EL DUQUE EN SUS DOMINIOS
SEGUNDA ENTREGA
Brando viajó a la costa por primera vez en 1949, para actuar en el protagónico de “Hombres”, un filme que trataba acerca de veteranos de guerra parapléjicos. En aquel momento lo acusaron de conducta social grosera y lo criticaron por su gusto por las chaquetas negras de cuero, su favoritismo por las motocicletas en lugar de los Jaguars y su preferencia por secretarias poco conocidas en lugar de aspirantes a estrellas de cine; más aún, los columnistas de Hollywood llenaron sus artículos de comentarios hostiles acerca de su actitud hacia la industria del espectáculo, la cual él mismo resumió a poco de comenzar, diciendo “La única razón por la que estoy aquí es que aún no tengo el coraje moral para rechazar el dinero”. En las entrevistas, indicó repetidamente que nada estaba tan lejos de sus pensamientos como convertirse “tan sólo en un actor de cine”. “Podré hacer una película cada tanto”, dijo en una ocasión, “pero más que nada me interesa trabajar sobre las tablas”. Sin embargo, después de “Hombres”, que había sido más un succès d’estime que un éxito comercial, retomó a Kowalski en la versión para la pantalla de “Un Tranvía Llamado Deseo”, y este rol, tal como había sucedido en Broadway, lo consagró como estrella. (Definido con exactitud, una estrella de cine es cualquier intérprete que por sí solo lleva ganancias a las taquillas más allá de la calidad de la película en la que aparezca. Ese rebaño es tan escaso que son menos de diez los actores que califican hoy para ese título. Brando es uno de ellos, siendo quizá sólo superado en la división masculina de tal género por William Holden). En el curso de los últimos cinco años, ha interpretado a un revolucionario mexicano (“¡Viva Zapata!”), a Marco Antonio (“Julio César”) y a un enloquecido delincuente juvenil motociclista (“Salvaje”), ganó un Oscar de la Academia por el papel de un sinvergüenza de astillero (“Nido de ratas”), personificó a Napoleón (“Desirée”), cantó y bailó a su manera en el rol de un delincuente adulto (“Ellos y ellas”) y tomó el papel del intérprete okinawense en “La casa de té de la luna de agosto”, la cual, tal como “Sayonara”, su décima película, requirió de una parte de filmación de exteriores en Japón. Pero nunca, salvo por un breve repertorio de verano, volvió a los escenarios. “¿Por qué debería hacerlo?”, preguntó apático cuando le remarqué esto. “Las películas tienen un gran potencial. Pueden ser un factor para el bien. Para el desarrollo moral. Al menos algunas pueden –el tipo de películas que yo quiero hacer”. Hizo una pausa en la que pareció escuchar algo, como si su frase hubiera sido grabada y estuvieran pasándola de nuevo. Posiblemente el sonido de ella le desagradó; de cualquier modo, su mandíbula comenzó a moverse como si estuviera mordiendo algo desagradable. De pronto miró al vacío y protestó: “¿Qué es lo tan genial acerca de Nueva York? ¿Qué es lo tan genial de trabajar para Cheryl Crawford y Robert Whitehead?”. La Srta. Crawford y Whitehead son dos de los más destacados productores teatrales de Nueva York, ninguno de los cuales tuvo oportunidad de contratar a Brando. “De todos modos, ¿qué podría hacer?”, continuó. “No hay ningún papel para mí”.
