miércoles

EL PODER Y LA GLORIA - GRAHAM GREEN


DECIMOQUINTA ENTREGA


SEGUNDA PARTE

I (2)

Se notaban señales de labranza: tocones de árbol y cenizas de hoguera donde se había desmochado el terreno para sembrar la cosecha. Dejó de azuzar a la mula. Sentía una rara cortedad.

Salió una mujer de una cabaña y le observó subiendo remolón el sendero en su mula cansada. La menuda aldea, cuyas casas no pasarían de dos docenas alrededor de una plaza polvorienta, fue construida según modelo corriente; pero era un modelo muy unido a su corazón. Sentíase seguro, estaba cierto de ser bien recibido, pues en aquel lugar residía al menos una persona en la cual podía confiar y que no le delataría a la policía. Cuando ya estuvo muy cerca, la mula volvió a sentarse, y esta vez el hombre, para zafarse, tuvo que rodar por el suelo. Se puso de pie y la mujer le miró como a un enemigo.

-¡Ah, María! -dijo-. ¿Cómo estás? -No la miraba de frente: sus ojos eran tímidos y cautos–. ¿No me has reconocido?

-Ha cambiado usted -contestó ella, observándole de pies a cabeza con un cierto desdén-. ¿Cuándo se procuró usted esa ropa? -inquirió.

-Hace una semana.

-¿Qué hizo usted de la suya?

-La cambié por ésta.

-¿Por qué? Era un traje muy bueno.

-Estaba muy andrajoso... y llamaba la atención.

-Yo lo hubiera remendado y escondido bien. Es un gran derroche. Tiene usted el aspecto de un hombre ordinario.

Él sonrió, mirando al suelo, mientras ella le reñía como un ama de llaves: precisamente así era en tiempos pasados cuando había presbiterio y reuniones de las Hijas de María y de todas las hermandades de la parroquia, excepto, claro es, que... Sin mirarla preguntó suavemente:

-¿Cómo está Brígida? -y el corazón le saltó al nombrarla. Un pecado puede tener enormes consecuencias: él llevaba seis años fuera de su... hogar.

-Está bien, como todos nosotros. ¿Qué creía usted?

Ya tenía él una satisfacción: estaba relacionada con su crimen. No era de su incumbencia el sentir placer por nada que se refiriera al pasado.

Pronunció maquinalmente:

-Está bien -y mientras latía su corazón con amor secreto y aterrador, añadió-: Estoy muy cansado. La policía andaba cerca de mí por Zapata...

-¿Por qué no se fue usted por Monte Cristo?

Levantó la vista con ansiedad. Aquélla no era la bienvenida que esperaba; un corrillo de gente se había reunido entre las cabañas y le observaba a prudente distancia. Había un templete para la música algo deteriorado y un solo tenderete para las gaseosas. La gente había sacado las sillas a la calle para pasar la velada. Nadie se adelantó a besarle la mano y pedirle la bendición. Era como si hubiese descendido, gracias a su pecado, a la lucha humana para aprender otras cosas además del amor y de la desesperación: que un hombre puede ser mal recibido incluso en su propia casa.

Explicó:

-Allí estaban los “camisas rojas”.

-Bueno, Padre -dijo la mujer-, no le podemos echar a usted. Mejor hubiera sido que pasara de largo.

La siguió dócilmente pisándose los largos pantalones de peón, la dicha se borró de su cara y en ella quedó olvidada una sonrisa, como el superviviente de un naufragio. Había siete u ocho hombres, dos mujeres, media docena de chiquillos: pasó entre ellos como un mendigo. No pudo menos de recordar la vez anterior... la conmoción, las calabazas de vino que salían de los escondrijos cavados en la tierra... Su culpa todavía era entonces reciente, y, sin embargo, ¡cómo le habían agasajado! Fue como si regresara uno de ellos a su corrompida cárcel, un emigrado enriquecido de vuelta a su lugar nativo.

-Este es el Padre -dijo la mujer.

Tal vez todo era debido a que no le habían reconocido, pensó, y aguardó sus saludos. Se adelantaron de uno en uno a besarle la mano, retrocediendo después y quedándose para observarlo.

-Me alegro de veros...

