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EL PRIMER MANIFIESTO DEL CONSTRUCTIVISMO DE JOAQUÍN TORRES GARCÍA - GUIDO CASTILLO


GUIDO CASTILLO
EL PRIMER MANIFIESTO DEL CONSTRUCTIVISMO DE JOAQUÍN TORRES GARCÍA (1)
Entre nosotros -jamás en su presencia- lo llamábamos El viejo y parecía, realmente, que estaba envuelto por un aire milenario que lo cubría como un antiguo manto transparente y sagrado. Su ancianidad, poderosa y triunfante, no dependía tanto de sus años como de una sabiduría inmemorial que había bebido en una fuente secreta, sólo por él conocida. De acuerdo con el mito que Platón expone en el Fedro, sobre la reencarnación y transmigración de las almas, se podría decir que había llegado al grado supremo de la metempsícosis, o sea, a la posesión de toda la ciencia y de toda la pureza necesarias para poder retornar a la región supraceleste de las ideas eternas. Por eso, las afirmaciones más nuevas, audaces y revolucionarias salían de su boca con la pátina de verdades establecidas desde el principio de los tiempos. Lo mismo sucede, por su puesto, con su obra pictórica, la cual se distingue, entre las grandes creaciones de nuestro siglo, por ser en la que más se evidencia una antigüedad esencial, que es la raíz viva de su modernidad arrolladora. La relación de Torres García con el pasado es tan original y renovadora como su visión del presente, e inseparable de ella. Nadie como él ha sabido encontrar el ángulo estético donde las piedras de una catedral romántica coinciden con los hierros de una locomotora.
Lo vi, por primera vez, en 1942, cuando asistí a una de sus conferencias sobre el arte prehistórico. Había pocos oyentes, pero todos lo escuchaban con un respeto casi religioso, aunque después supe que muy pocos de ellos entendían algo de lo que estaban oyendo. De inmediato se apoderó de mí un sentimiento muy similar al de aquellos sorprendentes feligreses, porque aquel hombre fogoso y sereno con la serenidad del que, desde hace mucho tiempo, está acostumbrado a su propio fuego- era el sacerdote de un extraño culto, en el que se pasaba de la estética a la metafísica del arte y de la metafísica del arte a la mística de la pintura.
Creí estar oyendo a un hierofante eleusino redivivo, que pretendía iniciar en los sagrados misterios a quienes, como yo, no estábamos preparados para ello. Pronto comprendí que Torres García, aunque tenía en cuenta a su auditorio, hablaba, sobre todo para sí mismo, y que, por ese ensimismamiento, aquel extraordinario monólogo público se convertía en un sermón que debía ser predicado inevitablemente y puntualmente, aun en el desierto. Lo paradójico era que en gran parte su fuerza de comunicación -o de atracción- radicaba en lo que sus palabras tenían de soliloquio prensible. No se trataba, sin embargo, de un orador brillante, sino de todo lo contrario, pues se expresaba con cierta monotonía y en un lenguaje muy simple. Para destacar una idea elevaba un poco la voz, o repetía el concepto, empleando, a veces, expresiones tales como esto es muy importante, y otras similares. Cuando terminó su disertación, quedó un momento en silencio, recorrió la concurrencia con una mirada casi colérica -algunos aplaudieron y se ruborizaron de haberlo hecho a destiempo- levantó un brazo y dijo algo así: El verdadero arte está en saber trazar dos rayas, y nada más. Mientras pronunciaba estas palabras, su mano cortó el aire dibujando la cruz ortogonal. No supe si el gesto nos bendecía o nos condenaba.
En mi cabeza daban vueltas nociones nuevas, y todavía vagas, sobre lo abstracto y lo concreto, la estructura, los signos o símbolos mágicos, lo mental y lo visual, la medida armónica y el Compás de Oro. Me sentí culpable y avergonzado por desconocer la Gran Tradición Universal (así, con aplastantes mayúsculas), que se había iniciado en el Neolítico para interrumpirse, o soterrarse, en el Renacimiento y volver a resurgir, tímida y contradictoriamente, en este siglo, a partir de Cézanne. Me consolaba la sospecha oscura de que esa Gran Tradición era, en parte, un descubrimiento y, en parte, una creación del propio Torres García.
Un amigo común -no recuerdo quién- nos presentó, cuando él ya se marchaba, cubierto por un pesado abrigo sobre un traje muy grueso. Su garganta estaba protegida por una bufanda de lana y su cabeza por un sombrero de invierno que dejaba escapar sus largos cabellos blancos. El color de sus ropas correspondía a diversos tonos de una paleta ocre.

