DUODÉCIMA ENTREGA
PRIMERA PARTE
IV
Los circunstantes (3)
La señora Fellows se mecía atrás y adelante, atrás y adelante.
Y de igual modo, Lord Palmerston dijo que si el Gobierno griego no hacia justicia a don Pacífico...
La señora anunció:
-Queridita, tengo tanto dolor de cabeza que creo debemos dejarlo por hoy.
-Desde luego. También yo tengo un poco.
-Espero te pase pronto. ¿No te importa llevarte los libros?
Aquellos mugrientos libritos habían llegado por correo procedentes de una empresa de Paternoster Row denominada “Preceptores Particulares, Sociedad Limitada”. Era un curso completo de educación que comenzaba con “Reading Without Tears” y seguía metódicamente con el Proyecto de Reforma, Lord Palmerston y los poemas de Víctor Hugo. Cada seis meses remitían una hoja de examen y la señora de Fellows repasaba laboriosamente las contestaciones y confería notas.
Luego las enviaba a Paternoster Row, donde, semanas después, eran archivadas. Una vez se había olvidado de esta obligación, cuando hubo tiros en Zapata, y había recibido un volante impreso que comenzaba: “Muy Sr. mío: Siento mucho comprobar...” El engorro consistía en que llevaban varios años de adelanto sobre el programa (eran muy pocos los libros que tenían para leer) y de este modo las hojas de examen se retrasaban años enteros. A veces la casa mandaba certificados impresos en relieve, para poner en un cuadro, expresando que la señorita Coral Fellows había pasado con provecho del tercer grado al segundo, firmados con estampilla por Henry Beckley, B. A., Director de “Preceptores Particulares, Sociedad Limitada”. A veces llegaban breves cartas personales escritas a máquina, con la misma firma en azul, algo emborronada, que decían:
Querida alumna:
Creo debe usted poner más atención durante esta semana a...
Estas cartas tenían siempre seis semanas de fecha.
-¡Queridita mía -añadió la señora Fellows-, ¿quieres ir a encargar el almuerzo a la cocinera? Sólo para ti. Yo no puedo comer nada, y tu padre está en la hacienda.
-Mamá -dijo la chica-, ¿crees que hay Dios?
La pregunta sobresaltó a la señora Fellows. Se meció furiosa arriba y abajo y contestó:
-Desde luego.
-Quiero decir el alumbramiento de la Virgen... y todo lo demás.
-¡Qué cosas preguntas, querida! ¿Quién te ha hablado de eso?
-Oh -dijo la niña-, lo he estado pensando; esto es todo.
No aguardó mejor respuesta: sabía muy bien que no la tendría. Siempre fue su tendencia
Tomar decisiones. Henry Beckley, Bachiller en Artes, había incluido el tema en una de las primeras lecciones. Entonces no le había parecido más difícil de aceptar que lo del gigante en la cima de un tallo de habas, y a la edad de diez años había descartado ambas cosas implacablemente. Por entonces empezaba a estudiar álgebra.
-Seguramente no ha sido tu padre...
-Oh, no.
Se puso el casco para el sol y salió al calor llameante de las diez a buscar a la cocinera. Parecía más frágil y más indomable que nunca. Una vez dadas las órdenes fue al almacén a inspeccionar las pieles de caimán clavadas en la pared y después a los establos para ver si los mulos estaban en buena forma. Llevaba sus obligaciones cuidadosamente, como si fueran loza, a través del patio caldeado. No había pregunta que no pudiera contestar. Los buitres levantáronse con languidez al acercarse ella. Volvió a la casa, junto a su madre.
-Hoy es miércoles.
-¿Sí, querida?
-¿No ha bajado papá las bananas al muelle?
-¿Cómo quieres que lo sepa, querida?
Volvió de prisa al patio y llamó. Acudió un indio. No, las bananas estaban aún almacenadas; no se había dado ninguna orden.
-A bajarlas -mandó ella-, en seguida, rápido. El barco estará pronto aquí.
Fue a por el libro-registro de su padre y contó los racimos a medida que los sacaban fuera; un centenar de bananas o más por racimo, cuyo precio era de unos peniques. Se necesitaron más de dos horas para vaciar el almacén. Alguien tenía que hacer aquel trabajo y ya otra vez su madre se había olvidado del día. Después de media hora empezó a sentirse cansada; no solía fatigarse tan pronto.
Se apoyó en la pared que le abrasó las paletillas. No sentía resentimiento alguno por hallarse allí cuidando de los asuntos de su padre; la palabra “juego” carecía de todo sentido: el conjunto de su vida era adulto. En uno de los primeros libros de lecturas de Henry Beckley vio una ilustración con una tertulia de muñecas tomando el té; para ella era tan incomprensible como una ceremonia desconocida: no le encontraba ningún sentido. Cuatrocientos cincuenta y seis. Cuatrocientos cincuenta y siete. El sudor corría continuo por el cuerpo de los peones como una ducha. De pronto sintió un horrible dolor en el vientre, se le pasó por alto una carga y procuró incluirla en sus cálculos: el sentido de la responsabilidad era igual a un peso, soportado demasiados años.
Quinientos veinticinco. Tuvo dolor de nuevo (esta vez no eran lombrices), pero no se asustó: era como si su cuerpo lo esperara, como si se hubiera preparado para ello, igual que la mente se hace a
la pérdida de la ternura. No podía decirse que fuese la niñez que se iba: la niñez era algo de que jamás tuvo ella conciencia verdadera.
-¿Ya es el último?
-Sí, señorita.
-¿Está usted seguro?
-Sí, señorita.
Pero tenía que verlo por sí misma. Jamás le había ocurrido el rehuir una obligación (si ella no lo hacía no lo haría nadie), pero en aquel momento deseaba acostarse, dormir. Si no salían todos los plátanos era culpa de su padre. Pensó si tendría fiebre: sentía los pies fríos sobre el piso caliente.
¡Bueno!, pensó, y dirigiose pacientemente al hórreo, buscó una lámpara y la encendió. Sí; el lugar parecía vacío, pero ella nunca dejaba las cosas a medio hacer. Avanzó hasta la pared del fondo sosteniendo la lámpara hacia delante. Rodó una botella vacía; bajó la luz sobre ella: Cerveza Moctezuma. Después iluminó la pared: al acercarse vio que muy abajo, cerca del suelo, alguien había garrapateado con tiza una serie de crucecitas ladeadas dentro del círculo de la luz. El forastero debió estar echado entre los plátanos y, maquinalmente, intentaría distraer su temor escribiendo algo, y aquello sería cuanto se le ocurrió. La niña las miró aguantando su dolor de mujer: toda la mañana se veía rodeada de horribles novedades: era como si en aquel día todo fuese memorable.
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