Se apilan, y los papeles ofrecidos a él en cualquier estación por gerentes de Broadway ilusionados bien podrían estar a una altura que exceden la propia del actor. Tennessee Williams lo quiso para el protagónico masculino de cada una de sus cinco últimas obras, y la más reciente de éstas, “Orfeo desciende”, en etapa de producción al momento de nuestra charla, había sido escrita expresamente como vehículo para un protagónico en conjunto entre Brando y la actriz italiana Anna Magnani. “Puedo explicar muy fácilmente porqué no hice “Orfeo”, dijo Brando. “Hay cosas hermosas allí, algunas de las mejores líneas de Tennessee, y la parte de Magnani es genial; tiene un punto, puedes comprenderla –y me pasaría por encima en el escenario. El personaje que se suponía que yo actuaría, este muchacho, Val, nunca toma partido por nada. Realmente no puedo ver si está a favor o en contra de algo. Bien, no se puede actuar un vacío. Y se lo dije a Tennessee. Así que continuó intentando. Lo reescribió para mí, quizá un par de veces. Pero…”. Se encogió de hombros. “Bien, no tenía ninguna intención de que me pasaran por arriba en un escenario con Magnani. No en ese papel. Al final de la obra me habrían tenido que barrer”. Se quedó pensativo por un momento, y agregó, “Creo –de hecho, estoy seguro– que Tennessee Williams tiene una asociación mental fija conmigo y Kowalski. Quiero decir, somos amigos y sabe bien que como persona yo soy justo lo opuesto de Kowalski, que era todo aquello con lo que estoy en contra –completamente insensible, crudo, cruel. Pero aún así la imagen que Tennessee tiene de mí se confunde con el hecho de que interpreté ese papel. Así que no sé si podría escribir para mí en un tono de color diferente. La única razón por la que hice “Ellos y ellas” fue por trabajar en un color más suave –el amarillo. Antes de eso, el color más fuerte que había interpretado fue el rojo. De rojo hacia abajo. Marrón. Gris. Negro”. Estrujó un atado de cigarrillos y lo hizo rebotar en su mano como una pelota. “No hay ningún papel para mí en las tablas. Nadie lo escribe. Vamos. Decime un papel que me vaya…”.
En ausencia de obras escritas por contemporáneos de valor, ¿no podría acaso honrar el trabajo de plumas más antiguas? Muchas personas sensatas que aparecieron en el filme junto a él admiraron su interpretación de Marco Antonio en “Julio César” y lo consideraron alguien preparado, en caso de que la voluntad estuviera allí, para sumergirse en muchos de los papeles Everest de la literatura dramática –incluso, posiblemente, Edipo.
Brando recibió los recordatorios de estos agasajos inexpresivamente –o, quizá, indulgente con su hábito de no escuchar. Pero, sensible a un nuevo silencio en nuestra conversación, lo disolvió: “Por supuesto, las películas pasan de largo tan rápido. El otro día vi “Tranvía” y ya era una película pasada de moda. Aún así, las películas tienen el mayor potencial. Puedes decir cosas importantes a mucha gente. Acerca de la discriminación y el odio y los prejuicios. Quiero hacer películas que indaguen en temas actuales del mundo de hoy. En términos de entretenimiento. Esa es la razón por la que comencé con mi propia productora independiente”. Estiró su brazo para señalar afectadamente “A Burst of Vermillion”, que será el primer guión filmado por Pennebaker Productions –la compañía independiente que ha creado.
¿Y “A Burst of Vermillion” lo conformó como base para las elevadas metas que se propuso?
Masculló algo. Luego algo más. Cuando se le pidió que fuera más claro, dijo: “Es un western”.
¿Y “A Burst of Vermillion” lo conformó como base para las elevadas metas que se propuso?
Masculló algo. Luego algo más. Cuando se le pidió que fuera más claro, dijo: “Es un western”.
No pudo contener una sonrisa, que creció hasta convertirse en carcajada. Se revolcó por el suelo y rugió. “Dios, la única cosa aquí es… ¿Podré volver a ver a mis amigos a la cara?”. Algo más sobrio, dijo: “Hablando en serio, sin embargo, la primera película tiene que hacer dinero. De otra manera, no habrá otra. Estoy casi quebrado. No, no es broma. Me tomó un año y doscientos mil dólares de mi propio bolsillo conseguir un escritor que lograra un guión decente. Usando mis ideas. El último fue tan malo que me dije ‘Voy a hacerlo solo’. Voy a dirigirla, también”.
