jueves

BARROCO, HERMENÉUTICA Y MODERNIDAD II - LUIS IGNACIO IRIARTE


UNDÉCIMA ENTREGA

INTRODUCCIÓN (6)

Góngora y el modernismo (3)

Este desplazamiento de la barbarie nos lleva a la locura. Como se sabe, el fin de siglo asistió a un intenso debate sobre las relaciones entre la enfermedad mental y la creación literaria. Esto es lo que hizo que los modernistas mantuvieran relaciones ambiguas con Max Nordau, Cesare Lombroso y Pompeyo Gener. Los tres calificaron a los escritores contemporáneos a partir de categorías psiquiátricas, considerando que sus obras eran el fruto de su desviación. Como señala Mainer, en Literaturas malsanas Gener estableció un amplio cuadro de degeneraciones, donde se criticaban «las «Enfermedades indígenas» del intelecto, todas castella­nas: el «retoricismo» dominante, el «criticonismo» que ha convertido la crítica en comadreo […] y el «cronicronismo» que pretende reemplazar el análisis por la erudición vana» (2010: 27). Si bien muchos escritores rechazaron este tipo de cuadros patológicos, mantuvieron con ellos una relación ambigua. En De sobre­mesa (1925), el colombiano José Asunción Silva comparó Degenerados de Nordau (1892) con el Diario de María Bashkirtseff. Juan Fernández celebra los compul­sivos proyectos de la tuberculosa y desprecia al psiquiatra. Pero igual lo necesita, porque con Nordau puede demostrar que el genio se aparta de la norma social. La misma ambivalencia se encuentra en Darío. Le dedicó a Nordau una extensa y humorística crónica descalificatoria, uno de cuyos pasajes se cita a continuación:

Max Nordau no deja un solo nombre, entre todos los escritores y artistas contemporá­neos de la aristocracia intelectual, al lado del cual no escriba la correspondiente clasifi­cación diagnóstica: «imbécil», «idiota», «degenerado», «loco peligroso». Recuerdo que una vez, al acabar de leer uno de los libros de Lombroso, quedé con la obsesión de la idea de una locura poco menos que universal. A cada persona de mi conocimiento le aplicaba la observación del doctor italiano, y resultábale que, unos por fas, otros por nefas, todos mis prójimos eran candidatos al manicomio (1952: 170).

Pero Los raros lleva la marca de Nordau. Si los escritores que hay en sus pági­nas son raros, es precisamente porque están fuera de la normalidad. Incluso Darío le otorgó cierta veracidad a la psiquiatría, confirmando aunque sea tácitamente que el genio creador bordea la locura: «La psiquiatría -escribe Darío- pone su lente práctico en regiones donde solamente antes había visto claro la pupila ideal de la poesía» (171). Además, destacó algunas de las tesis de Nordau que tienen una particular importancia para su idea de la locura y el genio creador. Subrayó, por ejemplo, que lo que le permitía al psiquiatra calificar a ciertos artistas de en­fermos mentales era la importancia que le concedían a la música en detrimento de la razón: «Es una particularidad de los idiotas tener gusto por la música […] por tanto, los que se entregan a ella son o están próximos a ser degenerados» (174). Darío, que amó a Wagner y manejó el verso con admirable musicalidad, debe ha­ber sonreído al verse indirectamente mentado como idiota y degenerado. Pero si bien estas etiquetas eran ridículas, Nordau sí ratificaba que el artista iba por fuera de las normalidades de la sociedad.

¿Todo esto se encuentra en «Trébol»? Sin duda que no. Pero «Trébol» es el emergente de esta transformación de los prejuicios. Darío se interesó por Góngora en tanto los escritores franceses lo habían calificado como un maldito, o, en sus términos, como un raro. A su vez, se habían transformado los conceptos negativos de barbarie, formalismo, decadentismo y locura, que también afectaban a Gón­gora. Según el proceso de jerarquización de los componentes no racionales para comprender la literatura, de pronto pasaron a ser marcas interesantes, más que positivas, síntomas sociales de los cuales tenía que ocuparse la literatura. En fin, la unidad de las artes, con el peso que esto le confiere a los componente formales de la poesía, impulsó por su parte esta relectura del pasado.

