DECIMOTERCERA ENTREGA
PRIMERA PARTE
IV
Los circunstantes (4)
El jefe de Policía estaba en la cantina jugando al billar cuando el teniente le halló. Aquél llevaba un pañuelo atado alrededor de la cara con la idea de que le aliviara el dolor de muelas. Ponía tiza en el taco para una jugada difícil cuando el teniente empujó la puerta giratoria. En los estantes sólo había botellas de gaseosa y de un líquido amarillo denominado “Sidral”, garantizado como no alcohólico. El teniente permaneció en el umbral en actitud de protesta: la situación era innoble; deseaba eliminar del Estado todo cuanto suscitara el desprecio de los extranjeros.
-¿Puedo hablar con usted? -preguntó.
El jefe respingó ante un súbito pinchazo de dolor y se dirigió a la puerta con presteza insólita; el teniente miró los tantos marcados con anillas colgadas de una cuerda: el jefe estaba perdiendo.
-Ya vuelvo; un momento –dijo éste, y aclaró al teniente-: Casi no puedo abrir la boca.
Cuando ambos empujaron la puerta, alguien alzó un taco y subrepticiamente volvió atrás un tanto del jefe.
Marchaban juntos por la calle: el gordo y el flaco. Era domingo y todas las tiendas cerraban a mediodía: tal era la última reliquia de los tiempos viejos. No sonaban campanas por ninguna parte.
El teniente inquirió:
-¿Ha visto usted al gobernador?
-Puede usted hacer lo que quiera -contestó el jefe-, lo que quiera.
-¿Lo deja en nuestras manos?
-Con condiciones -replicó el otro.
-¿Cuáles son?
-Le hará a usted responsable si... no le coge usted antes de las lluvias.
-Mientras no sea responsable de nada más... -repuso el teniente, pensativo.
-Fue usted quien lo pidió. Ya lo tiene.
-Me alegro.
Al teniente le parecía ahora tener a sus pies al único mundo que le importaba. Pasaron ante el nuevo edificio construido para el “Sindicato de Obreros y Campesinos”. A través de la ventana pudieron ver las grandes pinturas murales procaces y hábiles: un sacerdote acariciando a una mujer en el confesonario; otro “empinando el codo” con el vino sagrado... El teniente comentó:
-Pronto haremos que todo esto sea innecesario.
Miraba las pinturas con ojos de extranjero: le parecían bárbaras.
-¿Por qué? Son... divertidas.
-Algún día llegarán a olvidarse hasta de que hubiese aquí una iglesia.
El jefe no contestó. El teniente comprendió que pensaba: “Cuánto alboroto para nada”. Preguntó cortante:
-Bien, ¿cuáles son las órdenes?
-¿Órdenes?
-Mi jefe es usted.
El jefe quedó silencioso: estudiaba discretamente al teniente con ojuelos astutos. Luego se expresó así:
-Ya sabe que me fío de usted. Haga lo que crea mejor.
-¿Me lo quiere decir por escrito?
-Oh, no es necesario. Nos conocemos.
-¿El gobernador no le dio nada por escrito?
-No. Dijo que ya nos conocíamos.
Fue el teniente quien cedió, pues en realidad era a él a quien la cosa interesaba. Su porvenir personal le era indiferente. Anunció:
-Cogeré rehenes en todos los pueblos.
-Entonces él no parará en los pueblos.
-¿Se imagina usted que ellos no saben dónde está? -dijo el teniente con amargura-. Tiene que tener algún enlace.
-A su gusto -contestó el jefe.
-Y fusilaré tan a menudo como sea preciso.
El jefe opinó con agudeza ficticia:
-Un poco de sangre no hace daño a nadie. ¿Por dónde empezará usted?
-Creo que por su parroquia, Concepción; y luego, tal vez vaya a su pueblo natal.
-¿Por qué allí?
-Él creerá estar seguro allí.
Pasadas las tiendas el teniente prosiguió-: Vale la pena aunque haya unos cuantos muertos; pero, ¿cree usted que “él” me sostendrá si se levanta un alboroto en Méjico?
-Esto no es probable, ¿verdad? -dijo el jefe-. Pero es lo que...
Un pinchazo de dolor le detuvo.
-Es lo que yo necesitaba -terminó por él el teniente.
