domingo

“¡MIRE QUE SOS LOCO, OBDULIO!”


OBDULIO VARELA

por Mario Delgado Aparain

(reportaje recuperado de Hablar con ellos, 11 / 2010)

En el frente de la casa, tomando el escaso fresco de un agobiante atardecer de domingo del verano de l986, Katalina Keppel, una húngara oriunda de Miskolc, dijo que su marido estaba adentro y que me iba a recibir. Fue una grata sorpresa, pues lo que esperaba era un rotundo rechazo que confirmara, una vez más, la leyenda de quince años de mutismo que lo rodeaba.

De modo que atravesé un garaje penumbroso, ordenado y convertido en taller de costura, donde un hombre de respetable tamaño, con el pelo ensortijado, cano  e intacto, descansaba con la camisa desabotonada frente al televisor. En realidad, en ese preciso instante, Obdulio Jacinto Varela estaba riendo a carcajadas, a consecuencia de un formidable tortazo que el malévolo ratón Jerry le acababa de propinar en pleno hocico al desgraciado gato Tom. El viejo centrojás, tal vez el más famoso de la historia del fútbol mundial, se divertía en grande mirando los dibujos animados.

-Si, señor; me gustan mucho -dijo, dejando las arrugas de la frente como un acordeón-. Además, fíjese, es lo único que puede verse. La televisión está llena de comedias que no son comedias, que son historias nomás de esas que copian la vida a todo el mundo, que se la copian a uno y mal. Y para verse las macanas dos veces, más vale quedarse con los dibujos animados… ¿No es verdad?

Le comenté que era muy cierto lo que decía, mientras le observaba cruzar la pierna “chueca” -como él mismo la nombraba-, dejando en primer plano un pie derecho de empeine oscuro y pecoso, hasta donde la alpargata permitía ver.

Era el derecho, el pie derecho de Obdulio Varela. El mismo que un día vistió-de-luto-el-coliseo-carioca, como apuntaría uno de esos veteranos cronistas de deportes, recordadores de Parra del Riego y siempre diestros para agigantar aun más a los gigantes.

Estuve a punto de decírselo de entrada. Le iba a decir “yo lo vi a usted, allá por el 68 o el 69. Fue en la cancha del club Central en la ciudad de Minas, cuando integró la Selección de Veteranos del Mundial del 50 y se comieron a la primera de Central caminando, cada uno de ustedes con medio siglo a cuestas. Pro el gato Tom se estrelló contra la puerta de la cuevita de Jerry y nos reímos los dos y me olvidé. O tal vez lo mío fue el prejuicio de evitar, de una vez por todas, el gallero orgullo esgrimido por millares del “yo lo vi a usted, Obdulio…”

Sin embargo, al poco rato terminé por decírselo.

-Uuuh… -exclamó con una expresión memoriosa-. Minas…

Aunque me quedé sin saber qué connotaciones tenían esas dos palabras.

No demoró en quitarse la camisa, en hablar de pie y caminar hasta la cocina, gesticulando con la bombilla en una mano y el mate en la otra. Más de media hora tardó en aprontar el mate, bromeando, si tenía yerba. Se rio, la frente siempre como un fuelle, diciendo que si, que en el barrio todavía quedaba gente que fiaba:

-Cree en los demás aunque no sea católica. Son retazos de otra época -filosofó-. Fíjese usted, creo que el mal de los uruguayos ha sido el no haber aprovechado, cuando se pudo, para mirarse unos a los otros, para reconocerse entre ellos. Así terminamos por ser unos egoístas redondos, fáciles de empobrecer, cosa que aprovechó muy bien la tiranía. No nos dimos cuenta a tiempo. Y lo lindo de remontar cometas es imaginarse cómo deben verse las cosas del mundo desde allá arriba. Y nosotros hicimos al revés, nos olvidamos de todo lo que teníamos alrededor para remontarlas y nos dimos cuenta cuando ya estaban allá arriba. Por eso me pregunto a veces si la democracia no llegó demasiado tarde, porque mire que es difícil hacer democracia cuando se está tan empobrecido y uno no se reconoce en los demás, ¿no le parece?