Producida por, dirigida por, escrita y protagonizada por… Charlie Chaplin logró esto, y lo llevó aún más alto componiendo sus propias bandas sonoras. Pero profesionales de gran experiencia –Orson Welles, por nombrar uno– han lidiado con un número menor de tareas que las que Brando planea asumir. Sin embargo, ya tiene una respuesta lista para mi sugerencia de que quizá esté cargando el carro con más de lo que el burro puede llevar. “Tomemos la producción”, dijo. “¿Qué es lo que un productor hace además del casting? Sé tanto acerca de casting como cualquier otro, y eso es todo lo que la producción es. Casting”. Dentro de la industria, uno se vería en apuros para encontrar a alguien que comparta esta opinión. Un buen productor, además realizar el casting –esto es, ensamblar al director, los actores, el equipo técnico y el resto de los componentes del grupo– tiene que ser un diplomático de las emociones, alguien que calme y contenga, y, sobre todo, debe ser un mecánico de oficio a la hora de tratar con la maquinaria de dólares y centavos. “Pero en serio”, dijo Brando, ahora excesivamente sobrio, ‘Burst’ no es tan sólo cosa de vaqueros-contra-indios. Trata de un muchacho mejicano, odio y discriminación. Qué sucede en una comunidad cuando esas cosas existen”.
Sayonara, también, tiene momentos cuyo significado ataca los prejuicios, pues cuenta la historia de un piloto norteamericano de jet que se enamora de una bailarina japonesa de music-hall, dejando así consternados a buena parte de sus superiores de la Fuerza Aérea y dejando consternados también a los jefes de ella, aunque la objeción de estos últimos no pasa por la imposibilidad racial del romance sino por el hecho de que la joven tenga un romance en sí, ya que pertenece a una compañía femenina de ópera –basada en su contraparte de la vida real, la Compañía Takarazuka– cuya gerencia promociona la premisa de que, bajo el escenario, sus cientos de muchachas llevan una vida como de convento, despojada de la cercanía de hombres de cualquier raza o credo. La novela de Michener concluye con los desamparados amantes diciéndose el uno al otro sayonara, palabra que representa una despedida. En la versión cinematográfica, sin embargo, la palabra, y en consecuencia el título, pierden significancia. Antes de desvanecerse, la pantalla muestra al par de oriente y occidente tan juntos que lucen como en camino hacia el registro civil para concertar su matrimonio. En una conferencia de prensa que Brando concedió al arribar a Tokio, informó a unos sesenta reporteros que había aceptado participar en la historia porque “da justo en el blanco de los prejuicios que sirven para limitar el progreso hacia un mundo en paz. Debajo del romance, ataca prejuicios que existen tanto de parte de los japoneses como de nuestra parte”, y que también estaba haciendo el filme porque le daba la “invalorable oportunidad” de trabajar con Joshua Logan, quien podría enseñarle “qué hacer y qué no”.
Pero ha pasado tiempo. Y ahora Brando, bufando, dice: “Oh, ‘Sayonara’, ¡me encanta! Este maravilloso disparate de corazones y flores que se suponía que sería un retrato serio acerca del Japón. Así que, ¿qué más da? De cualquier modo, lo estoy haciendo por la plata. Plata para invertir en el despegue de mi propia compañía”. Tiró de su labio pensativamente y volvió a bufar. “Allá en California estuve sentado veintidós horas en reuniones de guión. Logan me decía, ‘Cualquier sugerencia que tengas va a ser bienvenida, Marlon. Cualquier cambio que quieras hacer, simplemente hacelo. Si hay algo que no te guste –bueno, reescribilo, Marlon, escribilo a tu manera’”. Los amigos de Brando alardean con que puede imitar a cualquiera tras observarlo por no más de quince minutos: a juzgar por la extraña excelencia con que imitó el vago acento sureño de Logan, sus expresiones con ojos tristes, radiantes, trémulos de entusiasmo, difícilmente estén exagerando. “¿Reescribir? Puta, reescribí todo el maldito guión. Y ahora pasa que no van a usar más de ocho de esas líneas”. Vuelve a bufar. “Me rindo. Salgo del papel, eso es todo. A veces pienso que igual nadie se da cuenta de la diferencia. Durante los primeros días en el set traté de actuar. Pero luego hice un experimento. En una escena, traté de hacer todo lo equivocado que se me ocurriese. Muecas de dolor, ojos en blanco, hacía toda clase de gestos y expresiones que no tenían nada que ver con el papel que se suponía que debía representar. ¿Y qué dijo Logan? Sólo dijo ‘¡Maravilloso! ¡Imprímanlo!’”.
