miércoles

MUJERES QUE CORREN CON LOS LOBOS - CLARISSA PINKOLA



QUINCUAGESIMONOVENA ENTREGA


CAPÍTULO 7


El júbilo del cuerpo

El lenguaje corporal (1)

Una vez formé con una amiga mía un tándem de narración de cuentos llamado "Lenguaje corporal", destinado a descubrir las virtudes ancestrales de nuestros parientes y amigos. Opalanga es una griot afroamericana tan alta y delgada como un tejo. Yo soy una mexicana, tengo una hechura muy terrenal y abundantes carnes. Aparte el hecho de ser objeto de burla por su estatura, de niña le decían a Opalanga que la separación entre sus dientes frontales significaba que era una mentirosa. Y a mí me decían que la forma y el tamaño de mi cuerpo significaban que era inferior y carecía de autocontrol. En nuestros relatos sobre el cuerpo hablábamos de las pedradas y las flechas que nos habían arrojado a lo largo de nuestras vidas porque, según los grandes "ellos", nuestros cuerpos tenían demasiado de esto y demasiado poco de lo otro. En nuestros relatos entonábamos un canto de duelo por los cuerpos de los que no nos estaba permitido gozar. Nos balanceábamos, bailábamos y nos mirábamos. Cada una de nosotras pensaba que la otra era tan hermosa y misteriosa que nos parecía imposible que los demás no lo creyeran así.

Qué sorpresa me llevé al enterarme de que, de mayor, ella había viajado a Gambia en África Occidental y había conocido a algunos representantes de su pueblo ancestral en cuya tribu, mira por dónde, muchas personas eran tan altas y delgadas como los tejos y tenían los dientes frontales separados. Aquella separación, le explicaron, se llamaba Sakaya Yallah, es decir, la "abertura de Dios" y se consideraba una señal de sabiduría.

Y qué sorpresa se llevó ella al decirle yo que de mayor había viajado al istmo de Tehuantepec en México y había conocido a algunos representantes de mi pueblo ancestral, los cuales, mira por dónde, eran una tribu de coquetas y gigantescas mujeres de fuerte cuerpo y considerable volumen. Éstas me dieron unas palmadas (1) y me palparon, comentando descaradamente que no estaba lo bastante gorda. ¿Comía lo suficiente? ¿Había estado enferma? Tenía que esforzarme en engordar, me explicaron, ya que las mujeres son la Tierra y son redondas como ella, pues la tierra abarca muchas cosas (2).

Por consiguiente, en la representación, al igual que en nuestras vidas, nuestras historias personales, que habían empezando siendo opresivas y deprimentes a la vez, terminaban con alegría y un fuerte sentido del yo. Opalanga comprende que su estatura es su belleza, su sonrisa es la de la sabiduría y la voz de Dios está siempre cerca de sus labios. Y yo comprendo que mi cuerpo no está separado de la tierra, que mis pies están hechos para asentarse firmemente en el suelo y mi cuerpo es un recipiente destinado a contener muchas cosas. Gracias a unos pueblos poderosos no pertenecientes a nuestra cultura de Estados Unidos, aprendimos a atribuir un nuevo valor al cuerpo y a rechazar las ideas y el lenguaje que insultaban el misterio del cuerpo o ignoraban el cuerpo femenino como instrumento de sabiduría (3).

Experimentar un profundo placer en un mundo lleno de muchas clases de belleza es una alegría de la vida, a la cual todas las mujeres tienen derecho. Aprobar sólo una clase de belleza equivale en cierto modo a no prestar atención a la naturaleza. No puede haber un solo canto de pájaro, una sola clase de pino, una sola clase de lobo. No puede haber una sola clase de niño, de hombre o de mujer. No puede haber una sola clase de pecho, de cintura o de piel.