Iba a llamarles hijos míos, pero le pareció que tan sólo el hombre sin hijos tiene derecho a llamar hijos suyos a los extraños. Los chiquillos ya estaban llegando, uno por uno, a besarle la mano empujados por sus padres. Eran harto jóvenes para recordar los tiempos en que los sacerdotes vestían de negro y llevaban alzacuello romano y tenían las manos suaves, autoritarias y condescendientes. Pudo verles desconcertados por aquella muestra de respeto a un labriego como sus padres. No les miró de frente, pero los estuvo observando de cerca de todos modos. Dos eran niñas; una pequeñita de rostro descolorido, ¿de cinco, seis o siete años?, no podría decirlo; y otra que el hambre había aguzado con una apariencia de diablura y malicia excesivas para su edad. A los ojos de la niña se asomaba ya la mujer. Los miró a todos, mientras se dispersaban; sin decir nada; eran extraños.

Uno de los hombres preguntó:

-¿Estará usted aquí mucho tiempo, Padre?

Contestó:

-Creo, acaso... que podría quedarme... unos cuantos días.

Otro aventuró:

-¿No podría usted irse un poquitín más al Norte, Padre: a Pueblito?

-Hemos andado doce horas el mulo y yo.

La mujer, de pronto, habló por él, airada:

-Por supuesto que se quedará aquí esta noche. Es lo menos que podemos hacer.

Él anunció:

-Diré la misa para ustedes mañana por la mañana -y pareció cual si les ofreciera un soborno, pero con moneda que casi podía pasar como robada a juzgar por su expresión de cortedad y repugnancia.

Alguien pidió:

-Si no le importa, Padre, que sea muy temprano... aún de noche si es posible...

-¿Pero qué es lo que os pasa a todos? -exclamó-. ¿Por qué tenéis miedo?

-¿No se ha enterado...?

-¿Enterado?

-Ahora cogen rehenes en todos los pueblos donde creen que ha estado usted. Y si la gente no le denuncia... pues fusilan a uno... y después cogen otro rehén. Así ocurrió en Concepción.

-¿Concepción? -Uno de sus labios empezó a temblar, arriba y abajo, horror o desesperación.

Preguntó-: ¿A quién? -Le miraron atontados. Él repitió furioso-: ¿A quién asesinaron? -A Pedro Montes.

Aulló sordamente como un perro; abreviatura absurda del dolor. La niña envejecida se rió. Gritó él:

-¿Por qué no me cogen a mí? ¡Badulaques! ¿Por qué no me cogen a mí?

La niña volvió a reírse. Él la miró con la vista extraviada, como si pudiera oírla pero no verle la cara. La felicidad moría de nuevo antes de llegar a respirar; el cura se sentía como una mujer con un aborto: lo enterraba de prisa, lo olvidaba y vuelta a empezar. Tal vez el próximo viviría.

-Ya ve usted, Padre -dijo uno de los hombres-, por qué...

Él se sentía como un culpable ante sus jueces. Preguntó:

-¿Preferirías que yo fuera como... como el Padre José de la capital...? ¿Habéis oído hablar de él...?

Respondieron sin convicción:

-Desde luego que no, Padre.

-¿Pero qué estoy diciendo? No se trata de lo que vosotros queráis o lo que quiera yo.  -Añadió bruscamente, con autoridad-: Ahora quiero dormir... Me podéis despertar una hora antes de amanecer... Media hora para confesar... después la misa, y me marcharé en seguida.

Pero, ¿adónde? No habría en todo el Estado un pueblo donde no resultara un peligro indeseable.

La mujer le guió.

-Por aquí, Padre.

La siguió a un cuarto pequeño con muebles construidos de cajones de embalaje: una silla, una cama de tablas clavadas y cubierta con un jergón de paja, un cacaxtle sobre el cual habían extendido un mantel, y sobre éste un quinqué de petróleo. Él dijo:

-No quiero sacar a nadie de este cuarto.

-Es el mío.

La miró con aire dudoso.

-¿Dónde dormirás tú?

El hombre temía que ella hiciera valer sus derechos. La observaba con disimulo. ¿El matrimonio no era más que aquello: la duda, el recelo y el desasosiego? Cuando la gente se confesaban con él y hablaban de pasión, ¿era todo esto lo que querían decir: el lecho duro, la mujer atareada y el no hablar del pasado...?

-Dormiré cuando usted se haya marchado.

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