sábado

EL HOMBRE QUE FUE JUEVES - G. K. CHESTERTON



DECIMOSÉPTIMA ENTREGA

CAPÍTULO SEXTO (3)
EL ESPÍA DESCUBIERTO (3)

Syme fue el primero en ponerse de pie. En el momento de decidirse: la pistola estaba sobre su sien; en la calle oyó al guardia que daba fuertes pisadas para entrar en calor, porque la mañana, aunque luminosa, era fría.

Un organillo se soltó tocando una tonada jovial. Syme se irguió como si oyera el clarín de la batalla. Se sentía lleno de valor sobrenatural, quién sabe por qué. En aquella alegre música, parecían flotar la vivacidad, la vulgaridad, el valor irracional de los pobres que, en las sucias calles de Londres, viven de la caridad y de las virtudes cristianas. Syme se había olvidado de la juvenil travesura que hizo al meterse en la policía: no pensaba ya en ser el representante de una asociación de "gentlemen" que jugaban a ser guardias, ni se acordaba del viejo excéntrico que vivía encerrado en su cuarto oscuro. Sino que se sentía como embajador de toda esa gente de la calle, que todos los días marcha al combate al son del organillo; y el alto orgullo de ser humano lo levantaba a una inmensa altura, sobre aquellos seres monstruosos que le rodeaban. Por un instante, contempló desdeñosamente su absurdas singularidades, desde el pináculo sideral del lugar común. Sintió que tenía sobre ellos la superioridad inconsciente y elemental que experimenta el hombre valeroso ante el poder de las bestias, o el sabio ante el poder del error. Harto sabía él que no contaba con la energía física e intelectual del Presidente Domingo; pero en este momento su inferioridad le pareció cosa tan natural como el no tener los músculos del tigre o un cuerno en la nariz a la manera del rinoceronte. Todo desaparecía ante la certeza definitiva de que el Presidente estaba equivocado, y el organillo tenía razón. Y sonó en su mente aquella verdad irrefutable y terrible del canto de Rolando:

Païens ont tort et Chrétiens ont droit

que en el antiguo francés nasal resuena como un ruido de armas. Esta liberación de su espíritu, al arrojar el peso de su debilidad, suscitó en él una franca resolución de afrontar la muerte. Como la gente vulgar del organillo, él también sabía cumplir sus obligaciones. Y el orgullo de mantener su palabra era mayor, por lo mismo que había empeñado su palabra a los descreídos. Su triunfo definitivo sobre aquellos fanáticos estaría en penetrar al cuarto privado, y morir por una causa que ellos ni siquiera entendían. Y el organillo entonaba la marcha con la energía y los ruidos mezclados de una orquesta; y Syme creía escuchar, bajo el tañido del cobre que canta el orgullo de la vida, el redoble profundo de los tambores que dicen la gloria de la muerte.

Ya los conspiradores se alejaban, pasando por la puertaventana a los cuartos próximos. Syme pasó el último, extraordinariamente sereno, pero su sangre y sus sienes latían con un ritmo romántico. El Presidente los condujo por una escalerilla lateral que parecía destinada al servicio, hasta una sala penumbrosa, fría y solitaria, donde había una mesa y unos bancos, y que tenía traza de comedor abandonado. Una vez todos adentro, el Presidente echó la llave.

Gogol habló el primero, hombre irreconciliable que parecía hervir en furores irreconciliables.

-¡Anta! ¡Anta! -exclamó con un extraordinario ardor, que hacía casi incomprensible su marcado acento polaco-. ¡Y ticen que no se esconden! Ticen que se tejen fer. No es fertat.

Para las cosas importantes, encerratos en un cuarto oscuro. El Presidente acogió la incoherente sátira del extranjero con muy buen humor.

-Todavía no puede usted entenderlo, Gogol -dijo con tono paternal-. Una vez que la gente nos ha oído decir tonterías en el balcón, ya no se cuida de saber dónde estamos. Si hubiéramos comenzado por venir aquí, toda la servidumbre hubiera venido a escuchar por el agujero de la llave. Parece que no conociera usted a los hombres.