Una frase que suena seguido durante la conversación de Brando, “Sólo soy sincero en el 40% de lo que digo”, probablemente deba aplicarse aquí. Logan, un director de cine y teatro de amplio reconocimiento y logros largamente reompensados (“Mr. Roberts”, “South Pacific”, “Picnic”), es un hombre que encuentra su equilibrio en el entusiasmo así como un pájaro encuentra su equilibrio en el aire. La necesidad de alguien creativo de confiar en el valor de lo que está creando es axiomática; la confianza de Logan en cualquier emprendimiento en el que esté embarcado se acerca a una fe eufórica que lo protege, tal como se supone que debe suceder, de la molestia que muerde con la desconfianza en uno mismo. La alegría que puso en cualquier cosa relacionada con “Sayonara”, un filme que había estado preparando durante dos años, era casi tan inviolable que no le permitió notar que el entusiasmo de su estrella podría no equipararse con el suyo. Lejos de eso. “Marlon”, alguna vez anunció, “asegura que nunca ha estado tan feliz con un equipo de trabajo como con nosotros”. Y “Nunca había trabajado con un actor tan excitante, inventivo. Tan plegable. Se encamina en su dirección maravillosamente, y aún así siempre tiene algo para agregar. Sacó de la nada este acento sureño para el papel; a mí nunca se me hubiese ocurrido, pero, bueno, es ideal –es la perfección”. De todos modos, para la noche en que tuve la cena en la habitación de hotel de Brando, Logan había comenzado a estar atento al hecho de que algo faltaba en su entendimiento mutuo con Brando. Él lo atribuía al hecho de que en esta etapa, donde la mayoría de las escenas filmadas se enfocaban en el paisaje del Japón (las multitudes en las calles, las vistas) más que en los actores, aún no había trabajado con Brando con el material que en buena parte los pondría a ambos a prueba. “Eso se dará cuando lleguemos a California”, dijo. “La cuestión interior, las escenas dramáticas. Brando va a estar genial –nos llevaremos bien”.
Una frase que suena seguido durante la conversación de Brando, “Sólo soy sincero en el 40% de lo que digo”, probablemente deba aplicarse aquí. Logan, un director de cine y teatro de amplio reconocimiento y logros largamente reompensados (“Mr. Roberts”, “South Pacific”, “Picnic”), es un hombre que encuentra su equilibrio en el entusiasmo así como un pájaro encuentra su equilibrio en el aire. La necesidad de alguien creativo de confiar en el valor de lo que está creando es axiomática; la confianza de Logan en cualquier emprendimiento en el que esté embarcado se acerca a una fe eufórica que lo protege, tal como se supone que debe suceder, de la molestia que muerde con la desconfianza en uno mismo. La alegría que puso en cualquier cosa relacionada con “Sayonara”, un filme que había estado preparando durante dos años, era casi tan inviolable que no le permitió notar que el entusiasmo de su estrella podría no equipararse con el suyo. Lejos de eso. “Marlon”, alguna vez anunció, “asegura que nunca ha estado tan feliz con un equipo de trabajo como con nosotros”. Y “Nunca había trabajado con un actor tan excitante, inventivo. Tan plegable. Se encamina en su dirección maravillosamente, y aún así siempre tiene algo para agregar. Sacó de la nada este acento sureño para el papel; a mí nunca se me hubiese ocurrido, pero, bueno, es ideal –es la perfección”. De todos modos, para la noche en que tuve la cena en la habitación de hotel de Brando, Logan había comenzado a estar atento al hecho de que algo faltaba en su entendimiento mutuo con Brando. Él lo atribuía al hecho de que en esta etapa, donde la mayoría de las escenas filmadas se enfocaban en el paisaje del Japón (las multitudes en las calles, las vistas) más que en los actores, aún no había trabajado con Brando con el material que en buena parte los pondría a ambos a prueba. “Eso se dará cuando lleguemos a California”, dijo. “La cuestión interior, las escenas dramáticas. Brando va a estar genial –nos llevaremos bien”.
