jueves

BARROCO, HERMENÉUTICA Y MODERNIDAD II - LUIS IGNACIO IRIARTE


NOVENA ENTREGA


INTRODUCCIÓN (6)

Góngora y el modernismo (1)

Para reivindicar el teatro del siglo XVII, Durán ratificó y a la vez transformó el valor de los prejuicios neoclásicos. Rescató el aspecto no racional de la poesía, defendió la falta de adecuación a la imitación de la naturaleza, la inclinación ante el gusto popular y la ruptura con las reglas de la Antigüedad Grecolatina. Con esta vuelta de tuerca a las ideas del neoclasicismo sobrescribió un nuevo prejuicio, esta vez romántico, que supone que el teatro del 1600 constituye uno de los momen­tos clave para la conformación de la tradición nacional. Parte de la recuperación del Barroco que se dio durante los años de la Primera Guerra Mundial sería in­comprensible sin esta transformación. Ahora bien, esta idea no podría haber sido formulada sin una transformación de la teoría de la corrupción. Como vimos, entre Durán y Menéndez Pelayo se llegó a la conclusión de que efectivamente la literatura del siglo XVII había entrado en una etapa de decadencia. Pero esta se des­plazó a los poemas mayores de Góngora y sus seguidores. A su vez, se consolidó la idea de que la corrupción se debía a que esos poetas, en lugar de expresar el alma, habían abusado del estudio, los artificios y la formalidad. Así, gran parte de la obra de Góngora quedó marcada por los estigmas del formalismo (Durán), la locura (Castro) y la decadencia (Menéndez Pelayo). En síntesis, el siglo XIX impuso dos prejuicios: la idea de genio nacional, asociada al teatro, y la locura o la decadencia, ligada a la obra del poeta cordobés.

La reivindicación de Góngora, por parte del modernismo, es una consecuen­cia de la valoración de estos prejuicios a partir del proceso de jerarquización de los componentes no racionales para comprender la literatura. Un rasgo característico en este sentido se encuentra en el cambio de actitud hacia los elementos formales y sensoriales del poema (la melodía, el ritmo o el empleo de imágenes). Aparte de la valoración intrínseca de estos elementos, el modernismo incluyó ese renovado interés en una preocupación muy marcada por establecer vínculos entre la litera­tura y el resto de las artes. No hay que olvidar, en este sentido, la importancia que hasta en los títulos cobró ese tema (recordemos, por ejemplo, los nocturnos de José Asunción Silva, el famoso «Sonatina» de Rubén Darío y los «Retratos» de Cantos de vida y esperanza). En igual sentido, es fundamental la cuestión de la unidad de las artes y su impacto en los aspectos retóricos. Como observa Cathy Jrade, la «sinestesia, que a menudo se considera una de las características diferenciales más importantes tanto de la poesía simbolista como de la modernista, también apoya la interacción entre las artes gráficas, verbales y auditivas» (2006: 43). Como ob­serva Egido, la reivindicación del Barroco, a fines del siglo XIX, se caracterizó por situar su punto de vista en las artes plásticas, ahondando por lo tanto los rasgos sensoriales (2009: 7). Ciertamente, esto puede entenderse por la importancia que cobraron los ensayos de Wölfflin, pero también, como observa Egido, por este interés que los modernistas pusieron en la unidad de las artes, que forma una constelación con la relectura de Góngora y la importante transformación positiva de los estigmas de la locura, la decadencia y la sensualidad.

Rubén Darío se ubica en el centro de esta red de cuestiones. En 1899, durante su segundo viaje a España, el poeta participó de las celebraciones del centenario de Velázquez con el famoso tríptico de sonetos «Trébol», que luego recogió en Cantos de vida y esperanza (1905). En ese texto, en lugar de hacer una poesía encomiástica tradicional, le cede la voz a Góngora, quien en un soneto en endecasílabos remarca la gloria de Velázquez y aprovecha para contarle sus cuitas por haber sido olvidado. Para mayor tristeza, destaca que el único brillo que le queda es el recuerdo del día en que Velázquez pintó su retrato. El pintor, por su parte, toma la palabra en el segundo soneto, también en endecasílabos, y lo reconforta, anunciándole que «ya empieza el noble coro de las liras / a preludiar el himno a tu decoro» (1986: 39). Finalmente, en el tercer poema, ahora en alejandrinos, Darío hace suyo ese presagio, ratificando que está a un paso de la consagración. Como es de esperar, el poeta recupera en el primer soneto varios de los rasgos estilísticos de Góngora. El hipérbaton y el verso bimembre, así como también el comienzo, que recuerda el famoso «Mientras por competir con tu cabello», son marcas inconfundibles:

Mientras el brillo de tu gloria augura
Ser en la eternidad sol sin poniente,
Fénix de viva luz, fénix ardiente,
Diamante parangón de la pintura,
De España está sobre la veste obscura
Tu nombre, como joya reluciente;
Rompe la Envidia el fatigado diente,                                                 
Y el olvido lamenta su amargura.
Yo en equívoco altar, tú en sacro fuego,
Miro a través de mi penumbra el día
En que el calor de tu amistad, Don Diego,
Jugando de la luz con la armonía,
Con la alma luz, de tu pincel el juego
El alma duplicó de la faz mía (38-39).

Como puede leerse a simple vista, Darío reinscribe los temas de la represen­tación y el retrato, tan característicos del siglo XVII, en la unidad modernista de las artes plásticas y la literatura. Por otra parte, el poema consagró para la época la ecuación entre Góngora, el Barroco y el modernismo rubendariano. En «La nueva generación de novelistas» (1904), Emilia Pardo Bazán rescata la línea austera y de influjos neorrománticos española del «pseudo-gongorismo afrancesado que corrompe a algunos escritores de América» (2010: 616). En el mismo sentido, en «Para un estudio de la literatura española», fechado en 1914, Antonio Machado hace un listado de escritores a partir de la idea de que la poesía debe expresar la «pura emoción». Por lo tanto se pronuncia en contra de los «poetas que preten­den manejar imágenes puras (limpias de concepto (!) y también de emoción), sometiéndolas a un trajín mecánico y caprichoso, sin que intervenga para nada la emoción» (1973: 786). Propone luego la siguiente identificación, empleando tal vez por primera vez el concepto: «Neobarroquismo: Rubén Darío» (786).

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