Imagen
El sábado fui al recital de Paul McCartney porque Níber Panuncio, un hermano beatlero de toda la vida, me regaló la entrada para mi cumpleaños.
En mi caso, el haber nacido el 19 de abril me hizo cargar desde siempre -impositivo desafío materno mediante- con el insufrible complejo de tener que ser una especie de 34 oriental, como le pasa al minusválido personaje que representó Tom Cruise en Nacido el 4 de julio.
Vale decir: tolero bien la fecha porque mi sabio padre se encargó puntualmente de demostrarme que los aniversarios constituyen una especie de caricia lunar que el universo nos regala sin hacer distinciones y que el que no aprende a festejarlos como una obligación de agradecimiento las ha de pasar amargas, para hablarlo en Yupanqui.
Pero a los 66 años, sin embargo, me sigue siendo imposible desembarcar en el oscuro recuerdo de mi Agraciada natal (y además para colmo siendo hincha visceral de los negriazules de la cuchilla) sin sentirme rodeado de hielo fragilísimo.
Y a pesar de que hace dos años escuché deslumbrados comentarios sobre la actuación del supuesto puer aeternus de Liverpool, confieso que el sábado no tenía las más mínimas ganas de endurecerme tres horas en la tribuna Olímpica sino que fui incapaz de concebir que Out there se podría transformar en una fiesta patria o misa silvestre (para hablarlo a lo Indio Solari) tan memorable como la que terminamos viviendo en el Estadio.
En primer lugar, lo primero que pude comprobar in situ fue que este Paul setentón ya no irradiaba en absoluto el meloso y frívolo egotismo responsable de la disolución de los Beatles (imagen que seguirán vendiendo sin marcha atrás los barrabravas de ese mártir genial aunque megalómanamente miope que fue John Lennon) sino que el sir responsable de la fiesta era más bien un adulto jovial pero por momentos casi altanero en su concentración por concretar la eficacia perfecta de la cosa.
Geometría
Según viene sucediendo hace décadas, el programa de McCartney alterna oldies beatleros gancheros con oldies personales no mucho menos gancheros (como los de Band on the run o el aquelarre ampuloso de Live and let die y la novísima My Valentine, sobredimensionada nada menos que por la atrapante mímica de Natalie Portman y Johnny Depp) pero lo que sólo puede captarse con la contemplación en vivo (porque implica experimentar un touch de piel) es una tensión tan latigueante (en el sentido del grano rítmico) como verticalizantemente avitraladora (en el sentido de la proyección cósmica) capaz de enhebrar un filum que entronca a la mismísima geometría gótica (portadora del más alto poder hipnótico y purificador obtenido antes del aburguesado Renacimiento en la Europa de Notre Dame, Dante o Piero della Francesca) con el rock y los Beatles.
Y es entonces cuando el espectáculo concebido por el primigenio puer devenido en Señor del Escenario adquiere una grandiosidad espiritual que se impone rotundamente sobre el carnaval mundanal prefabricado por los mercaderes del entertaining que nos propone el consumismo salvaje para que podamos olvidarnos de que en este caos líquido de la pos-posmodernidad ni siquiera sabemos quiénes somos.
Yo tuve la clarísima impresión de que McCartney (que ya había hecho alusión al Luis Suárez emblemático de un pueblo con el que puede dialogar sintiéndose comprendido) recién empezó a distenderse al contemplar un Estadio que se llenó de luciérnagas adorantes cuando Let it be y Hey Jude manaron desde una altura digna del arquetipo del Hombre Nuevo que late potencialmente en cualquier enclave civilizatorio y aflora en el esplendor de su masividad alrededor de mitos con fuerza de Obelisco.
Y estoy seguro de que uno de los regalos más hermosos que recibí al cumplir mis 66 años fue el poder imaginarme, enfrentado a aquella la multitud titilantemente silenciosa, cómo pudo haber sido la visión panorámica del Campamento del Ayuí, por ejemplo.
Creo que la inevitable Yesterday fue la única interpretación hecha casi a desgano por Paul McCartney, y no simplemente por motivos de saturación, sino porque el sábado estábamos frente a un genio que ya no cree nada más que en el ayer.
Y entonces esa comunión campal titulada Out there se cerró flotadoramente con el collage final de Abbey Road, donde la última frase (escrita por el propio Paul cuando todavía era un muchacho) sentencia y nos hacen sonreír con una paz compacta:
Y al final el amor que te llevas es el mismo que diste.
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domingo
19 DE ABRIL DE 2014 - EL DESEMBARCO CELESTE DE PAUL McCARTNEY . H. G. V.
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