Le pregunto dónde está la esperanza para él.

-No se olvide que estamos entre dos gigantes… Somos el desagüe de Argentina y Brasil y hemos aprendido juntos muchas cosas. Depende de lo que hagamos, para no seguir siendo desagüe de lo malo -advierte.

La conversación se interrumpe cuando entra en la habitación un hombre con aspecto de anciano alemán, que llama Jacintito a Obdulio, que hace infinidad de años que no se ven, que vive dentro de Montevideo pero que las cosas de la vida han hecho que la visita se haya postergado una y otra vez. Dice que “antes” venía siempre, que pasaba a menudo y le dejaba una “troja” de revistas, ya que es distribuidor. El viejo amigo le cuenta lo que han hecho en estos año: una casa en Carrasco que vale tanto, una imprenta que vale cuanto, un golpe feísimo que se pegó en la frente con una máquina “de lo más peligrosa”, y al final le dice “qué bien se te ve, Jacintito”, mientras Obdulio lo trata de “Papi” y le muestra los remedios que está tomando por el tratamiento para el asma. Entonces el hombre le recrimina y le aconseja que no envicie con el chisme del soplete para el asma, porque hace mal para el corazón.

-Y qué vas a hacer, Papi, todas las cosas que hacen bien hacen mal… -sentencia Obdulio.

El anciano dice que volverá un día de estos y que e traerá otra “troja” de revistas para que se entretenga. Sobre la mesa deja tres ejemplares flamantes de Anteojito, otro de La Semana y el tercero de Para Ti.

-Gracias, Papi, no te pierdas -lo despide Obdulio en la puerta-. ¿Sabe cuánto hace que no nos veíamos con este amigo? -me pregunta mientras ceba un mate-. Desde la inauguración del monumento al canillita -recuerda-. Venga, vea esta foto a ver si adivina dónde está él.

Cruzamos el patio y nos detenemos en un parrillero techado, con una pared tapizada de fotografías y banderines de clubes de fútbol. Lo identificamos al pie del monumento al canillita y, señalando en derredor, hacia un punto indeterminado de la casa, dice que “por ahí todavía anda el carné”.

En la pared, entre otros, están los campeones de 1930, esfumados, muchachos con los ojos entrecerrados por el sol de frente, esplendorosos en su gloria fresca y sus pantalones ridículamente anchos.

Le pega un dedazo a la fotografía.

-A esta no la tiene nadie. Tampoco queda nadie de los que están ahí. Yo no sé para qué sirven esas fotos.

Le pregunté si a los sesenta y ocho años sentía que le había ganado el escepticismo. Entonces giró, como si lo hubiera puesto bravo. Durante un instante se me quedó mirando, pero al fin no dijo nada y se volvió hacia la pared. Allí, en otra foto, estaba él, con todos, en formación. Fue sacada el 16 de julio de 1950, unos instantes antes de meterle hielo al alma de Brasil. Máspoli, Matías González, Tejera, él mismo, Rodríguez Andrade, Ghiggia, Julio Pérez, Omar Míguez, Juan Schiaffino y Ruben Morán. Pero sobre todo él, “el Negro Jefe”, el que dormitaba en un colchón del vestuario antes de salir a la cancha mientras Maracaná rugía afuera y hacia flotar dos globos que vaticinaban “Brasil 4 - Uruguay 0”. El mismo que dijo a Juan López “tranquilo Juancho, que con estos japoneses no pasa nada”. O el impertinente que pidió un traductor para hacerle la vida imposible al juez Reader, discutiendo la validez del primer gol de Brasil. El brujo que concretó la temible leyenda de la garra-celeste. Tenía, según él, treinta y tres años.

