sábado

LAS VOCES DEL DESIERTO - MARLO MORGAN


VIGESIMOCTAVA ENTREGA

21.

LA GUÍA (3)

La idea me llegó de nuevo: “Sé agua. Sé agua. Cuando aprendas a ser agua, encontrarás agua.” No sabía qué significaban esas palabras. No tenía sentido. ¡Sé agua! Eso no era posible. Pero una vez más intenté olvidar mi educación en una sociedad dominada por el hemisferio cerebral izquierdo. Cerré mi mente a la lógica y a la razón. Me abrí a la intuición y, cerrando los ojos, empecé a ser agua. Utilicé todos mis sentidos mientras caminaba. Olía a gua, la saboreaba, la sentía, la olía, la veía. Era fría, azul, clara, fangosa, quieta, ondulada, helada, derretida, vapor, corriente, lluvia, nieve, húmeda, vivificante, salpicaba, se extendía ilimitada. Fui toda imagen posible del agua que me vino a la mente.

Caminábamos por una llanura uniforme hasta donde alcanzaba la vista. Tan sólo había una pequeña loma rojiza, una duna de arena de poco menos de dos metros de altura con una saliente de roca en la cima. Parecía fuera de lugar en aquel paisaje inhóspito. Subí por la pendiente con los ojos entrecerrados a causa de la luz cegadora del sol, como suida en un trance, y me senté en la roca. Miré hacia abajo y allí, ante mí, se habían detenido todos mis amigos, que me habían ofrecido su apoyo y su afecto sin condiciones, sonriendo de oreja a oreja. Les devolví la sonrisa débilmente. Luego eché la mano izquierda hacia atrás para apoyarme y noté algo húmedo. Giré la cabeza como un resorte. Detrás de mí, en la continuación de la repisa de roca sobre la que me había sentado, había un estanque de unos tres metros de diámetro y medio de profundidad, lleno de una hermosa agua limpia y cristalina procedente de la lluvia que había descargado la escurridiza nube del día anterior.

Creo de todo corazón que el primer sorbo de agua tibia me acercó más a nuestro Creador que el sabor de cualquier comunión que hubiera recibido antes en una iglesia.

No puedo estar segura del tiempo puesto que carecía de reloj, pero yo diría que no transcurrieron más de treinta minutos entre el momento en que empecé a ser agua y en el momento en el que sumergimos la cabeza en el estanque y lanzamos gritos de júbilo.

Celebrábamos aun nuestro éxito cuando un gigantesco reptil se acercó lentamente. Era enorme y parecía un vestigio de tiempos prehistóricos. Pero no había espejismo, era real. En aquel momento, ninguna otra aparición hubiera resultado más apropiada para la comida que aquella criatura que parecía ser de ciencia ficción. La carne trajo consigo la euforia que se apodera de cualquiera ante un festín.

Aquella noche comprendí por primera vez la creencia de la tribu en la relación de la tierra con las características de los antepasados propios. Nuestra gran taza de roca parecía haber surgido bruscamente en medio de la llanura que nos rodeaba como el pecho nutrido de una antepasada, cuya conciencia corporal se hubiera convertido en materia inorgánica para salvarnos la vida. Bauticé en silencio la loma: Georgia Catherine, el nombre de mi madre.

Alcé la vista hacia la vasta extensión de tierra que nos rodeaba y, al tiempo que daba las gracias, comprendí verdaderamente que el mundo es un lugar de abundancia. Está lleno de personas buenas que nos apoyan y comparten nuestra vida si se lo permitimos. Hay comida y agua para todos los seres vivientes en todas partes si nos abrimos para recibir y también para dar. Pero entonces, por encima de todo, valoré la abundante guía espiritual que había en mi vida. Disponía de esa ayuda en cualquier momento de angustia, incluidos la proximidad de la muerte y el mismo acto de morir, porque había conseguido superar “mi estilo de vida”.

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