Su cuerpo encorvado y delgadísimo -huesos, nervios, piel- daba la impresión de una tremenda energía encerrada en una cápsula endeble, que necesitaba, para protegerse, de un gran calor constante, casi insoportable para las personas normales. Estaba rodeado por su mujer, Manolita -que lo acompañaba infatigablemente a todas partes- y tres de sus cuatro hijos: Augusto, Ifigenia y Horacio. Ella, de una simpatía fuera de lo común, me saludó con extrema amabilidad; los hijos, con huraña desconfianza. Torres García clavó en mí sus ojos claros y me miró como sólo él sabia mirar. Yo era, entonces, un barbiponiente y pretencioso intelectualillo de diecinueve años. Me sentí mediado, sopesado, vaciado y clasificado, como una planta o un molusco. Tuve, sin embargo, la alegría y el miedo de intuir que, por primera vez en la vida, alguien me consideraba como un ser verdaderamente importante, aunque fuese con la importancia del cordero para el lobo. Me preguntó qué hacía y, ante la simple pregunta, caí en la cuenta que todas mis genialidades en prosa y en verso eran tonterías sin valor alguno. En el momento de despedirnos me invitó a ir a su casa, esa misma semana, y me pidió que le llevara mis cosas. Quede confuso, asustado y en la gloria.
Retrasé casi dos meses mi visita. Me demoraba el temor de dar un paso que sabía decisivo. Durante todo ese tiempo, Torres García, su obra, sus ideas y su enseñanza fueron mi preocupación principal y casi exclusiva. No pasaba día sin que me viera con alguno de sus discípulos que era amigo mío, para preguntar, indagar, discutir y, sobre todo, para ver de sus cuadros, la mano, la mirada, el espíritu del maestro. Cuanto más sabía de él, más misterioso me parecía. Por fin me decidí y, una tarde, fui a su casa en compañía de Gonzalo Fonseca, quien le llevaba varios cartones para que se los corrigiera. Cuando atravesé el umbral de la puerta de calle experimenté una emoción similar a la del que pisa la cubierta de un barco que va a partir hacia un país desconocido, sabiendo que no podrá regresar jamás. Si, después de casi treinta y cinco años la sucesión de los hechos se me aparece confusa, el recuerdo de mi estado de ánimo es clarísimo y sé que ha de conservarse inalterable hasta el día de mi muerte. La casa era modesta, pero amplia, cómoda y acogedora. Reinaba allí la limpieza y el orden sin frialdad. No había lujos y todo era bello, discreto, cálido y armonioso. El estudio de Torres García era una habitación grande con una ventana que se abría sobre un pequeño jardín.

En ella predominaban los cuadros y los libros: éstos cubrían una pared, sobre unas estanterías -construidas por el propio pintor- de una rara estructura, única en su género, muy funcional y extremadamente hermosa; los cuadros se alineaban, en tres largas filas, contra la pared opuesta. Un enorme caballete, muy pesado y de gran solidez, se erguía, dominante, casi en el centro del estudio. Torres García avanzó lentamente hacia nosotros diciéndonos que nos había hecho esperar porque estaba terminando de pintar un cuadro. Vestía una túnica de ocre pálido, que se doraba con las últimas luces del atardecer. Ni en la túnica ni en sus largas manos muy blancas había una sola mancha de pintura. Con el tiempo comprobé que podía pintar el cuadro más grande y empastado sin que en su persona quedaran huellas del trabajo recientemente realizado.
Lo he visto bajar de un andamio, después de terminar un mural de muchos metros cuadrados, tan impecable como había subido. Hasta la pequeña paleta que empleaba -aunque tuviera una gruesa capa de pintura endurecida- daba la impresión de una extraña limpieza, como no he conocido otra; los distintos colores se destacaban, claramente definidos, pues no necesitaba hacer muchas mezclas para encontrar el matiz o el tono justo. Solía decir que bastaba mirar la paleta de un pintor para adivinar la índole y la calidad de su pintura. Me reconoció de inmediato y me recordó, con entera precisión, lo poco que habíamos hablado. Murmuré unas disculpas confusas. Me interrumpió con un gesto, comprendiéndolo todo. Llenó una pipa con un tabaco negro y duro y lanzó una bocanada de humo acre difícil de soportar aún para el fumador más acostumbrado. Como tuve que hacer esfuerzos evidentes para contener la tos, afirmó, muy convencido, que era el tabaco más barato y el mejor del mundo, y que, cuando uno se acostumbraba a él, no lo podía sustituir por ningún otro. Yo, que no podía hablar, asentí con vehementes movimientos de cabeza, teniendo la íntima seguridad de que si llegaba a fumar una pipa de ésas me moriría sin remedio. Se sentó en un sillón, dando muestras de estar cansado, y me indicó una silla de madera, muy original por su forma, diciendo que la había hecho él mismo y que podría comprobar que era muy cómoda. Me senté y lo comprobé. Miró a Fonseca, que seguía de pie, y éste se inclinó sobre su paquete de cartones, escogió uno y lo colocó, apoyándolo en el suelo, frente al maestro, quien después de mirar la pintura con gran atención, hizo una seña -siempre en silencio- y, el discípulo puso un nuevo cuadro al lado del primero. La operación se repitió hasta que todos los cartones -no recuerdo su número- quedaron a la vista.
