martes

LA RUEDA DE LA VIDA - ELIZABETH KÜBLER-ROSS


VIGESIMOSEGUNDA ENTREGA

SEGUNDA PARTE

"EL OSO".


14. LA DOCTORA ELISABETH KÜBLER-ROSS (2)

Mis vecinas de Long Island conversaban por encima de las tapias de sus patios haciendo comparaciones entre sus respectivos psicólogos, hablando de las cosas más íntimas como si nada fuese privado. Si eso no era el colmo del mal gusto, encontraba peor todavía lo que veía en las salas infantiles del hospital. Las madres, vestidas como para un desfile de modelos, llegaban a verlos llevándoles juguetes caros que supongo eran para demostrar lo mucho que querían a sus hijos enfermos. Cuanto más grande el juguete, más los querían, ¿verdad? No me extraña que todas necesitaran psicoanalistas.

Un día, a un niño le dio una pataleta colosal cuando su madre olvidó llevarle un juguete. En lugar de decirle "Hola, mamá, me alegro de que hayas venido", la saludó gritándole "¿Dónde está mi regalo?", y la madre salió aterrada, corriendo a la tienda de juguetes. Yo me sentí consternada. ¿Qué pensaban esas madres y esos niños estadounidenses? ¿Es que no tenían valores? ¿De qué servían todos esos regalos cuando lo que realmente necesita un niño enfermo es un padre o una madre que les coja la mano y converse con sinceridad y cariño acerca de la vida?

Tanto rechazo sentía hacia esos niños y sus padres que cuando nos llegó el momento de elegir especialidad, Manny decidió hacer su residencia en patología en el hospital Montefiore del Bronx, mientras que yo resolví postular por lo que llamaba la "minoría depravada", es decir pediatría. La competición por obtener una de las veintitantas vacantes de residencia en el famoso hospital para bebés del Centro Médico Columbia Presbyterian era muy reñida, sobre todo para los extranjeros. Pero el doctor Patrick O’Neal, el liberal y veterano director médico que me entrevistó, jamás había escuchado un motivo como el mío para desear especializarse en pediatría.

-No soporto a estos niños -le confesé-, ni a sus madres.

Sorprendido y confundido, el doctor casi se cayó de la silla. Su expresión exigía que se lo aclarase.

-Si pudiera trabajar con ellos podría comprenderlos mejor -le expliqué-, y tal vez también aprendería a tolerarlos -añadí.

Pese a que no fue muy ortodoxa, la entrevista acabó bien. Al final, el doctor O’Neil, en busca de una respuesta que no fuera un simple sí o no, me explicó que el horario, que exigía guardia de 24 horas en noches alternas, era demasiado agotador para las residentes embarazadas. Sabiendo qué información me pedía, le aseguré que en mis planes no entraba fundar una familia todavía. Al cabo de dos meses encontré en el buzón una carta del Columbia Presbyterian y corrí a abrazar a Manny, que tenía programado comenzar su residencia ese verano. Me habían aceptado, era la primera extranjera admitida como residente pediátrica en ese prestigioso hospital.

Nuestra celebración incluyó la compra de un nuevo Chevrolet Impala color turquesa, derroche que hizo resplandecer de orgullo a Manny. Era como si viera un próspero futuro en su brillante acabado. A eso siguieron más buenas noticias. Después de varias mañanas de desagradables náuseas, descubrí que estaba embarazada. Siempre me había visto como una madre, por lo que me sentí entusiasmada. Por otro lado, el embarazo ponía en peligro mi ambicionada residencia en el hospital. ¿No me había explicado claramente la norma del hospital el doctor O’Neil? Nada de residentes embarazadas. Sí, lo había dicho muy claramente.

Durante unos días acaricié la idea de no decírselo. Estábamos en jumo y el embarazo no se notaría hasta dentro de unos tres o cuatro meses. Entonces ya tendría en mi haber tres meses de residencia. Pensé que tal vez si el doctor O’Neil veía lo mucho que yo trabajaba haría una excepción.

Pero no podía mentir. Cuando se lo dije me pareció que estaba realmente desilusionado, pero era imposible hacer una excepción a la regla. Lo más que pudo hacer fue prometerme reservarme un puesto al año siguiente.

Ese gesto fue muy simpático, pero no me servía de nada en la situación que me encontraba en esos momentos. Necesitaba un trabajo. A Manny le iban a pagar 105 dólares al mes por su trabajo como residente en el Montefiore, y eso no era suficiente para cubrir nuestros gastos, y mucho menos si teníamos un bebé. No sabía qué hacer. Era ya muy tarde, todos los puestos para residentes de la ciudad estarían ya ocupados.

Una noche Manny me contó que acababa de enterarse de que había un puesto libre para residente en el Departamento de Psiquiatría del Hospital Estatal de Manhattan. No me entusiasmó mucho la idea. El Manhattan era un establecimiento para enfermos mentales, un depósito público para las personas menos deseables y más trastornadas. Lo dirigía un psiquiatra suizo medio chiflado que ahuyentaba a todos los residentes. Nadie quería trabajar con él. Y por encima de todo, yo detestaba la psiquiatría. Estaba en el último lugar de mi lista de especialidades.

Pero necesitábamos pagar el alquiler y poner comida sobre la mesa. Yo necesitaba también tener algo que hacer. Así pues, me entrevisté con el doctor D. Después de charlar como vecinos en nuestro idioma natal, me marché con la promesa de una subvención para investigación y un salario de 400 dólares al mes. Repentinamente nos sentimos ricos. Alquilamos un precioso apartamento de una habitación en la calle 96 Este de Manhattan. En la parte de atrás había un pequeño jardín. Un fin de semana lo  preparé para plantar flores y verduras llevando cubos con tierra desde Long Island. Esa noche no hice caso de unas manchitas de sangre. Dos días después me desmayé en el quirófano durante una operación. Desperté en una habitación del Glen Cove, como paciente, después de haber sufrido un aborto espontáneo.

Manny llenó de flores nuestro apartamento a modo de consuelo, pero el único consuelo real que yo tenía era mi fe en un poder superior. Todo lo que ocurre tiene su motivo, la casualidad no existe. La propietaria de la casa, en el papel de madre suplente, me preparó mi plato favorito, filete mignon, para cenar. Lo irónico era que su hija había salido ese día del mismo hospital después de dar a luz a una niñita sana mientras yo salía con los brazos vacíos. Esa noche oí el llanto de la recién nacida a través de las paredes del apartamento. Hasta ese momento no me había dado cuenta de lo profunda que era mi pena.

Pero en ello había también otra importante lección posible: la de que aunque no obtengamos lo que deseamos, Dios siempre nos da lo que necesitamos.

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