Mis experiencias con las voluminosas mujeres de México me indujeron a poner en tela de juicio toda una serie de premisas analíticas acerca de los distintos tamaños y formas y en especial los pesos de las mujeres. Una antigua premisa psicológica en particular se me antojaba grotescamente equivocada: la idea según la cual todas las mujeres voluminosas tienen hambre de algo; la idea según la cual "dentro de ellas hay una persona delgada que está pidiendo a gritos salir". Cuando le comenté esta metáfora de la "mujer delgada que gritaba" a una de las majestuosas mujeres de la tribu tehuana, ella me miró con cierta alarma.

¿Me estaba refiriendo acaso a la posesión de un mal espíritu?' (4) ¿Quién hubiera podido tener empeño en poner una cosa tan mala en el interior de una mujer?", me preguntó. No acertaba a comprender que los "curanderos" o cualquier otra persona pudiera pensar que una mujer tenía en su interior a una mujer que gritaba por el simple hecho de estar naturalmente gorda.

Notas

(1) Las mujeres tehuana dan palmadas y tocan no sólo a sus hijos y no sólo a sus hombres, sus abuelas y abuelos, no sólo a la comida, las prendas de vestir y los animales domésticos sino que también lo hacen entre sí. Es una cultura muy táctil que, al parecer, favorece el próspero desarrollo de sus miembros. De igual modo, observando jugar a los lobos, vemos que se dan golpes entre sí en una especie de ondulante danza. El contacto de la piel comunica algo así como "Tú nos perteneces, nosotros nos pertenecemos".
(2) Parece ser, a través de observaciones informales de distintos grupos nativos aislados, que, pese a la existencia de los solitarios de la tribu -que quizá sólo viven parcialmente en ella y no siguen necesariamente y en todo momento sus valores- los grupos centrales se aproximan respetuosamente a los varones y a las mujeres, independientemente de la forma, el tamaño y la edad. A veces se gastan bromas entre sí acerca de esto o de aquello, pero no lo hacen con maldad ni con ánimo excluyente. Este acercamiento al cuerpo, el sexo y la edad forma parte de una visión más amplia y de una forma de amor distinta.
(3) Algunos han señalado que el respeto a los estilos de vida y a los valores "aborígenes, antiguos o vetustos" es una manifestación de sentimentalismo, una añoranza de tiempos pasados y una absurda fantasía de cuento de hadas. Y añaden que las mujeres de otros tiempos vivían una existencia muy dura, plagada de enfermedades, etc. Es cierto que las mujeres de los mundos pasado y presente tenían / tienen que trabajar muy duro y a menudo en condiciones de explotación, eran / son maltratadas y las enfermedades estaban / están muy extendidas. Todo eso es cierto y lo es también para los hombres. Sin embargo, en los grupos nativos y entre mis gentes latinoamericanas y húngaras que son pueblos decididamente tribales, que forman clanes, crean tótems, hilan, tejen, plantan, cosen y procrean, compruebo que, por muy dura y difícil que sea la vida, los antiguos valores -aunque uno tenga que cavar para encontrarlos o tenga que volver a aprenderlos- existe un firme apoyo al alma y la psique. Muchas de las llamadas "costumbres antiguas" son una forma de alimento que jamás se deteriora y cuya cantidad aumenta cuanto más se utiliza. Aunque hay una manera sagrada y profana de abordar las cosas, creo que el hecho de admirar o tratar de emular ciertas "costumbres antiguas" no es una forma de sentimentalismo sino más bien de sensatez. En muchos casos, el hecho de atacar el legado de los viejos valores espirituales es, una vez más, un intento de apartar a la mujer de los legados de su estirpe matrilineal. Es beneficioso para el alma aprender simultáneamente de la sabiduría pasada, del poder presente y del futuro de las ideas.
(4) Si hubiera un "mal espíritu" en el cuerpo de las mujeres, estaría en buena parte introyectado por una cultura que siente un profundo desconcierto ante el cuerpo natural. Si bien es cierto que una mujer puede ser su peor enemigo, una niña no nace odiando su propio cuerpo sino que más bien se complace en descubrirlo y en usarlo tal como podemos ver al observar a una niña.

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