Pasaron cuatro o cinco minutos silenciosos y muy largos; Torres García se levantó trabajosamente, dio unos pasos y señaló uno de los cuadros, diciendo que era muy bueno. Se dirigió hacia el cuadro elogiado, lo cogió y lo puso en su caballete, convirtiendo ese solo hecho en la mejor alabanza. Mientras realizó todas esas acciones nadie se atrevió a ayudarlo, a pesar que daba la impresión de estar haciendo el esfuerzo penoso de ejecutarlas. Enumeró una a una las virtudes del cartón que teníamos adelante, empezando por los detalles más concretos del oficio de pintar hasta llegar al sentido profundo y al alma de la obra, que apareció nueva y espléndida ante mis ojos como si nunca la hubiera visto antes. Me llené de una intensa alegría al comprobar que mi amigo era un artista tan grande que había sido capaz de crear aquella maravilla. Sin saber bien por qué, yo mismo me sentí halagado, como si compartiera la gloria de Fonseca -que tenía mi edad y con quien en aquel entonces participábamos de tantas cosas- y me creí con el talento suficiente para escribir los poemas más extraordinarios en cuanto regresara a mi casa. Torres García, que había hecho una pausa, y probablemente vuelto a encender su peligrosa pipa, comenzó a señalar algunos defectos sin importancia -y muy fáciles de corregir- que el cuadro tenía. También los enumeró uno a uno. Y la obra maestra se fue apagando, hasta quedarse muerta y vacía de alma. (A la mañana siguiente, en el taller de Fonseca, tomamos mate, quemando los famosos cartones en un fogón para calentar el agua.)
Torres García volvió a sentarse y dijo a Fonseca que continuara por ese camino. Aunque no se distinguía por ninguna parte ningún camino particular que mereciera la pena ser andado -como no fuera el que marcaban los lineamientos generales del constructivismo-no pude advertir ni en su voz ni en sus ojos la menor sombra de ironía. Quedé confuso ante aquella aparente contradicción, que Fonseca -seguramente acostumbrado a experiencias similares- parecía admitir como el hecho más normal y más lógico del mundo. Torres García se volvió hacia mí y me preguntó por mis cosas. Le contesté que no las había traído porque consideraba muy malas. Hizo un gesto de impaciencia, como si yo hubiese dicho una estupidez o mi autocrítica lo molestara. Me dijo que seguramente en algún momento las tuve por buenas, porque de otro modo no las hubiera escrito, y que, por lo tanto, podía equivocarme al condenarlas ahora.
Busqué una disculpa y le dije que al leerlas con más frialdad que al escribirlas me había dado cuenta de su escaso valor y que de cualquier manera que fuese no podía mostrárselas porque las había roto y sólo sobrevivían en algunos periódicos y revistas, unos pocos poemas, cuentos y ensayos que prefería no haber escrito ni menos publicado. Sus ojos, transparentes e implacables, se entrecerraron y se apretaron sus labios, como si quisieran frenar al felino de su alma, dispuesto a lanzarse sobre mí. Tuvo un momento evidente de terrible cólera, y yo de miedo. Supe que si no hubiera logrado contenerse me habría insultado y probablemente expulsado de su casa. Comenzó a respirar con cierta fatiga, como si acabara de hacer un esfuerzo. Se repuso y me dio la primera gran lección de mi vida. Cuando pronunció las primeras palabras, se vio que su ira no había pasado enteramente pero que estaba siendo dominada y administrada por una voluntad superior. Sin injuriarme nunca, me trató de vanidoso y pueril. Me dijo que había temido mostrarle mis escritos y los había destruido porque me daba más importancia a mí mismo que a la literatura; que cuando se es joven tanto da escribir bien como mal, porque lo único que interesa es la actitud espiritual con que se escribe y el concepto que se tenga del hecho literario, que no difiere, sustancialmente, del hecho pictórico; que en los comienzos es preferible escribir mal y que hay que desconfiar de los que tienen facilidad de empezar escribiendo o pintando bien, según el punto de vista académico, o sea, para el criterio vulgar; que lo fundamental estaba en que yo debía llegar a convencerme que la poesía y el arte existían, verdadera y objetivamente, fuera de mí y muy por encima de mí, como otro mundo lejano que contenía la significación del mundo real; que si quería ser un escritor era preciso que me olvidara de mí mismo y procurara con todas las fuerzas de mi alma acceder a ese otro mundo donde lo profundo eran las formas y donde la ley y la libertad eran tan inseparables que se necesitaban recíprocamente.
