miércoles

EL PODER Y LA GLORIA - GRAHAM GREENE


VIGESIMOPRIMERA ENTREGA


SEGUNDA PARTE

I (8)

Atravesó la plaza con la espalda encorvada: notaba que no había en el lugar ni una alma que no le viera irse con satisfacción; era el perturbador al cual por motivos oscuros y supersticiosos preferían no denunciar a la policía; sintió envidia del gringo desconocido que ellos no vacilarían en atrapar; al menos aquél no tenía que cargar con el peso de la gratitud.

Al final de una pendiente, batida por los cascos de las muías y agrietada por las raíces de los árboles, se hallaba el río, con no más de dos pies de profundidad, sembrado de latas vacías y botellas rotas. Debajo de un letrero que advertía, colgado de un árbol: “Se prohíbe depositar desperdicios...”, toda la basura del pueblo se agrupaba y resbalaba gradualmente hasta el agua.

Cuando vinieran las lluvias se lo llevaría todo. Metió el pie entre latas viejas y hortalizas pudriéndose y alcanzó la caja. Suspiró: había sido una caja muy buena: una reliquia más del pasado tranquilo... Pronto sería difícil recordar que la vida hubiese sido alguna vez diferente. Le habían arrancado la cerradura; dentro palpó el forro...

Allí estaban los papeles. Dejó caer la caja con pena. Una juventud completa, respetada e importante cayó entre las latas. Le habían hecho aquel regalo los feligreses de Concepción en el quinto aniversario de su sacerdocio... Alguien se movió detrás de un árbol. Sacó los pies de la basura; las moscas zumbaban alrededor de sus tobillos. Con los papeles en el puño rodeó el tronco para ver al espía... La niña, sentada sobre un tocón, golpeaba la corteza con los talones. Tenía los ojos cerrados con fuerza.

Dijo el cura:

-Queridita, ¿qué te ocurre...?

Entonces aparecieron los ojos ribeteados y coléricos, con una expresión de orgullo absurdo.

-Usted... Usted...

-¿Yo?

-Usted tiene la culpa.

Moviose hacia ella con prevención infinita, como si se tratara de un animal desconfiado. Sentíase desfallecer de anhelo.

-Querida mía, ¿por qué yo...?

-Se ríen de mí -le interrumpió ella con furia.

-¿Por mi causa?

-Todos los demás tienen un padre... que trabaja.

-Yo también trabajo.

-Usted es cura, ¿verdad?

-Sí.

-Pedro dice que usted no es hombre. Que no sirve usted de nada para las mujeres.  - Añadió-: No comprendo lo que quiere decir.

-Supongo que tampoco él lo comprende.

-¡Oh, él sí! -contestó la niña-. Tiene diez años. Y yo quiero comprenderlo. Se marcha usted, ¿verdad?

-Sí.

Sentíase de nuevo arrebatado por la madurez de la niña, mientras ella lucía inopinadamente una sonrisa de su extenso y variado repertorio. Sentada sobre ese tronco de árbol junto al vertedero, mostraba un aire de abandono. El mundo ya se alojaba en su corazón como el germen de la podredumbre en una fruta. Se hallaba sin protección; carecía de gracia, de encanto, que abogaran por ella; el corazón del cura se desalentó ante la convicción de su pérdida. Dijo:

-Querida mía, ten cuidado...

-¿De qué? ¿Por qué se marcha usted?

Él se acercó un poco más. Pensaba: “Un hombre puede besar a su hija”. Pero ella se le escapó.

-No me toque -chilló con la voz de antes y se rió con risa falsa.

“Todos los niños nacen con cierto conocimiento del amor -pensaba el cura-; y lo adquieren con la leche que maman; pero de los padres y de los amigos depende la clase de amor que conozcan: el que salva o el que condena.” La lujuria también era una especie de amor. Contemplaba a la niña sujeta en su vida como una mosca en el barniz: la mano de María levantada para pegar, Pedro hablándole prematuramente en la oscuridad, la policía rondando por el bosque; violencia por todas partes. Rogó mentalmente: “¡Oh, Dios! Dadme cualquier clase de muerte, sin contrición, en estado de culpa, pero salvad al menos a esta criatura”.

Él fue un hombre del cual se suponía que salvaba almas: parecía tan sencillo en otro tiempo... Predicar y bendecir, organizar hermandades, tomar café con damas provectas detrás de las ventanas enrejadas, bendecir casas nuevas con un poco de incienso, usar guantes negros... Era tan fácil como ahorrar dinero. Ahora resultaba un misterio. Se daba cuenta de su propia insuficiencia desesperada.

Se arrodilló y atrajo hacia sí a la niña, mientras ella contenía la risa y luchaba por libertarse. Le habló así:

-Te quiero. Soy tu padre y te quiero. Procura comprender esto. -La cogió, apretándole la muñeca, y de pronto se quedó la niña inmóvil, mirándole. Él continuó-: Te daría mi vida; esto no es nada, mi alma... hija mía, procura comprender por qué eres tan importante. -Aquella era la diferencia, como él había notado, entre su fe y la de ellos: los políticos directores del pueblo que sólo se preocupaban de cosas como el Estado, la República... Su chiquilla era más importante que todo un continente. Le recomendó-: Tienes que cuidar de ti misma, puesto que eres tan... necesaria. Al presidente, allá en la capital, lo guardan hombres con fusiles; pero tú, niña mía, tú tienes todos los ángeles del cielo... -Ella le devolvía la mirada con ojos oscuros e inconscientes, dándole la sensación de haber llegado tarde-. Adiós, querida mía.

No era sino un hombre maduro, tonto y cegado, que en el instante mismo de soltarla y partir hacia la plaza, sintió, tras de su encorvada espalda, todo el mundo vil que rodeaba a la niña para perderla. La mula estaba allí, enalbardada, junto al tenderete de gaseosas. Un hombre le advirtió:

-Es mejor que vaya hacia el Norte, Padre -y le hizo un gesto de despedida con la mano.

Uno no debe tener afectos humanos; o mejor, uno debe amar a todas las almas como si fueran la de su propio hijo. La pasión protectora debe extenderse sobre todo un mundo; pero él la sentía dolorosamente atada a su hija como un animal al tronco de un árbol.

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