Al fin le pregunté qué hizo aquella noche después del partido de Maracaná.

Sacudió la cabeza, voló treinta y seis años atrás y dijo que aquella noche se largó a caminar por las calles con el masajista de la selección, hasta que terminaron en un boliche de la avenida Larangeira.

-Nos fuimos a un rincón a tomar las copas y desde allí mirábamos a la gente. Parecía mentira, todos lloraban. De pronto entró un hombre grandote en lágrimas, desconsolado. No entendíamos nada. Lloraba y repetía: “Obdulio nos gano el partido, Obdulio nos ganó el partido”. Yo lo miraba y me daba lástima. Ellos habían preparado el carnaval más grande del mundo para esa noche y se lo habíamos arruinado de punta a punta…

Le recuerdo que alguna vez hizo una curiosa declaración, la afirmación de que el sentimiento de culpa era tan grande en algunos jugadores uruguayos, que algunos hubiesen preferido perder. Que el mismo había dicho: “Si tuviera que jugar otra vez esa final, me hago un gol en contra, sí señor”. Por entonces no era para menos: luego de Maracaná hubo suicidios, un marinero carioca que seguía por radio el partido cayó fulminado por un ataque cardíaco, los jugadores brasileños, empezando por el gran Barbosa y siguiendo por Bigode y Zizinho, fueron marginados y empujados a una miseria denigrante. Y publicaciones como Crack dos Deportes, llegó a hablar de la “pretendida mayor calidad de los brasileños”, agregando categóricamente “¡fuera las ratas de la CBD!”.

Le pregunté si de verdad, de poder volver atrás, haría el gol en contra. Él fue terminante y claro:

-No, son cosas que se dicen en otros tiempos y con otro temperamento. Por supuesto, volvería a hacer lo mismo. Ese era nuestro deber. Le digo que era otro tiempo.

Y era nomás. Ni mejor ni peor las cosas por aquellos días de los años cincuenta. En el cine Luxor se estrenaba Duelo al sol, con Gregory Peck y Jennifer Jones; el presidente de los Estados Unidos Harry Truman dirigía un discurso sobre la guerra de Corea, y en Montevideo estaban apaleando a los metalúrgicos y a los obreros de la carne, en huelga.

Sin embargo, a él le resultaba casi imposible no cotejar tiempos y me advirtió que ninguna balanza resiste las pruebas entre el peso del antes y el del ahora. Por eso no va desde hace años al futbol:

