miércoles

EL PODER Y LA GLORIA - GRAHAM GREENE


VIGESIMOTERCERA ENTREGA
                            

SEGUNDA PARTE


I (10)




El hombre pareció momentáneamente satisfecho. Andaba junto a la mula con una mano en el estribo; de vez en cuando escupía. Cuando el cura miraba al suelo veía un dedo gordo moviéndose como una larva por la tierra. Probablemente no era dañino. Es condición general de la vida inclinarse a la sospecha. Llegó el crepúsculo y después, casi en seguida, la oscuridad.

La mula se movía aún más despacio. A su alrededor empezaron los rumores, como en un teatro cuando cae el telón y entre bastidores y por los pasillos empieza la bulla. Cosas que uno no podía clasificar, jaguares quizá, chillaban en la maleza; los monos andaban por las ramas altas, y los mosquitos zumbaban por todas partes como máquinas de coser.

-El andar da sed -comentó el hombre-. ¿Tiene usted por casualidad, señor, algo de beber...?

-No.

-Si ha de llegar usted a Carmen antes de las tres, tendrá que pegarle a la mula. Si usted quiere yo cogeré el palo y...

-No, no; deje al pobre animal que se tome el tiempo que quiera. A mí no me importa... –dijo soñoliento.

-Habla usted como un cura.

Se despertó de golpe, pero bajo los altos árboles oscuros no podía ver nada.

-¡Qué tonterías dice usted! -exclamó.

-Yo soy muy buen cristiano -repuso el hombre, acariciándole el pie.

-Lo creo. Yo quisiera poder decir lo mismo.

-¡Ah! Debiera usted ser capaz de reconocer a las personas en quienes puede confiar  manifestó, escupiendo campechano.

-No tengo nada que confiar a nadie -replicó el cura-, excepto estos pantalones, que están muy rotos. Y esta mula, que no es muy buena, como usted mismo puede ver.

Durante un rato hubo silencio, y después, cual si hubiera estado considerando la afirmación anterior, el mestizo se expresó de este modo:

-No sería mala mula si usted le tratara como es debido. Nadie me puede enseñar nada en
cuestión de mulos. Bien veo yo que revienta de cansada.

El cura bajó la mirada sobre la cabeza gris y estúpida.

-¿Lo cree usted así?

-¿Cuánto anduvieron ayer?

-Tal vez doce leguas.

-Hasta un mulo necesita descanso.

El cura sacó el pie desnudo de los profundos estribos de cuero y se deslizó a tierra. La mula aligeró el andar durante menos de un minuto y luego siguió un paso todavía más corto que antes. Las ramitas y raíces del sendero cortaban los pies del cura; a los cinco minutos le sangraban. Trató en vano de no cojear. El mestizo exclamó:

-¡Qué pies más delicados tiene! Debía llevar zapatos.

Él volvió a afirmar, obstinado:

-Soy un pobre.

-No llegará usted nunca a Carmen de esta manera. Hombre, tenga juicio. Si no quiere usted separarse del sendero tanto como para llegar a la finca, yo conozco una choza a menos de media legua de aquí. Podemos dormir unas horas y llegar a Carmen todavía al amanecer.

Se oyó un crujido en la hierba junto al sendero; el cura pensó en las serpientes y en sus pies sin protección. Los mosquitos le picaban en las muñecas; eran como jeringuillas quirúrgicas llenas de veneno que alcanzaban a la corriente sanguínea. A veces una luciérnaga mantenía un círculo luminoso junto a la cara del mestizo, encendiéndolo y apagándolo como una lámpara.

-No se fía usted de mí. Sólo porque soy un hombre a quien gusta portarse bien con los forasteros, porque procuro ser un cristiano, usted no se fía de mí. -Parecía ir entrando en un estado de ira un poco artificial. Añadió-: Si hubiese querido robarle, ¿no lo habría hecho ya? Es usted un anciano.

-No tanto -replicó el cura con suavidad.

Su conciencia empezaba a funcionar automáticamente como una máquina con ranura en la cual encaja cualquier moneda, incluso el disco sin acuñar de un timador. Las palabras: soberbio, lujurioso, envidioso, cobarde, ingrato, todas ellas movían los resortes correspondientes; él era todas estas cosas. El mestizo dijo:

-He empleado muchas horas en guiarle a usted a Carmen. No quiero recompensa ninguna porque soy un buen cristiano. Probablemente he perdido dinero en casa por este motivo; no importa eso...

-Me pareció oírle a usted que tenía quehacer en Carmen -observó el cura dulcemente.

-¿Cuándo he dicho yo eso? -Cierto: el cura no podía recordarlo... acaso era injusto también...-¿Por qué había de decir lo que no es verdad? No, yo he perdido un día entero en ayudarle, y usted ni siquiera se fija en que su guía está cansado.

-Yo no tenía necesidad de ningún guía -protestó con indulgencia.

