TRIGÉSIMA ENTREGA
CAPÍTULO NOVENO (4)
EL HOMBRE DE LAS GAFAS (4)
-Como acabo, pues, de decirle -continuó el Profesor con esfuerzo semejante al del que tiene que abrirse camino por entre la arena pesada- el incidente que nos ha ocurrido, determinándonos a inquirir la suerte del Marqués, es de tal naturaleza que sin duda preferiría usted conocerlo; pero como más bien que a mí le aconteció al camarada Syme...
Sus palabras se arrastraban como las palabras de una antífona; pero Syme, que estaba en acecho, vio que los largos dedos de su amigo redoblaban nerviosamente sobre el borde de aquella mesa desvencijada, y leyó en ellos este mensaje:
-"Ayúdeme, que se me acaba".
Y Syme saltó a la brecha, con aquel arrojo de improvisación que se apoderaba de él en los momentos de alarma.
-En efecto -declaró apresurado-, la cosa me sucedió a mí más bien. Tuve la suerte de entrar en conversación con un detective que, gracias al sombrero, me tomó sin duda por persona respetable. Deseoso de conservar mi reputación, me lo llevé conmigo al Savoy, donde logré ponerlo en completo estado de embriaguez. Se manifestó muy efusivo, y me contó, con abundantes palabras, que esperaban detener en Francia al Marqués dentro de dos o tres días. De modo que, como no le sigamos la pista usted o yo...
Pero el Doctor seguía sonriendo amistosamente, y sus ojos tan impenetrables y ocultos. El Profesor le indicó por señas a Syme que él mismo se encargaría de seguir contando la historia, y en efecto continuó así, con la calma de antes.
-Syme me contó esto hace un instante, y juntos decidimos venir a ver a usted, a fin de que aprovechara nuestras informaciones. A mí me parece incuestionable que...
A todo esto, Syme había estado observando al Doctor con una atención semejante a la que éste ponía en observar al Profesor, aunque sin su peculiar sonrisa. Bajo la energía de aquella afabilidad inmóvil, los nervios de los dos compañeros de armas estaban a punto de estallar. De pronto, Syme se inclina ligeramente y manipula sobre la mesa este mensaje:
-"¡Tengo una idea!"
Y casi sin interrumpir su monólogo, su aliado contestó por los mismos signos:
-"Pues a ello".
-"Es una idea extraordinaria" -telegrafió Syme. Y el otro. -"Será un disparate extraordinario".
Y Syme:
-"No, que soy poeta". Y le retrucó su amigo:
-"Hombre muerto sí que es usted".
Syme se había sonrojado hasta la raíz de sus rubicundos cabellos, y los ojos le brillaban febrilmente. En efecto, había tenido una intuición que pronto se había convertido en viva corteza. Volviendo a la manipulación, le indicó a su amigo:
-"Verá usted qué idea más poética. No se la espera usted. Tiene el encanto sorprendente de la primavera".
Y descifró, en los dedos de su amigo, la siguiente respuesta:
-"Vayase al diablo". -Y el Profesor continuó endilgándole al Doctor su monólogo de meras palabras vacías.
-"Más bien puedo decirle -manipuló Syme- que se parece a ese súbito olor marino que exhalan a veces los bosques lozanos y empapados".
No se dignó el otro contestarle.
-"O más bien -continuaron los dedos de Syme- es conmovedora mi idea como los cabellos rojizos de una hermosa mujer".
El Profesor continuaba su monólogo, cuando Syme se decidió a intervenir. Inclinándose sobre la mesa, dijo con una voz que reclamaba la atención:
-¡Dr. Bull!
La risueña y suave cara del Doctor permaneció impasible, pero se hubiera jurado que, bajo sus gafas negras, sus ojos dardeaban hacia Syme.
-Dr. Bull -repitió Syme con un tono singularmente preciso, aunque cortés-. ¿Quiere usted hacerme un favor insignificante? ¿Quiere usted tener la amabilidad de quitarse las gafas?
El profesor se revolvió en la silla, y echó sobre Syme una mirada llena de extrañeza y furor. Syme, como el que ha arrojado sobre la mesa toda su fortuna, esperaba, encendido el rostro, y el busto inclinado. El Doctor no se movió.
Hubo un silencio de unos segundos, durante el cual pudo.haberse oído la caída de una aguja, silencio cortado a lo lejos por el silbido lejano de un steamer, sobre el Támesis. El Dr. Bull se levantó lentamente, siempre risueño, y se quitó las gafas.
Syme se irguió de un salto y retrocedió un poco, como el profesor de química ante la explosión inesperada. Sus ojos eran dos estrellas, y por un instante no pudo hacer más que señalar con el dedo sin decir palabra. También el Profesor había saltado sobre sus pies olvidándose de su fingida parálisis. Apoyado ahora sobre el respaldo de la silla, contemplaba con dudosos ojos al Doctor, cual si éste se le hubiera metamorfoseado en un sapo. Y en verdad la metamorfosis había sido notable.
No hay comentarios:
Publicar un comentario