”. Bajó la vista y miró sin apetito la comida que la mucama distribuía sobre los platos con su acompañamiento de constantes risitas. “Por supuesto”, dijo dudando, como dando vuelta lentamente una moneda para estudiar el lado que parecía más brillante, “no podés ser siempre un fracaso. No si pretendés sobrevivir. ¡Van Gogh! Ahí hay un ejemplo de lo que pasa con una persona que nunca recibe reconocimiento. Dejás de relacionarte; te deja afuera. Pero supongo que el éxito hace eso también. Sabés, me tomó mucho tiempo darme cuenta de que eso es lo que era –un gran éxito. Estaba tan absorto en mí mismo, en mis propios problemas, que nunca miré alrededor, no me di cuenta. Solía salir a caminar en Nueva York, millas y millas, caminaba las calles tarde por las noches y nunca veía nada. Nunca estaba seguro de la actuación, de si era lo que realmente quería hacer. Aún hoy no lo estoy. Después, cuando estuve en “Tranvía”, cuando ya había estado haciéndolo por un par de meses, una noche, y fue algo tenue, muy tenue, comencé a escuchar este rugido… Fue como si hubiera estado dormido y de golpe hubiese despertado acá, sentado sobre una montaña de dulces”.
Antes de conseguir este dulce privilegio, Brando había conocido las vicisitudes de cualquier joven de zona rural –en su caso Libertyville, Illinois– que llega a Nueva York sin conexiones, sin dinero, apenas parcialmente educado (nunca recibió su diploma de secundaria, pues antes de eso lo expulsaron de la Academia Militar Shattuck en Faribault, Minnesota, una institución a la que suele referirse como “el asilo”). Vivió solo en departamentos ya amueblados o compartiendo departamentos apenas amueblados, y así pasó sus primeros años en la ciudad fluctuando entre clases de teatro y compromisos nocturnos con Seguridad Social: Best’s lo tuvo una vez entre sus filas como muchacho de ascensor. Un amigo suyo, que lo conoció mucho en sus días pre-dulzura, confirma hasta cierto punto el retrato algo sonámbulo que Brando pinta de sí mismo; “Era un amigo, uno bueno”, dice este amigo. “Parecía como que se había construido un espacio interior propio al que rápidamente recurría para preocuparse acerca de sí mismo, y regodearse, también, como un tacaño con su oro. Pero no era todo melancolandia. Cuando quería era como un cohete que se disparaba desde sí mismo y salía con esta cosa salvaje, medio infantil y divertida. En una época vivía en un viejo departamento en la Calle 52, cerca de algunos bares de jazz. Solía subirse al techo y lanzar bolsas de papel llenas de agua a los caretas que salían de esos clubs. Y tenía un cartel en la pared de su habitación que decía ‘No estás viviendo si no lo sabés’. Sí, siempre había alguien que caía en ese departamento. Marlon tocando los bongoes, había discos sonando y gente alrededor, chicos del Actor’s Studio y muchos outisders que levantaba por ahí. Y podía ser muy dulce. La persona menos oportunista que conocí. Nunca le importó nada acerca de alguien que pudiera darle una mano, hasta se podría decir que trataba de evitarlos. Obvio, parte de eso –la gente que le caía mal y la que le caía bien, ambos– salía de sus inseguridades, sus complejos de inferioridad. Muy pocos de sus amigos eran sus iguales –nadie con quien tuviera que competir, no sé si me entendés. La mayoría eran vagos, tipos que lo idolatraban o con personalidades que de una u otra manera dependían de él. Lo mismo con las chicas con las que salía, que siempre eran del tipo secretaria-de-alguien, simpáticas pero nunca una fuera de lo común que desatara una estampida de competidores” (Esta preferencia de Brando fue verdad también en su adolescencia, o al menos así lo contó su abuela. Según ella, “Marlon siempre elegía a las chicas bizcas”).
