sábado

LAS VOCES DEL DESIERTO - MARLO MORGAN


DECIMOQUINTA ENTREGA


12


Enterrada viva

La comunicación entre nosotros no era tarea fácil. Me costaba pronunciar las palabras aborígenes. En muchos casos eran realmente largas. Por ejemplo, me hablaron de una tribu llamada pitjantjatjara y de otra llamada yankuntjatjara. Muchas cosas me sonaban iguales hasta que aprendí a escuchar con extrema atención. Comprendo que los periodistas de todo el mundo no se pongan de acuerdo en el modo de escribir las palabras de los aborígenes.

Algunos usan B, DJ, D y G, mientras que otros usan P, T, TJ y K para los mismos términos. No es que una cosa sea mejor que otra, porque los aborígenes no utilizan un alfabeto. Nadie saldrá ganando con una discusión al respecto. Mi problema era que la gente con la que viajaba utilizaba sonidos nasales que a mí me resultaba dificilísimo imitar. Para el sonido «ny» tuve que aprender a apretar la lengua contra la parte posterior de los dientes. Comprenderán ustedes a qué me refiero si lo hacen con la palabra «indio». También hay un sonido que se emite elevando la lengua y chasqueándola rápidamente. Cuando cantan, a menudo los sonidos son muy dulces y musicales, pero también tienen ruidos bruscos y contundentes.

En lugar de usar una sola palabra para nombrar la arena, tienen más de veinte términos diferentes que describen las texturas, tipos y características del suelo en el Outback. Pero también hay unas cuantas palabras sencillas, como kupi, que significa agua. Ellos parecían divertirse aprendiendo palabras de mi idioma, y eran más hábiles aprendiendo mis sonidos que yo los suyos. Yo usaba cuanto creía que podía hacerles sentirse más cómodos, puesto que ellos eran mis anfitriones. Había leído en los libros de historia que me había proporcionado Geoff que cuando la colonia británica se estableció por primera vez en Australia había doscientas lenguas aborígenes diferentes y seiscientos dialectos. Los libros no mencionaban la comunicación mental ni gestual. Yo utilicé una forma tosca de lenguaje de signos. Ese era el método más habitual para hablar durante el día, porque resultaba obvio que ellos compartían mensajes y se contaban historias por telepatía, así que lo más correcto era indicarle algo con un gesto a la persona que caminara junto a mí en lugar de interrumpirla hablando.

Utilizábamos el signo universal de mover los dedos para decir «ven», mostrar la palma levantada para indicar «alto», y colocar los dedos sobre los labios para expresar «silencio».

Durante las primeras semanas que pasamos juntos, a menudo me pidieron que guardara silencio, pero con el tiempo aprendí a no preguntar tanto y a esperar a que me explicaran las cosas.

Un día levanté un murmullo de risas en el grupo mientras caminábamos. Me picó un insecto, y yo reaccioné rascándome. Ellos se echaron a reír con expresión cómica e imitaron mi gesto. Al parecer había usado el signo específico para denotar que había divisado un cocodrilo. Nos hallábamos a unos trescientos kilómetros, cuando menos, de la zona pantanosa más próxima.

Llevábamos juntos varias semanas cuando caí en la cuenta de que unos ojos me rodeaban cada vez que me aventuraba a alejarme del grupo. Cuanto más densa era la noche, más grandes parecían los ojos. Finalmente las formas se perfilaron y pude reconocerlas. Era una manada de terribles dingos salvajes que nos seguían.

Volví corriendo al campamento, por primera vez realmente asustada, e informé de mi hallazgo a Outa. El se lo dijo al Anciano. Todos los que se hallaban cerca se mostraron también preocupados. Esperé a oír las palabras, porque para entonces sabía ya que en la tribu de los Auténticos las palabras no surgen de forma automática; siempre piensan antes de hablar. Podría haber contado lentamente hasta diez antes de que Outa me diera el mensaje. Se trataba de un problema de olor. Yo había empezado a oler mal. Era cierto. Yo misma me olía y veía las caras que ponían los otros. Desgraciadamente no sabía qué hacer. El agua era tan escasa que no podíamos desperdiciarla en bañarnos, ni había bañera donde hacerlo. Mis compañeros no olían tan atrozmente como yo. Sufría a causa de ese problema y ellos sufrían por mi causa. Creo que en parte se debía a que me estaba quemando la piel y pelándome constantemente y a la energía que usaba para quemar las toxinas y la grasa acumuladas. Era evidente que perdía peso de día en día. Desde luego la falta de desodorante y de papel higiénico no hacía más que empeorar las cosas, pero había notado algo más. Observé que al poco de comer, ellos se adentraban en el desierto para hacer sus necesidades, y que realmente sus deposiciones no tenían el olor tan fuerte que nosotros le asociamos. Estaba convencida de que, después de cincuenta años de dieta civilizada, tardaría cierto tiempo en desintoxicar mi cuerpo, pero me parecía posible si me quedaba en el Outback.

No olvidaré nunca el modo en que el Anciano me explicó la situación y la solución definitiva. No les preocupaba por ellos mismos; me habían aceptado para lo mejor y lo peor. Tampoco les inquietaba nuestra seguridad, sino la de los pobres animales. Yo los tenía desorientados. Outa dijo que los dingos creían que la tribu acarreaba un trozo de carne podrida y que eso los estaba volviendo locos. No tuve más remedio que echarme a reír, porque ése era realmente mi olor, como el de un pedazo de hamburguesa tirado al sol.

Por mi parte, declaré que apreciaría cualquier sugerencia que pudiera ayudarme. Así que al día siguiente, cuando el sol estaba en su cenit, cavamos juntos una trinchera con un ángulo de cuarenta y cinco grados y yo me tumbé en ella. Luego me cubrieron de tierra por completo; sólo me dejaron la cara al descubierto. Dispusieron una sombra y me dejaron allí durante dos horas. Estar enterrada, completamente desvalida y sin poder mover un solo músculo era toda una experiencia para mí. Si se hubieran marchado entonces, me habría convertido en un esqueleto allí mismo. Al principio me inquietaba que algún lagarto curioso, alguna serpiente, o rata del desierto, me corriera por la cara. Por primera vez en mi vida me identifiqué realmente con una víctima de la parálisis que, pensando en mover un brazo o una pierna, no consiguiera respuesta. Pero en cuanto me relajé y cerré los ojos, concentrándome en liberar las toxinas de mi cuerpo y absorber los maravillosos elementos fríos y refrescantes de la tierra, el tiempo pasó más deprisa.

Ahora comprendo el viejo refrán: «De la necesidad nace el consejo». ¡Funcionó! Dejamos el olor tras de nosotros, enterrado en la tierra.

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