Había otra razón en ese punto para no darle a su estrella principal el tipo de atención que podría haber establecido una armonía más aceitada: Logan estaba en total desarmonía con los mismísimos elementos de la cultura japonesa que motivaron su decisión de hacer la película. Perdidamente enamorado del teatro japonés, ansiaba entrelazar “Sayonara” con auténticas secuencias del teatro Kabuki clásico, los dramas con máscaras del No y las obras de títeres del Bunraku; esos serían, por decirlo de alguna manera, los halos de erudición del filme. Y, hasta ese momento, Logan, junto con William Goetz, el productor, había estado negociando durante más de un año con Shochiku, la gigante compañía cinematográfica que controla la mayor parte de las actividades teatrales en el Japón. El soberano del imperio Shochiku es un hombre pequeño y falto de sonrisas, una eminencia de ochenta años conocido como el Sr. Otani. Tiene nombre de pila, Takejiro, pero hay pocas personas vivas que tengan con él la suficiente confianza como para poder usarlo. Hijo de un carnicero (y, en consecuencia, parte de los sectores excluidos en la sociedad budista del Japón), Otani, junto con un hermano ahora muerto, fundó Shochiku y lo cultivó al punto que, en los últimos cuatro años, sus acciones fueron las más altas de todas las compañías del Japón. Tras convertirse en un magnate tal que compite con Kokichi Mikimoto, el último rey de las perlas cultivadas, la sombra de Otani cubre como una manta toda la industria del entretenimiento del Japón: además de ejercer un control monopólico sobre el teatro clásico, es dueño de la cadena más grande de cines y teatros del país, produce toneladas de películas y está metido también en radio y televisión. Desde la posición de ventaja de Otani, cualquier transacción con los Sres. Logan y Goetz debe haberse visto para él como un negocio muy pequeño. Sin embargo, al principio simpatizaba con el proyecto, más que nada porque había quedado impresionado con la fervorosa admiración de Logan por el Kabuki, el No y el Bunraku, las tres incuestionables gemas en la corona del anciano, las tres más cercanas a su corazón (de acuerdo a algunos especialistas, estas artes ancestrales deben gran parte de su buena salud a su generosidad). Pero Otani no es un filántropo. Cuando las negociaciones de Sochiku con la gerencia de “Sayonara” habían supuestamente terminado, los primeros habían otorgado a los segundos, por un modesto precio, el derecho de filmar escenas en el famoso Teatro Kabuki de Tokio, y, por una suma aún más modesta, permiso para hacer uso libre de la troupe del Kabuki, las obras y actores del No y los titiriteros del Bunraku. Sochiku había aceptado también la participación de las muchachas de su compañía de ópera –un factor necesario para la producción del film, pues la troupe Takarazuka descripta en la novela estaba molesta con el “libelo” de Michener y se había negado a prestar cualquier tipo de colaboración. Logan estaba tan eufórico al momento de partir hacia Japón que hasta podría haber volado con su propio impulso. “Otani nos dio carta blanca: esto va a ser algo verdadero, la cosa real”, dijo. “Nada de Kabuki falso ni material de segunda, la cosa real, algo que nunca ha sido filmado antes”. Pero tampoco lo sería entonces, pues, más allá del ancho Pacífico, Logan y sus asociados tenían un Pearl Harbor personal aguardándolos. Otani rara vez se deja ver. Por lo general es representado por asistentes insulsos, y cuando Logan y Getz bajaron de su avión un grupo de éstos les informaron que Shochiku había cometido un error en sus cálculos financieros: la cuenta era ahora mucho más alta que lo que inicialmente habían estimado. Getz protestó. Otani, confiado en tener las mejores cartas (después de todo, aquí estaban estas personas de Hollywood en Japón con su costoso elenco, su costoso grupo de rodaje y sus costosos equipos), respondió subiendo la cuenta todavía más. Con lo cual Goetz, él mismo un hombre de negocios duro como un caparazón de tortuga, terminó las negociaciones y le dijo a su director que deberían preparar ellos mismos su propio Kabuki, No, Bunraku y compañía de ópera con artistas independientes.