La mucama sirvió sake en copitas del tamaño de un dedal y se retiró. Los connoisseurs de este licor de arroz pálido y fuerte aseguran que pueden discernir entre variaciones de gusto y calidad en más de cincuenta tipos. Para el novato, sin embargo, cualquier sake parece sacado de la misma cuba: una especie de ron, agradable al comienzo y empalagoso tras un rato, poco propenso a retumbar en la cabeza a menos que se baje un litro, hábito que muchos bon vivants del Japón han adoptado. Brando ignoró el sake y fue directo a su filete. El bife era excelente: los japoneses poseen un justificado orgullo por la calidad de sus bifes. El spaghetti, un plato muy popular en Japón, no lo era. Tampoco el resto, esa conglomeración de arvejas, papas y porotos. Aceptando lo extraño que pueda parecer el menú, sería un gran error ordenar comida de estilo occidental en Japón. Aún así llegan momentos en que a uno le dan arcadas de tan solo pensar en más pescado crudo, sukiyaki o arroz con algas, momentos en que, más allá de lo tentadores que puedan resultar o de lo bonitos que luzcan, el estómago desacostumbrado se revuelve ante el mero prospecto de un caldo de anguilas, o abejas fritas, o serpientes y brazos de pulpo al vinagre.
Mientras comíamos, Brando volvió a lo de renunciar a su estatus de estrella de cine en pos de una vida que lo “lleve a algún lado”. Decidió hacer un compromiso. “Bueno, cuando vuelva a Hollywood, qué voy a hacer, voy a echar a mi secretaria y me voy a mudar a una casa más pequeña”, dijo. Suspiró con alivio, como si ya hubiera largado esos viejos estorbos y hubiera ingresado en las simplicidades de la nueva situación. Adornando la idea con su encanto, continuó: “No voy a tener cocinera ni mucama. Sólo una mujer de limpieza que venga un par de veces a la semana”. “Pero”, frunció el ceño, como si algo borroneara la felicidad que vislumbraba, “dondequiera que esté la casa, tiene que tener una valla. Por esa gente con lápices. No te das una idea de cómo son. La gente con lápices. Necesito una valla para mantenerlos lejos. Supongo que no hay nada que pueda hacer con lo del teléfono”.
“¿El teléfono?”.
“Está intervenido. El mío”.
“¿Intervenido? ¿En serio? ¿Por quién?”
Masticó su bife, mascullaba. Parecía reticente a decirlo aún cuando creía que era cierto. “Cuando hablo con mis amigos, hablamos francés. O si no, una jerga bop que inventamos”.

De pronto nos llegan sonidos a través del techo: pisadas y voces apagadas como el sonido del agua corriendo a través de un tubo. “¡Shhh!”, susurró Brando mientras escuchaba atentamente con su mirada alerta hacia arriba. “Bajá la voz. Ellos pueden escuchar todo”. Ellos, parece, eran su colega actor Red Buttons y la esposa de Buttons, quienes ocupaban la suite de arriba. “Este lugar está hecho de papel”, continuó, en un tono como en puntas de pie y con el semblante absorto igual que el de un niño perdido en un juego muy serio, una expresión que de alguna manera explicaba su secretismo, esa personalidad de mirada sobre el hombro y lenguaje en código bop para teléfonos que ocasionalmente hacía que una conversación con él tuviera una cualidad conspiratoria, como si se estuvieran discutiendo tópicos subversivos en territorio peligroso. Brando se quedó callado. Yo me quedé callado. Igual que el Sr. y la Sra. Buttons, al menos hasta donde pudimos percibir. Durante ese lapso de silencio, mi anfitrión encontró una carta enterrada entre los platos y la leyó mientras comía, como un caballero examinando su diario durante el desayuno. Muy consciente de sí mismo, atento a mi presencia, dijo: “De un amigo mío. Está haciendo un documental, la vida de James Dean. Quiere que haga la narración. Creo que puedo”. Dejó la carta a un costado y tomó su pastel de manzana cubierto con una bola derretida de helado de vainilla. “Aunque quizás no. Me emociono con algo, pero nunca dura más de siete minutos. Siete minutos exactos. Ese es mi límite. Ni siquiera sé porqué me levanto por las mañanas”. Terminó su pastel y miró especulativamente mi porción. Se la pasé. “Pero estoy considerando en serio todo esto de Dean. Podría ser importante”.
James Dean, el joven actor de cine que murió en un accidente de autos en 1955, fue promocionado durante su fosforescente carrera como el muchacho confundido norteamericano por excelencia, el símbolo de una juventud acelerada con actitud de navaja ante los pequeños problemas de la vida. Tras su muerte, un costoso filme que había protagonizado, “Gigante”, estaba a punto de ser estrenado, y los agentes de prensa de la película, buscando apaciguar los efectos enfermizos que el fallecimiento de Dean podría haber tenido sobre la comercialización del producto, cubrieron exitosamente la tragedia con glamour, lo que dejó como irónica consecuencia una leyenda de atracción ciertamente necrofílica. Aunque Brando era siete años mayor que Dean, los dos actores siempre estuvieron asociados en la mente de los fanáticos de las películas. Muchos críticos que reseñaron el primer filme de Dean, “Al Este del Edén”, remarcaron la semejanza cercana al plagio entre sus manierismos de actuación y los de Brando. Fuera de pantalla, también, Dean parecía practicar la más sincera forma de adulación. Igual que Brando, andaba por ahí en motocicleta, tocaba bongoes, se vestía como un pendenciero, aparentaba un mambo intelectual y cultivaba una personalidad para los periódicos colorida y excéntrica que mezclaba, en un grado verdaderamente potente, un chico malo con una esfinge sensible.