-Casi desde el fin de la pelota de trapo. Preferí las bochas en la cancha de Juan Jackson y ver de vez en cuando los cuadros grandísimos de Blanes que están allí, en el Museo de al lado. ¿Vio alguna vez La fiebre amarilla? ¡Carajo, cómo sabía de dibujo ese hombre! Yo no entiendo nada, pero llegué a ver los abstractos franceses y las cosas que hacían esos franchutes con los colores, ¡mi Dios! Bueno, pero dejé de ir al fútbol y en el último partido que vi, me fui apenas empezó. No entendía nada ya. El fútbol se había convertido en una máquina de destruir, de hombres con facones, que no creaban nada durante el juego. Ya era una máquina para intelectuales, por donde tenían que pasa los políticos si querían llegar arriba… Entonces no fui más. Por eso ahora cuando descubren un grande, como Pelé, como Rummenigge, como Maradona, como Francescoli, ¿qué es lo que descubren en esos hombres? Creación, señor. Por eso digo que no supimos mirarnos cuando debimos hacerlo… Fíjese que por los tiempos en que empecé a jugar en Wanderers, allá por el 37, cuando íbamos caminando a robar uvas a Paso de la Arena, me dijeron que tenía que ir a comprarme un traje en lo de Introzzi, porque me habían designado para ir a jugar a Perú. A Perú, mi primera salida por el mundo. Allá fui, por tierra hasta Chile y de allá por barco hasta Antofagasta, un puertito hermoso donde parece que llovía seguido y donde por conocer, salí a caminar bajo la lluvia con el traje nuevo y al otro día debieron comprarme otro, porque había encogido y yo parecía un escocés con los pantalones por las rodillas y las mangas en los codos. Pero la cosa es que allí, antes de jugar con peruanos, chilenos y brasileños, la gente nos rodeaba y nos gritaba “¡maestros!”. Fíjese, nos decían maestros. Sin vernos jugar siquiera. Lo que pasa era que en el 34 habían jugado allí los campeones del 30. Pero no habíamos sido nosotros. Habían sido otros los maestros. Digo que cuando es joven quiere juego y no quiere pensamiento y de eso me di cuenta mucho después. Que, si se quiere, la historia de uno hay que seguirla, señor. Claro que la pobreza tiene que ver, mucho que ver, con la desatención de la historia propia. Más bien uno se las pasa rechazando el pasado y no puede atender a lo que se dedica en el presente y en esa desesperación se va volviendo egoísta, como nos hemos vuelto. Entonces claro, prevalece la máquina, la destrucción contra la creación. Y nadie se acuerda de los maestros de la historia y de los que la hacen para bien, de las dignidades grandes, como la del corredor Jesse Owen, que ganó las Olimpiadas de Alemania y le encajó bruto cachetazo a Hitler, que creía que los alemanes eran más grandes que los negros… ¡Uuuh! Ahí es cuando el deporte sale de fiesta y se hace guerra. Pero para eso hay que detenerse a mirar lo que hacen los demás y aprender. Como hacen esos pueblos viejos de Europa, que se fijan en todo lo que les pude dar otra vista de las cosas y siguen adelante y ¡viva la pepa nomás!... Mire Suiza, el país más lindo del mundo, ¡paah! Ahí sí, ver Suiza y después morir, qué Nápoles ni que joder. Antes de ir a Suiza para el campeonato del 54, fuimos a España a jugar. Allí me estaban esperando porque yo le había hecho un gol a Ramallet en el 50 y eso les parecía increíble y me querían conocer. Querían saber cómo me vestía, como calzaba, cómo corría, cómo me acostaba o como… bueno, lo demás vamos a dejarlo.

Obdulio estalló en una carcajada y con ella apareció nuevamente el fuelle de acordeón de arrugas en la frente. Que uno no sabe por qué, sumado al mate empuñado y a los hombros caídos en reposo, parecía ser el ornamento rioplatense de la franqueza.

-Ellos querían aprender de uno. Los brasileños también andaban en eso de que nosotros éramos maestros, y hasta me llamaron después del 50 para dirigir allá… Ahora estaría por las nubes si hubiese ido. Estaría de dos maneras, tal vez. O de billetes o de un balazo… Porque, ¿qué podía enseñar o modificar yo en Brasil? ¡Está mal, usted! Me mataban antes de empezar… Nadie toleraría, en esos tiempos, una infiltración extranjera en su modo de crear. Ahora es al revés, cuando no hay creación hay infiltración. Hoy el fútbol es una máquina gigante que nadie puede cambiar. Y los jugadores y los técnicos van y vienen por el mundo, sin camiseta, como los robots…

Obdulio dejó el mate recostado en el termo y abrió los brazos en un gesto muy parecido al de tirar un out ball.

-Por eso le digo -remató-. Con la pelota de trapo se perdieron muchas cosas, muchos valores que deberían estudiarse, para recuperarlos. La pelota de trapo está justo en el abismo entre la creación y la destrucción. La distancia que hay entre Beethoven y el chamamé: es lo mismo. Y si no, pregúnteselo a Kata…

Katalina Keppel, novia de Obdulio a los quince años, abrió los ojos desmesurados y rio con frescura mientras hamacaba la cabeza.

-¡Mire que sos loco, Jacinto!... -dijo-. ¿No se te ocurren comparaciones mejores?

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