Siguió solo su camino hacia el puesto de policía, mientras el jefe volvía al billar. Había poca gente por la calle; el calor era excesivo. “Si al menos -pensaba- tuviéramos una fotografía decente.” Deseaba conocer las facciones de su enemigo. Un enjambre de chiquillos tomaba por suya la plaza. Jugaban a algún oscuro e intrincado juego, de banco a banco; una botella de gaseosa voló por el aire y se estrelló a los pies del teniente. Se volvió con la mano en la pistolera: sorprendió una mirada de consternación en la cara de un muchacho.
-¿Has tirado tú esa botella?
Los estúpidos ojos oscuros le miraban con cazurrería.
-¿Qué estabas haciendo?
-Era una bomba.
-¿Y me la tirabas a mí?
-No.
-Entonces, ¿a quién?
-A un gringo.
El teniente sonrió con un desmañado fruncir de labios.
-Perfectamente; pero debes apuntar mejor. Apartó de un puntapié la botella rota y trató de encontrar las palabras que mostrasen a los chiquillos que estaba de su parte. Dijo:
-Supongo que el gringo sería uno de esos ricos yanquis que creen... -pero sorprendió una expresión de adhesión en la cara del chico; ello requería corresponder de algún modo, y él se dio cuenta de la existencia, en su propio corazón, de un amor triste e insatisfecho. Le ordenó-: Ven aquí. -El chico se acercó mientras sus asustados compañeros formaban un semicírculo y observaban a prudente distancia-. ¿Cómo te llamas?
-Luis.
-Bien -carraspeó él sin saber cómo seguir-, has de aprender a tirar con puntería.
El chico contestó con pasión:
-Me gustaría saber.
No quitaba los ojos de la pistolera.
-¿Te gustaría ver mi revólver? -dijo el teniente. Sacó el arma de la funda y la mostró.
Los chiquillos se aproximaron con cautela. Él replicó-: Esto es el seguro. Levántalo. Así. Ahora está dispuesta para hacer fuego.
-¿Está cargada? -preguntó Luis.
-Siempre está cargada.
El chico enseñaba la punta de la lengua. Su boca se llenaba de la saliva que segregaban sus glándulas como si notara el olor de la comida. Ahora todos se habían juntado. Un atrevido alargó la mano y tocó la pistolera. Todos cercaban al teniente, el cual sintiose rodeado de una dicha insegura cuando colocó de nuevo el revólver en el costado.
-¿De qué marca es? -preguntó Luis.
-Un Colt del treinta y ocho.
-¿Cuántos cartuchos?
-Seis.
-¿No has matado a nadie con él?
-Todavía no -contestó el teniente.
El interés les suspendía el aliento. El teniente, con la mano en la pistolera, observaba los ojos pardos atentos y pacienzudos. Luchaba precisamente por ellos; quisiera eliminar de su infancia cuanto le hiciera a él desgraciado, todo lo que fuera pobre, supersticioso y corrupto. Se merecían nada menos que la verdad; un universo despejado y un mundo refrescante; el derecho de ser felices en cualquier orientación que eligieran. Estaba del todo dispuesto a hacer una carnicería en provecho suyo: primero la Iglesia, después los extranjeros, después los politicastros; hasta a su propio jefe tendría que llegarle algún día. Desearía empezar de nuevo el mundo con ellos, en un desierto.
-¡Oh! -dijo Luis-, yo quisiera... yo quisiera... -como si su ambición fuese demasiado vasta para definirla.
El teniente extendió la mano en ademán afectuoso. Una caricia... No sabía cómo hacerla. Le pellizcó una oreja al chico y le vio hacer un gesto de dolor. Se dispersaron como pájaros y él siguió solo, a través de la plaza, hacia el puesto de policía: una figura de odio portadora de un secreto de amor. En la pared del despacho, el bandido, de perfil, aún miraba obstinado hacia la fiesta de primera comunión. Alguien había rodeado con tinta la cabeza del cura para destacarla de las caras de las muchachas y mujeres: la insoportable sonrisa destacaba bajo una aureola. El teniente llamó con furia hacia el patio.
-¿No hay nadie aquí?
Después se sentó al escritorio mientras se aproximaba el rumor de las culatas de los fusiles restregando en el suelo.
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