Me dijo muchas cosas más, pero mi memoria ha olvidado algunas y simplificado las otras. Sé, sin embargo, que sus palabras, sus silencios, su persona entera y todo lo que lo rodeaba, en aquel espacio y en aquel tiempo, decidieron de mi destino. No recuerdo si puesto por él mismo o -después de una indicación suya- por su hijo Augusto, apareció en el caballete un cuadro construido a base de pequeños cuarteles rectangulares que parecía contener y ordenar el infinito. Me preguntó qué opinaba. Farfullé mi admiración con muy poca coherencia. Aceptó mi confuso comentario, alabó mi buen criterio, cogió al vuelo alguna de mis frases inconexas y la desarrolló haciéndome decir lo que nunca se me hubiera ocurrido. Su enfado había desaparecido por completo y sólo había en él una extraordinaria lucidez entusiasta. Se refirió primero a las relaciones del arte con la naturaleza, por un lado, y con las ideas o el espíritu, por otro. Habló después del constructivismo y de su difícil equilibrio entre la abstracción mental y la visión sensorial. De pronto afirmó -también sin ironía- que era probable que Fonseca y yo tuviéramos más talento que él, pero que para pintar aquel cuadro había tenido que andar un largo camino, a partir de un camino mucho más largo recorrido por el hombre a través de los tiempos. Señaló la tela y dijo algo así: No sé si para pintar esto hay que ser más o menos genial, y no me interesa. No sé si es una obra muy bella, magnífica, excepcional, y tampoco me interesa. Sé que es lo que debe ser, porque es verdadera. Calló un momento, y agregó: La verdad y la libertad son lo último que se conquista. Y se conquistan juntas. La verdad nos descubre la realidad, la ley y la medida; la libertad hace posible la creación.
Yo ya había comprendido que las dos correcciones del cartón de Fonseca, afirmativa una y negativa la otra, no eran contradictorias, sino complementarias: en la primera había relacionado la obra con las posibilidades que Fonseca tenía entonces como pintor; en la segunda había levantado hasta el nivel de la pintura en sí, para confrontarla con ella. Nos mostró varias obras constructivas más y algunos retratos de hombres célebres o de Héroes, como él también los llamaba: Velázquez, El Greco, Leonardo, Beethoven, Cristóbal Colón, Bartolomé de las Casas, Unamuno, etc. Recuerdo que frente al retrato de Beethoven dije que me parecía un boxeador o un luchador que acababa de componer la Sinfonía Pastoral. Se mostró muy contento con mi observación -aunque es probable que lo del boxeador no fuera de su agrado- y me dijo que efectivamente, cuando lo estaba pintando pensaba, sobre todo, en la sexta sinfonía. Cuando nos pusimos de pie para marcharnos, me habló con mucha amabilidad y me pidió que continuara escribiendo, que no tuviera temor en mostrarle lo que hiciera, porque, aunque él sólo era un pintor y no un literato, había leído mucho, tenía amistad con grandes escritores y porque, en resumidas cuentas, todas las artes coincidían en una esencia común. Al despedirnos me dijo: Hay que ser humilde y fuerte. Vuelva cuando quiera.

Mientras caminábamos bajo las estrellas, en dirección al Prado, donde ambos vivíamos, Fonseca comentó que Torres García se había formado una buena impresión de mi persona. Le dije que creía lo contrario, porque había provocado su enojo con mi torpeza y porque él nada sabía de mí ni de lo que hacía. Mi amigo sentenció enigmáticamente: El viejo siempre sabe. Y terminamos nuestro camino en silencio.




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