Pero si no están explícitamente enumerados en «Trébol», toda esta enorme transformación caracteriza la época y se encuentra plasmada, con una notable ex­plicitud, en Lo barroco. En ese volumen, Eugenio D’Ors recopila varios textos, muchos de ellos muy tempranos, en los cuales se explaya sobre las características positivamente marginales del Barroco. En «Churriguera» (1908), D’Ors recuer­da a Zenón de Elea, a quien identifica directamente como un «filósofo maldito». Otro tanto le corresponde a Américo Vespucio: «un explorador maldito [porque] queremos hacerle pagar caro la ventaja de haber legado su nombre al Continente descubierto por Cristóbal Colón». Aparte de Churriguera, el más significativo de sus ejemplos es Góngora. Considera al poeta cordobés como un «poeta maldito, [que] soporta, como la noción médica de «artritismo», el padrinazgo de las más variadas enfermedades» (1993: 23).

En el mismo sentido, D’Ors retoma el primitivismo. En «El Widermann», el ensayista observa que el estilo de la civilización se llama clasicismo. En conse­cuencia, el estilo de la barbarie se identifica con el Barroco. En el más extenso «De Robinson a Gauguin» (1925) se ocupa con mayor profundidad de este último aspecto. En principio, en un sintético acápite sobre Rousseau, recuerda la tesis de la superioridad «del estado natural en el hombre respecto de las conquistas de su civilización» (25). Para D’Ors, ésta fue la gran innovación del romanticismo. Pero el romanticismo fue la realización del «eón» barroco a fines del siglo XVIII. No sor­prende, en este sentido, que D’Ors haya explicitado también la identificación del Barroco con la locura. Escribe el ensayista en el trabajo recién citado:

Imaginemos una infancia educada por locos… Si bien se mira, ¿no ha ocurrido que, durante más de una centuria, la infancia entera de todos los países y de todas las con­diciones sociales haya sido, más o menos indirectamente, educada por un loco: por Juan Jacobo Rousseau?

Una sociedad como la que evoco .o imagino- tenderá necesariamente, en su expresión, en su estilización, al empleo de las formas características de lo barroco (1993: 52).

Como demostró Foucault, la locura, tal cual la conocemos, apareció tras la Revolución Francesa. Antes de esa fecha, como podemos verlo en Luzán, era el lugar del error, lo opuesto de la verdad, que se encontraba en la razón universal. Si la barbarie pasó de ser lo otro del progreso para convertirse también en lo que todo hombre y toda sociedad tienen en su interior, del mismo modo la locura dejó de ser el error para convertirse en la verdad más profunda del ser humano. Según Foucault, «El loco revela la verdad elemental del hombre», porque lo reduce «a sus deseos primitivos, a sus mecanismos simples», presentando su «infancia cronológi­ca y social»; pero a la vez, la locura es una enfermedad del exceso de civilización y «empieza con la vejez del mundo, y cada rostro que la locura adopta en el curso del tiempo habla de la forma y la verdad de esta corrupción» (1992 II: 275). Síntoma central del fin de siglo, en la locura coinciden la barbarie y el fin de los tiempos, época en la cual el hombre se siente aplastado bajo el peso de la civilización.

Con el rescate de «Trébol», Góngora quedó colocado cerca de estas ideas. Como pudimos comprobar en D’Ors, la época del modernismo confirmó y trans­formó los prejuicios del neoclasicismo y los que se le impusieron al poeta durante el siglo XIX. Pero a diferencia de lo sucedido con Lope de Vega, no se trata de que una idea como lo popular cambiara de signo. Por el contrario, los prejuicios de lo­cura, barbarie, formalismo y decadencia no se convirtieron en ideas simplemente positivas. Más bien, la valoración pasa porque de pronto tuvo interés que el arte se vinculara con esos núcleos problemáticos, esas verdades recónditas que la cultura ha buscado esconder. En este sentido, se puede decir que Góngora resurgió plena­mente cuando los prejuicios que pesaban sobre él dejaron de ser ejes interpretati­vos para convertirse en los síntomas del hombre y la cultura. 

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