“No, Dean nunca fue amigo mío”, dijo Brando en respuesta a una pregunta ante la cual aparentó sorpresa. “Esa no es la razón por la que voy a hacer esto de la narración. Apenas lo conocí. Pero tenía una idea fija conmigo. Cualquier cosa que yo hiciera él la hacía. Siempre trataba de acercarse a mí. Solía llamarme por teléfono”. Brando levantó un teléfono imaginario hasta su oído con una sonrisa astuta, como a escondidas. “Solía escucharlo hablar con la contestadora, preguntando por mí, dejando mensajes. Pero nunca le contesté. Nunca le devolví la llamada. No, cuando yo-”.
La escena fue interrumpida por un teléfono de verdad. “¿Sí?” dijo, levantando el tubo. “El mismo. ¿De dónde? ¿Manila? Bueno, no conozco a nadie en Manila. Dígales que no estoy. No, cuando finalmente conocí a Dean…” dijo, colgando el tubo, “fue en una fiesta. Él andaba de acá para allá haciéndose el loco. Así que le hablé. Me lo llevé aparte y le pregunté si no se daba cuenta de que estaba enfermo, que necesitaba ayuda”. Los recuerdos evocaron una versión intensificada de la mirada de compasión iluminada de Brando. “Me escuchó. Sabía que estaba enfermo. Le di el número de un analista, y fue. Y por lo menos su trabajo mejoró. Creo que sobre el final estaba empezando a encontrar su propio camino como actor. Pero toda esta glorificación de Dean está mal. Es por eso que pienso que el documental podría ser importante. Para mostrar que no era un héroe, mostrar lo que realmente era: sólo un muchacho perdido tratando de encontrarse. Eso debería hacerse, y a mí me gustaría hacerlo –quizá como un modo de expiación de mis propios pecados. Como eso de hacer ‘Salvaje”. Se refería al extraño filme en el que era presentado como führer de una tribu de delincuentes tipo fascistas. “Pero… ¿Quién sabe? Siete minutos es mi límite”.
La conversación pasó de Dean a otros actores, y le pregunté a cuáles respetaba. Dudó; aunque sus labios dibujaron varios nombres, parecía no estar seguro de pronunciarlos. Sugerí algunos candidatos: Laurence Olivier, John Gielgud, Montgomery Clift, Gérard Philipe, Jean-Louis Barrault. “Sí”, dijo, finalmente recobrando vida, “Philipe es un buen actor. Barrault también. ¡Dios, qué película maravillosa es ‘Los niños del Paraíso’! Quizá la mejor película jamás hecha. Sabes, esa fue la única vez que me enamoré de una actriz, de alguien en la pantalla. Estaba loco por Arletty”. La estrella parisina Arletty es recordada por los espectadores de todo el mundo gracias a la chispa y el encanto femenino que mostró como la heroína del celebrado filme de Barrault. “O sea, estaba enamorado de verdad de ella. En mi primer viaje a Paris lo primero que hice fue pedir conocer a Arletty. Fui a verla como quien va a un santuario. Mi mujer ideal. ¡Wow!”. Golpeó la mesa. “¡Qué error, qué desilusión! Era una cosa dura…”.
La mucama llegó para limpiar la mesa y le dio al pasar una palmadita a Brando en el hombro, recompensándolo, supuse, por haber dejado sus platos sin migas siquiera. Él se tiró nuevamente en el suelo, poniendo un almohadón bajo su cabeza. “Te voy a decir una cosa”, dijo. “Spencer Tracy es el tipo de actor que me gusta mirar. La manera en que se contiene, se contiene… y luego te lanza el dardo. Tracy, Muni, Cary Grant. Ellos saben lo que hacen. Se puede aprender algo de ellos”.

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click aquì para leer la PRIMERA PARTE del REPORTAJE

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