VIGESIMOSEGUNDA ENTREGA
CAPÍTULO OCTAVO (2)
EL PROFESOR SE EXPLICA (2)
Syme se puso en pie de un salto, derribando cuidadosamente el banco en que estaba sentado.
-¿Porque usted pertenece a qué? -dijo con espesa voz-. ¿Pertenece a qué?
-Que soy de la policía -insistió el Profesor sonriendo por primera vez, mientras que sus ojos centelleaban detrás de los espejuelos-. Pero como usted opina que la palabra "policía" es un término relativo, no quiero nada con usted. Yo pertenezco al servicio de la policía inglesa, pero como usted me dice que no es ése su caso, a mí sólo me toca hacer notar que me lo he encontrado a usted en un club de dinamiteros. Creo que estoy en el deber de arrestarlo.
Y, dicho esto, puso sobre la mesa, ante los ojos de Syme, un exacto facsímil de la tarjeta azul que Syme llevaba en el bolsillo del chaleco, símbolo de su poder policíaco.
Syme tuvo por un instante la impresión de que el cosmos se había vuelto del revés, de que los árboles estaban creciendo para abajo, y bajo sus pies lucían las estrellas.
Paulatinamente, a esta impresión sucedió otra diametralmente opuesta: en efecto, durante las últimas veinticuatro horas, el universo había estado del revés, y apenas en este momento parecía enderezarse. ¿De suerte que aquel dominio de quien había venido huyendo, y que ahora se burlaba de él, desde el asiento de enfrente, no era más que un hermano mayor de su familia? No preguntó nada; se conformó con la alegría increíble de saber que aquella sombra que le había venido acosando, con la intolerable opresión del peligro, era simplemente la sombra de un amigo empeñado en identificarlo. A un mismo tiempo se sintió libre y se confesó que era un necio, porque siempre hay un sentimiento de admiración en estas emociones de alivio. En estas circunstancias sólo hay lugar a tres cosas: primero, al orgullo satánico; segundo, a las lágrimas, y tercero, a la risa.
El egoísmo de Syme se entregó al primer sentimiento unos cuantos segundos, y después dio un salto al tercero. Sacando entonces del bolsillo del chaleco su tarjeta de policía, la arrojó sobre la mesa y, echando hacia atrás la cabeza, de modo que su barba rubia casi apuntaba al techo, disparó una carcajada brutal.
Aun en aquel oscuro rincón, siempre poblado por el estrépito de los cuchillos, platos, latas de conservas, voces clamorosas, rumores de lucha y de fuga, la alegría de Syme resonó de un modo tan homérico que se le quedaron mirando los parroquianos medio borrachos.
-¿De qué se ríe usted, caballero? -preguntó asombrado un cargador del muelle.
-De mí mismo -contestó Syme, entregándose de nuevo al éxtasis agónico de su reacción.
-Domínese usted -advirtió el Profesor- o se va usted a poner histérico. Pida más cerveza, yo le acompañaré.
-Aún no se ha bebido usted su leche -observó Syme.
-¡Mi leche! -repuso el otro con impenetrable y desmayado desdén- ¡mi leche! ¿Se figura usted que me dedico yo a estos menjurjes cuando no me ven los sanguinarios anarquistas? En esta sala todos somos cristianos ... y echando una mirada a los ebrios que les rodeaban- aunque tal vez no muy estrictos. ¿Conque acabarme mi leche? ¡Qué diablo, sí! Ya verá como voy a acabar con ella.
Y, rompiendo el vaso sobre la mesa, hizo correr un charco de líquida plata.
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