-¡Me muero por ellos! -gritó el polonés-. ¡Mato a sus opresores! Pero no me custan las escontitillas. Yo quiero matar al tirano en la plaza púplica.

-Ya lo entiendo, ya -dijo el presidente asintiendo bondadosamente, al tiempo de sentarse en la cabecera de la mesa-. Usted comienza por morirse por la humanidad, y después va usted y mata a sus opresores. Perfectamente. Y ahora permítame usted que le pida morigerar sus hermosos sentimientos, y sentarse a la mesa en compañía de estos caballeros. Por primera vez en esta mañana van ustedes a oír algunas palabras sensatas.

Syme, con la presteza anormal que venía mostrando desde el principio, se sentó al instante. El último en sentarse fue Gogol, siempre gruñendo entre sus barbas y hablando mal de "antarse con gombromisos". Nadie, con excepción de Syme, parecía sospechar lo que iba a suceder. En cuanto a éste, se sentía en el ánimo del hombre que sube al cadalso dispuesto a decir un buen discurso.

-Camaradas -dijo el Presidente levantándose-. Mucho ha durado ya la farsa. Os he traído aquí para deciros algo a la vez tan sencillo y tan extraño, que hasta los criados del café, tan acostumbrados como están a nuestras salidas, habrían advertido en mi voz un nuevo matiz de gravedad. Camaradas, hemos estado discutiendo planes y nombrando lugares. Propongo, antes de pasar adelante, que estos planes y lugares no sean votados aquí, sino que queden bajo la decisión de un miembro del consejo que merezca la confianza de todos. Propongo al camarada Sábado: al Dr. Bull.

Las miradas se dirigieron a éste. Después, todos saltaron en sus asientos, porque las siguientes palabras del Domingo, aunque no las pronunció en voz alta, tenían un énfasis vivo y sensacional. El Domingo dio un puñetazo en la mesa.

-Que en esta reunión no se diga una palabra más sobre planes y lugares. Ni el más insignificante detalle sobre lo que vamos a hacer debe traslucirse ya entre nosotros.

Aunque el Domingo se había pasado la vida asombrando a sus compañeros, se dijera que nunca hasta hoy lo había logrado de veras. Con excepción de Syme, todos se agitaban febrilmente en sus bancos. Éste se mantenía inmóvil, la mano en el bolsillo, y empuñando su revólver cargado. Estaba dispuesto a vender cara su vida, llegado el caso. Al fin sabría si el Presidente era o no mortal.

El Domingo continuó con la misma voz:

-Ya comprenderéis que sólo hay un motivo para prohibir la libertad de hablar en este festival de la libertad. No importa que los extraños nos oigan. Para ellos somos unos guasones. Pero lo que tiene una importancia enorme es que entre nosotros sé encuentra uno que no es de los nuestros, que conoce nuestros graves propósitos, pero .que no comparte nuestras convicciones; uno que...

El secretario lanzó un grito como de mujer.

-¡Imposible! -exclamó incorporándose- ¡no puede ser!

El Presidente dio sobre la mesa con su manaza, semejante a la aleta de un enorme pescado.

-Sí -dijo lentamente-. En este cuarto hay un espía; en esta mesa hay un traidor. No he de gastar palabras. Su nombre...

Syme medio se levantó del asiento, con el dedo sobre el llamador del revólver.

-Su nombre es Gogol -dijo el Presidente-. Ese peludo charlatán que pretende hacerse pasar por polaco. Gogol saltó sobre sus pies con una pistola en cada mano. Al mismo tiempo, tres hombres le saltaron al cuello. Hasta el profesor hizo un esfuerzo para incorporarse. Pero Syme apenas vio todo esto, porque una oscuridad benéfica lo había cegado, y se dejó caer en su asiento estremeciéndose, en un paroxismo de alivio.

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