Mientras tanto, la prensa de Tokio publicitaba estos contratiempos. Varios diarios, entre ellos el Japan Times, acusaban a Shochiku de actuar de mala fe. Otros, tomando posición por Shochiku, o quizás simplemente una línea anti-Sayonara, se manifestaron encantados de que los norteamericanos no tuvieran la posibilidad de “degradar nuestras más refinadas tradiciones artísticas” representándolas en la versión fílmica de una “novela vulgar que de ninguna manera es un elogio a la población del Japón”. Los diarios que se posicionaron en contra del proyecto “Sayonara” parecían particularmente molestos con el hecho de que Logan había contratado a un actor mejicano, Ricardo Montalbán, en el papel de un importante intérprete de Kabuki (el Kabuki es tradicionalmente una iniciativa exclusiva de hombres; los papeles más grandes, los más difíciles, suceden al momento de representar mujeres, los cuales son interpretados por hombres que las imitan: Montalban debía actuar en el papel de uno de ellos) y también con el hecho de que habían tenido el “descaro” de contratar a una estrella real del Kabuki que sustituiría a Montalbán en las escenas de baile, lo cual, tal como remarcó un periodista japonés, era “como pedirle a Ethel Barrymore que haga de doble”. Con todo, la prensa local venía muy sensible con todo lo que estaba sucediendo en Kioto, la ciudad a doscientos treinta millas al sur de Tokio en la que el equipo de la película había decidido hacer la mayor parte de las tomas de exteriores a causa de su plétora de templos históricos, sus fotogénicas colinas azules, sus lagos con niebla y su cuidada atmósfera del antiguo Japón, con sus elegantes posadas de geishas y calles iluminadas por lámparas de papel. Y así, en este ambiente, el equipo estaba encontrando en Kioto tantas dificultades como sus más acérrimos enemigos podrían haberles deseado. Puntualmente, resultaba un problema para los norteamericanos conseguir nativos que desearan aparecer en el filme –un fenómeno interesante, considerando lo deseoso de ser fotografiado que suele ser el japonés promedio. Es cierto que los productores de la película habían conseguido hacerse de un rejunte de titiriteros y actores del No que no estaban en contrato con Shochiku, pero estaban pasando las del demonio para ensamblar una compañía de ópera de mujeres presentable (estas peculiares instituciones japonesas se asemejan a algo así como un Folies-Bergere de mentes inocentes de un único sexo. Rara vez se presentaba un hombre a esas performances: la audiencia, tal como el elenco, estaba compuesta exclusivamente de mujeres). Con la esperanza de salvar esta dificultad, la gerencia de “Sayonara” había distribuido pósters promocionando un concurso para seleccionar “las cien muchachas más hermosas del Japón”. El affaire, con el que esperaban una gran convocatoria, estaba programado para llevarse a cabo a las dos en punto de una tarde de jueves en el lobby del Hotel Tokio. Pero no hubo ganadores, porque no hubo participantes: nadie se presentó. El productor Goetz, uno de los decepcionados jueces, apeló, como último recurso, a reclutar muchachas de los bares y cabarets de Kioto. Kioto, o al caso cualquier ciudad japonesa, es un Valhala para aquellos que gustan de los bares. En proporción, el número de locales que proveen bebidas alcohólicas es más alto que en Nueva York, y la diversidad de estos salones –que van desde acogedores apartados de bambú que cobijan a cuatro clientes hasta templos de neón de varios pisos que presentan, a tono con la aptitud japonesa para la imitación, bandas de cha cha cha y cuartetos de rocanrol montañés y chanteuses existentialistes y vocalistas orientales que cantan piezas de Cole Porter con acento de norteamericano negro– es extraordinaria. Pero sin importar cuán bajo o lujoso el establecimiento pueda ser, hay algo que en todos es igual: siempre hay a mano un puñado de chicas para convencer con zalamerías a los clientes a que entren en calor. Un gran número de estas muchachas de bellos peinados, bien vestidas y con interminable espíritu festivo, se sientan bebiendo Parfaits d’Amour (un coctail violeta viscoso actualmente de moda por estos alrededores) mientras llevan a cabo el papel de chica geisha de un pobre hombre, esto es, alegrar los espíritus sin necesariamente corromper la moral de hombres casados agotados y de solteros que ansían un poco de diversión. No es inusual ver a cuatro de ellas con un solo cliente. Pero cuando los productores de Sayonara comenzaron a reclutarlas tuvieron que lidiar con la circunstancia de que las trabajadoras nocturnas con las que estaban tratando no estaban acostumbradas a levantarse tan temprano como lo demanda la filmación de una película. Para hacerse de sus talentos, y comprobar que las damas llegaran al set a la hora fijada, algunos miembros del equipo de rodaje hicieron de todo –salvo regalar anillos de compromiso.
