Pardeando la tarde, aparecieron los hombres. Venían encarabinados y terciados de carrilleras. Eran cerca de veinte. Pedro Páramo los invitó a cenar. Y ellos, sin quitarse el sombrero, se acomodaron a la mesa y esperaron callados. Sólo se les oyó sorber el chocolate cuando les trajeron el chocolate, y masticar tortilla tras tortilla cuando les arrimaron los frijoles.
Pedro Páramo los miraba. No se le hacían caras conocidas. Detrasito de él, en la sombra, aguardaba el Tilcuate.
-Patrones -les dijo cuando vio que acababan de comer-, ¿en qué más puedo servirlos?
-¿Usted es el dueño de esto? -preguntó uno abanicando la mano.
Pero otro lo interrumpió diciendo:
-¡Aquí yo soy el que hablo!
-Bien. ¿Qué se les ofrece? -volvió a preguntar Pedro Páramo.
-Como usté ve, nos hemos levantado en armas.
-¿Y?
-Y pos eso es todo. ¿Le parece poco?
-¿Pero por qué lo han hecho?
-Pos porque otros lo han hecho también. ¿No lo sabe usté? Aguárdenos tantito a que nos lleguen instrucciones y entonces le averiguaremos la causa. Por lo pronto ya estamos aquí.
-Yo sé la causa -dijo otro-. Y si quiere se la entero. Nos hemos rebelado contra el gobierno y contra ustedes porque ya estamos aburridos de soportarlos. Al gobierno por rastrero y a ustedes porque no son más que unos móndrigos bandidos y mantecosos ladrones. Y del señor gobierno ya no digo nada porque le vamos a decir a balazos lo que le queremos decir.
-¿Cuánto necesitan para hacer su revolución? -preguntó Pedro Páramo-. Tal vez yo pueda ayudarlos.
-Dice bien aquí el señor, Perseverancio. No se te debía soltar la lengua. Necesitamos agenciarnos un rico pa que nos habilite, y qué mejor que el señor aquí presente. ¿A ver tú, Casildo, como cuánto nos hace falta?
-Que nos dé lo que su buena intención quiera darnos.
-Éste «no le daría agua ni al gallo de la pasión». Aprovechemos que estamos aquí, para sacarle de una vez hasta el maíz que trai atorado en su cochino buche.
-Cálmate, Perseverancio. Por las buenas se consiguen mejor las cosas. Vamos a ponernos de acuerdo. Habla tú, Casildo.
-Pos yo ahí al cálculo diría que unos veinte mil pesos no estarían mal para el comienzo.
¿Qué les parece a ustedes? Ora que quién sabe si al señor éste se le haga poco, con eso de que tiene sobrada voluntad de ayudarnos. Pongamos entonces cincuenta mil. ¿De acuerdo?
-Les voy a dar cien mil pesos -les dijo Pedro Páramo-. ¿Cuántos son ustedes?
-Semos trescientos.
-Bueno. Les voy a prestar otros trescientos hombres para que aumenten su contingente. Dentro de una semana tendrán a su disposición tanto los hombres como el dinero. El dinero se los regalo, a los hombres nomás se los presto. En cuanto los desocupen mándenmelos para acá. ¿Está bien así?
-Pero cómo no.
-Entonces hasta dentro de ocho días, señores. Y he tenido mucho gusto en conocerlos.
-Sí -dijo el último en salir-. Acuérdese que, si no nos cumple, oirá hablar de Perseverancio, que así es mi nombre.
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