martes

LA RUEDA DE LA VIDA - ELIZABETH KÜBLER-ROSS


DECIMONOVENA ENTREGA


SEGUNDA PARTE

"EL OSO".

13. MEDICINA BUENA (1)

Los exámenes ante la Comisión Estatal duraban varios días y consistían en pruebas orales y escritas que cubrían todo lo que habíamos aprendido en los últimos siete años. No sólo contaban los conocimientos clínicos sino también la personalidad del estudiante. Yo los aprobé sin dificultad, más preocupada por cómo le iba a ir a Manny que por mis notas.

Pero los médicos se ven a veces enfrentados a situaciones que no se enseñan en la Facultad de Medicina. Me encontré ante una de esas pruebas cuando estaba en medio de mis exámenes finales. Comenzó en el apartamento de Eva y Seppli; yo había ido a tomar café y pasteles con ellos para distraerme del agobio de los exámenes. Cuando estábamos conversando, noté que Seppli estaba muy pálido y con aspecto cansado; no era el optimista de siempre, y estaba más delgado de lo normal, lo que me indujo a preguntarle cómo se sentía.

-Un pequeño dolor de estómago -me contestó-. El doctor dice que tengo úlcera.

Conociendo a mi cuñado, mi intuición me dijo que ese hombre de montaña fuerte y relajado no podía tener úlcera; así pues, me puse muy pesada y diariamente le preguntaba sobre su estado, e incluso fui a hablar con su médico. A éste le sentaron mal mis dudas respecto a su diagnóstico.

"Todos los estudiantes de medicina sois iguales -se mofó-, creéis que lo sabéis todo."

Yo pensaba que Seppli estaba gravemente enfermo, y no era la única; Eva sentía temores similares. Angustiada, veía debilitarse la salud de su marido. Para ella fue un gran alivio poder hablar del asunto, incluso cuando yo planteé la posibilidad de que se tratara de cáncer. Llevamos a Seppli al mejor médico que yo conocía, un médico rural de cierta edad que también impartía algunas clases en la universidad, que realmente "escuchaba" a los pacientes y tenía una excelente reputación por sus diagnósticos certeros. Después de un breve reconocimiento, confirmó nuestras peores sospechas y sin pérdida de tiempo programó una operación para la semana siguiente.

Tuve que contestar centenares de preguntas en mis exámenes, pero ninguna se parecía a las que yo tenía en mi cabeza. Eva no era muy fuerte, de modo que yo llevé a su marido al hospital. El cirujano ya me había invitado a estar presente durante la operación. Con Eva habíamos acordado que si el resultado era grave yo la llamaría y le diría "Yo tenía razón". El resto dependería del destino.

En cuanto a Seppli, que sólo tenía veintiocho años y llevaba menos de uno casado, afrontaba ese desgraciado giro del destino con la misma elegancia con que practicaba el esquí alpino.

Yo intenté hacer lo mismo cuando entré en el quirófano. Fue terrible el papel de observadora, pero no quité los ojos de Seppli en ningún momento, ni siquiera cuando el cirujano hizo la primera incisión. Una vez abierto el estómago, fue más terrible aún. Primero vimos una pequeña úlcera en la pared interior. Después el cirujano movió la cabeza. Seppli tenía el estómago lleno de densos tumores malignos. No había nada que hacer.

-Lo siento, pero tenías razón en tus corazonadas -comentó el cirujano.

Mi hermana aceptó la noticia en dolorido silencio.

.No se podía hacer nada -le expliqué.

Hablamos de nuestra sensación de impotencia, de nuestra rabia, sobre todo con el primer médico de Seppli que ni siquiera consideró la posibilidad de que fuera algo grave cuando, si se hubiera intervenido a tiempo, quizás hubiera podido salvarle la vida.

Mientras Seppli dormía en la sala de recuperación, me senté en su cama y lo vi en mi imaginación en el hermoso coche antiguo tirado por caballos que los llevó a él y a Eva por la ciudad, hacía menos de doce meses, desde nuestra casa hasta la capilla tradicional para bodas.

En aquella ocasión el mundo parecía estar en orden. Mis dos hermanas estaban casadas, todo el mundo estaba tremendamente feliz y yo esperaba dirigirme al altar en un futuro no muy lejano.

Pero al mirar a Seppli comprendí que no se puede contar con el futuro. La vida está en el presente.

Cuando despertó, Seppli aceptó su estado sin hacer ninguna pregunta; escuchó a su médico decirle exactamente lo que necesitaba oír mientras yo le apretaba la mano, como si mi fuerza lo fuera a sanar. Hacerse esas ilusiones es normal, pero no es realista. Al cabo de varias semanas volvió a casa, donde mi hermana le proporcionó cuidados, cariño y comodidad durante los últimos meses de su vida.

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