-Dice usted eso cuando el camino es fácil; pero si no fuese por mí, hace mucho tiempo se hubiera equivocado de senda. Dijo usted mismo que no conocía bien Carmen. Por eso he venido.

-Por supuesto -concedió el cura-, si está usted cansado, descansaremos.

Sentíase culpable por su desconfianza, pero de todos modos ésta permanecía adherida a él, igual a un tumor del cual sólo pudiera librarle el bisturí. Al cabo de media hora llegaron a la choza. Hecha de barro y ramaje, la había construido un ranchero en un pequeño calvero. Debió abandonarla a causa de la selva que le acuciaba con fuerza natural incontenible y que no pudo él vencer con su machete ni con sus pequeñas hogueras. En la tierra ennegrecida quedaban aún señales de un intento de desbroce para una cosecha pobre, limitada e insuficiente. El hombre dijo:

-Yo cuidaré de la mula. Usted entre, acuéstese y descanse.

-Pero si es usted quien está cansado.

-¿Yo, cansado? ¿Por qué dice eso? Yo nunca estoy cansado.

Con el corazón apesadumbrado, el cura cogió su alforja, empujó la puerta y entró en la más completa oscuridad. Encendió una cerilla; no había muebles; tan sólo una elevada grada de tierra y un jergón de paja demasiado roto para poder ser removida. Encendió una vela y la pegó con su propia cera en la grada; después sentose y aguardó: el hombre tardaba mucho. Aún conservaba en la mano la pelota de papel salvada de la caja; un hombre, después de todo, necesita mantener ciertas reliquias sentimentales si ha de vivir. El argumento del peligro sólo es aplicable a los que viven seguros. Discurría si el mestizo no le habría robado la mula y se reprochaba la sospecha inevitable.

Entonces se abrió la puerta y entró el hombre con sus dos colmillos amarillos y sus uñas rascando el sobaco. Se sentó en el suelo con la espalda contra la puerta y dijo:

-Duerma. Está usted cansado. Yo le despertaré cuando tengamos que partir.

-No tengo mucho sueño.

-Apague la vela. Dormirá mejor.

-No me gusta la oscuridad -respondió el cura, dominado por el miedo.

-¿No quiere usted decir una oración, Padre, antes de dormirnos?

-¿Por qué me llama usted eso? –protestó él con vehemencia, escudriñando entre las tinieblas del suelo hacia el lugar donde se sentaba el mestizo contra la puerta.

-¡Oh! Porque lo adiviné, por supuesto. Pero no me tenga usted miedo. Soy un buen cristiano.

-Está usted equivocado.

-Lo podría averiguar con facilidad, ¿no es cierto? No tendría más que decirle: Padre, quiero confesarme. No puede usted rechazar a un hombre en pecado mortal.

Él nada contestó esperando la exigencia inmediata: la mano que agarraba los papeles se crispó.

-¡Oh, no me tenga miedo! -repitió el mestizo con precaución-. Yo no le traicionaré. Soy cristiano. Tan sólo pensé que una oración... sería buena...

-No hace falta ser cura para saber una oración. -Empezó-: Pater noster qui es in coelis - mientras los mosquitos se dirigían zumbando a la llama del cirio.

Estaba resuelto a no dormir; aquel hombre tenía algún plan; incluso la conciencia cesó de reprocharle su falta de caridad. Lo veía. Estaba en presencia de Judas. Apoyó la cabeza contra la pared y entrecerró los ojos; recordaba la Semana Santa de antaño, cuando un monigote representando a Judas era ahorcado en el campanario y los muchachos hacían un repiqueteo de latas y matracas mientras bamboleaba sobre la puerta. Los miembros de la congregación, viejos y serios, a veces oponían objeciones: era blasfematorio, decían, convertir al traidor a Nuestro Señor en aquel mamarracho; pero él no decía nada y dejaba continuar la costumbre. Le parecía cosa buena que el mayor traidor del mundo constituyera un motivo de befa. Por otra parte, resultaba demasiado fácil el idealizarlo como a un hombre que había luchado con Dios, un Prometeo, una víctima noble de una guerra sin esperanza.

-¿Está usted despierto? -susurró una voz desde la puerta.

A él le entró, de pronto, una risa inmotivada, como si aquel hombre fuese un ridículo monigote, con las piernas rellenas de paja, la cara pringada y un sombrero viejo, dispuesto para ser quemado en la plaza mientras la gente hacía discursos políticos y se disparaban fuegos artificiales.

-¿No puede usted dormir?

-Estaba soñando -murmuró él. Abrió los ojos y vio que el hombre tiritaba junto a la puerta. Los dos afilados colmillos brincaban arriba y abajo sobre el labio inferior-. ¿Está usted enfermo?

-Un poco de fiebre -contestó el hombre-. ¿Tiene usted alguna medicina?

-No.

La puerta donde apoyaba la espalda crujía debido a los escalofríos que recorrían su cuerpo.

-Fue al mojarme en el río... -dijo, y se recostó más hacia el suelo y cerró los ojos.

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