Mientras tanto, la prensa de Tokio publicitaba estos contratiempos. Varios diarios, entre ellos el Japan Times, acusaban a Shochiku de actuar de mala fe. Otros, tomando posición por Shochiku, o quizás simplemente una línea anti-Sayonara, se manifestaron encantados de que los norteamericanos no tuvieran la posibilidad de “degradar nuestras más refinadas tradiciones artísticas” representándolas en la versión fílmica de una “novela vulgar que de ninguna manera es un elogio a la población del Japón”. Los diarios que se posicionaron en contra del proyecto “Sayonara” parecían particularmente molestos con el hecho de que Logan había contratado a un actor mejicano, Ricardo Montalbán, en el papel de un importante intérprete de Kabuki (el Kabuki es tradicionalmente una iniciativa exclusiva de hombres; los papeles más grandes, los más difíciles, suceden al momento de representar mujeres, los cuales son interpretados por hombres que las imitan: Montalban debía actuar en el papel de uno de ellos) y también con el hecho de que habían tenido el “descaro” de contratar a una estrella real del Kabuki que sustituiría a Montalbán en las escenas de baile, lo cual, tal como remarcó un periodista japonés, era “como pedirle a Ethel Barrymore que haga de doble”. Con todo, la prensa local venía muy sensible con todo lo que estaba sucediendo en Kioto, la ciudad a doscientos treinta millas al sur de Tokio en la que el equipo de la película había decidido hacer la mayor parte de las tomas de exteriores a causa de su plétora de templos históricos, sus fotogénicas colinas azules, sus lagos con niebla y su cuidada atmósfera del antiguo Japón, con sus elegantes posadas de geishas y calles iluminadas por lámparas de papel. Y así, en este ambiente, el equipo estaba encontrando en Kioto tantas dificultades como sus más acérrimos enemigos podrían haberles deseado. Puntualmente, resultaba un problema para los norteamericanos conseguir nativos que desearan aparecer en el filme –un fenómeno interesante, considerando lo deseoso de ser fotografiado que suele ser el japonés promedio. Es cierto que los productores de la película habían conseguido hacerse de un rejunte de titiriteros y actores del No que no estaban en contrato con Shochiku, pero estaban pasando las del demonio para ensamblar una compañía de ópera de mujeres presentable (estas peculiares instituciones japonesas se asemejan a algo así como un Folies-Bergere de mentes inocentes de un único sexo. Rara vez se presentaba un hombre a esas performances: la audiencia, tal como el elenco, estaba compuesta exclusivamente de mujeres). Con la esperanza de salvar esta dificultad, la gerencia de “Sayonara” había distribuido pósters promocionando un concurso para seleccionar “las cien muchachas más hermosas del Japón”. El affaire, con el que esperaban una gran convocatoria, estaba programado para llevarse a cabo a las dos en punto de una tarde de jueves en el lobby del Hotel Tokio. Pero no hubo ganadores, porque no hubo participantes: nadie se presentó. El productor Goetz, uno de los decepcionados jueces, apeló, como último recurso, a reclutar muchachas de los bares y cabarets de Kioto. Kioto, o al caso cualquier ciudad japonesa, es un Valhala para aquellos que gustan de los bares. En proporción, el número de locales que proveen bebidas alcohólicas es más alto que en Nueva York, y la diversidad de estos salones –que van desde acogedores apartados de bambú que cobijan a cuatro clientes hasta templos de neón de varios pisos que presentan, a tono