sábado

EL HOMBRE QUE FUE JUEVES - G. K. CHESTERTON (1874 – 1936)

TRIGESIMOPRIMERA ENTREGA


CAPÍTULO NOVENO (3)


EL HOMBRE DE LAS GAFAS (4)


Los dos detectives se encontraron ante un joven de aspecto infantil, de ojos avellanados, expresión franca y dulce, de fisonomía despejada, vestido vulgarmente como un empleadillo, con aire decidido de excelente persona y naturaleza más bien común. La imborrable sonrisa parecía ahora la primera sonrisa de un bebé.

-¡Cuando yo decía que era poeta! -gritó Syme transportado-. ¡Cuando yo decía que mi intuición era tan infalible como el Papa! ¡Si todo eso lo hacían las gafas, sólo las gafas! Con esos endiablados ojos negros y su complexión, su salud, su buena cara, ya por lo menos parecía un diablo vivo, extraviado entre diablos muertos.

-En efecto -asintió el Profesor vacilante- la diferencia es notable. Pero, para volver al proyecto del Dr. Bull...

-¡Al diablo con el proyecto! -rugió Syme fuera de sí-. Mírelo: fíjese usted en su cara, vea usted ese cuello, vea usted esas honradísimas botas. ¿Cómo va usted a creer que eso es un anarquista?

-¡Syme! -gritó el otro agonizante de miedo.

-¡Por Dios! -dijo Symbe-. Yo corro con el riesgo. Dr. Bull: yo soy un agente de policía. He aquí mi tarjeta.

Y arrojó la cartulina azul sobre la mesa. El Profesor, aunque seguro de que todo estaba perdido, fue leal. Sacó su tarjeta y la puso al lado de la otra. ¿Qué hizo entonces el tercer personaje? Soltar una enorme risotada. Y, por primera vez durante aquella matinal entrevista, dejó oir su voz.

-Chichos, estoy verdaderamente encantado de esta visita matinal -dijo con un desembarazo de escolar-, porque así podremos embarcar juntos para Francia. Sí, yo también estoy en el servicio.

Y diciendo esto, como por cumplir con la forma, les mostró su tarjeta. Tomó un sombrero hongo, se caló de nuevo las gafas diabólicas, y se adelantó con tal rapidez hacia la puerta que los otros le siguieron instintivamente. Syme parecía algo azorado; al cruzar la puerta dio con el bastón en las piedras del corredor haciéndolo sonar.

-¡Dios poderoso! -exclamó-. ¡De modo que había más condenados detectives que condenados dinamiteros en aquel condenado consejo!

-Hubiéramos podido librar batalla -dijo Bull-. Éramos cuatro contra tres.

El Profesor bajaba delante de ellos; su voz llegó a ellos desde abajo.

-No -dijo la voz- no éramos cuatro contra tres; no teníamos esa suerte. Éramos cuatro  contra uno.

Siguieron bajando en silencio. El joven Bull, con la sencilla cortesía que le caracterizaba, insistía en ceder el paso a los otros. Pero, ya en la calle, su robusto paso lo arrastró inconscientemente, e iba delante de los demás, rumbo a una oficina del ferrocarril, hablándoles por encima del hombro.

-Da gusto encontrarse con amigos de la profesión. Estaba yo medio muerto de miedo al  sentirme solo. Estuve a punto de darle un abrazo a Gogol, lo cual no hubiera sido muy  prudente. Supongo que no se reirán ustedes de mis temores...

-¡Como que el miedo que yo tenía parecían atizarlo todos los diablos del infierno!- dijo  Syme-. Pero el peor de todos era usted con sus infernales anteojos.

El joven, riendo de muy buena gana, le contestó:

-¿Verdad que era un acierto? una cosa tan sencilla... la idea no fue mía; yo no hubiera  sido capaz. Vean ustedes: yo quería entrar en el servicio, especialmente como antidinamitero. Pero para eso hacía falta disfrazarse de dinamitero: y todos juraban que yo no lograría nunca. Aseguraban que hasta mi paso era respetable y que, visto de espaldas, me parecía a la constitución inglesa. Que tenía yo un aspecto muy saludable y optimista, muy confiado y benévolo; me ponían, en Scotland Yard, mil apodos. Me decían que, si hubiera yo sido criminal habría hecho mi fortuna, con sólo mi aspecto de persona nonrada; pero que, dada mi desgracia de ser hombre honrado, no había la menor esperanza de que pudiera yo servirles de algo disfrazado de criminal. Al fin me llevaron un día con un jefe que ha de ser persona importante, digo yo; hombre de cabeza superior. Le contaron mi caso desesperado: uno propuso ocultar la jovialidad de mi sonrisa con unas barbas; otro aseguró que pintado de negro parecería un negro anarquista. Pero el señor aquel salió de repente con una ocurrencia extraordinaria: "Unas gafas ahumadas lo harán bueno, dijo; ya veis que ahora parece un chico de oficina, de carácter angelical; ponedle un par de anteojos negros, y será el terror de los niños". Y así fue, por San Jorge. Una vez ocultos los ojos, todo lo demás, sonrisa, lomos fornidos, cabellos cortos, todo contribuyó a darme un aspecto  infernal. Tan sencillo como un milagro, pero eso no fue lo más milagroso. Hay algo más asombroso todavía. Cuando lo pienso me da vueltas la cabeza.

-¿Y qué es? -preguntó.

-Voy a decírselo a usted -contestó el de las gafas-. Este personaje de la policía que a tal punto comprendió los rasgos de mi persona y adivinó cómo sentarían las gafas con mis cabellos rapados y hasta con mis calcetines, ese hombre -¡Dios poderoso!- ese hombre ni siquiera me vio.

Los ojos de Syme relampaguearon.

-¿Y cómo puede ser? ¿No dice usted que habló con él?

-Así fue, en efecto -dijo Bull con vivacidad-. Pero hablamos en un cuarto más oscuro que un sótano. No se lo figuraba usted ¿verdad?

-Verdaderamente, es inconcebible -dijo Syme con gravedad.

-Sí, la idea no deja de ser nueva -observó el Profesor. 

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