con la aptitud japonesa para la imitación, bandas de cha cha cha y cuartetos de rocanrol montañés y chanteuses existentialistes y vocalistas orientales que cantan piezas de Cole Porter con acento de norteamericano negro– es extraordinaria. Pero sin importar cuán bajo o lujoso el establecimiento pueda ser, hay algo que en todos es igual: siempre hay a mano un puñado de chicas para convencer con zalamerías a los clientes a que entren en calor. Un gran número de estas muchachas de bellos peinados, bien vestidas y con interminable espíritu festivo, se sientan bebiendo Parfaits d’Amour (un coctail violeta viscoso actualmente de moda por estos alrededores) mientras llevan a cabo el papel de chica geisha de un pobre hombre, esto es, alegrar los espíritus sin necesariamente corromper la moral de hombres casados agotados y de solteros que ansían un poco de diversión. No es inusual ver a cuatro de ellas con un solo cliente. Pero cuando los productores de Sayonara comenzaron a reclutarlas tuvieron que lidiar con la circunstancia de que las trabajadoras nocturnas con las que estaban tratando no estaban acostumbradas a levantarse tan temprano como lo demanda la filmación de una película. Para hacerse de sus talentos, y comprobar que las damas llegaran al set a la hora fijada, algunos miembros del equipo de rodaje hicieron de todo –salvo regalar anillos de compromiso.
Otra molestia más para los realizadores tenía que ver con la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, cuya cooperación era vital, pero aún cuando antes habían prometido ayudar ahora tenían algunos titubeos, quejándose con gravedad de uno de los elementos básicos del guión –el hecho de que durante la guerra en Corea algunos hombres de la Fuerza Aérea que se habían casado con japonesas eran enviados de vuelta a casa. Esto, protestó la Fuerza Aérea, habrá sucedido en la práctica, pero no era política oficial del Pentágono. Con la opción de cortar las partes que generaron la ofensa –removiendo así una considerable porción de las entrañas del guión– o dejarlas con el costo de perder la colaboración de la Fuerza Aérea, Logan se inclinó por la cirugía.
Luego estaba el problema de la Srta. Miiko Taka, quien había sido elegida como la bailarina capaz de despertar la pasión del oficial Brando de la Fuerza Aérea. Tras haber intentado conseguir a Audrey Hepburn para el papel –y tras encontrarse con el no de la Srta. Hepburn– Logan había comenzado a buscar a una “desconocida” y había dado con la Srta. Taka, una atractiva japonesa nacida en Norteamérica –segura de sí misma, amable, nada pretenciosa e inocente de cualquier experiencia actoral– que había dejado su empleo como cajera en una agencia de viajes de Los Angeles para sumarse a esta, así llamada por ella, “fantasía de Cenicienta”. Aún cuando sus habilidades actorales –así como las de otro personaje principal del filme, Red Buttons, un ex-comediante burlesco de la TV norteamericana que, como la Srta. Taka, contaba con escaso entrenamiento como actor– estaban causando alguna que otra preocupación al director, Logan, admirablemente imperturbable y alegre a pesar de todo, dijo: “Es algo que solucionaremos. Tanto como sea posible, mantendré sus rostros quietos y sus bocas cerradas. De todos modos está Brando, él va a estar tan bien que rendirá tanto como lo necesitamos”. Pero, en cuanto a eso de rendir, “Me rindo”, repetía Brando. “Voy a rendirme. Voy a sentarme y relajarme. Voy a disfrutar de Japón”.
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